viernes, febrero 23, 2007

Con juicio y casi sin muelas


De los 70 y los animados de Lolek y Bolek, recuerdo el relacionado con la visita al estomatólogo. A uno de los hermanos polacos le detectan un diente enfermo, no de la manera tradicional con espejito e instrumentos, sino a través de la mordida que le da a un trozo de pastel. Me encantaba el dentista, que además era medio mago y luego de varios trucos, sacaba el incisivo con alicate y todo, pero sin causar ningún trauma en Lolek, ¿o era Bolek?


Creo que siempre tuve ganas de conocer cómo sería un gabinete dental. Durante mi niñez los estomatólogos iban en visitas ambulatorias y preventivas a mi escuela primaria. Con ellos nunca tuve suerte, o quizá tuve demasiada. Mi higiene bucal no era lo que se dice aceptable, aunque me cepillaba siempre por las mañanas. Tenía una teoría personal: como la dentadura era “de leche”, lo más recomendable era tomar grandes cantidades del líquido para mantenerla sana.

Mis años de primaria transcurrieron con la presencia de los dentistas en el aula, las salidas al pasillo para tomar buches de flúor, y la decepción de escuchar revisión tras revisión aquello de: “este no tiene problemas”. A mis colegas que no pasaban el examen los citaban para la clínica municipal en horas de la tarde. Se ausentaban de clases y al otro día llegaban comentando lo que les habían hecho, o contando historias espeluznantes sobre artefactos desconocidos; siempre con la boca abierta desmesuradamente, para mostrar en alguna de las hileras de premolares y molares, el consabido parche de mercurio.

A los 13 años me senté en el primer sillón estomatológico. Mis muelas seguían aparentemente saludables y sólo se trataba de una consulta rutinaria, de puro chequeo. Ya los especialistas no iban a las aulas, sino los alumnos a la clínica. La visita terminó con una “limpieza” para contrarrestar los efectos de una incorrecta técnica de cepillado, o del empleo de una crema dental que tampoco ayudaba mucho. Yo, patriótico al fin, prefería lavarme con pasta Perla. Ciertos amigos glorificaban las virtudes de las marcas importadas del campo socialista, pero cuando probé la POMORIN húngara, pensé que era preferible retomar mi dieta infantil de lácteos, antes que disciplinarme en aquello de cepillar mis dientes, después de cada comida, con aquel producto. Años después entró en el mercado otra marca magyar nombrada NEOPOMORIN, aunque novedosa y colorida en su envoltorio, no me pareció que superara a su pariente más cercana, así que seguí con mi sonrisa Suchel.

Durante los años siguientes, las “limpiezas” siguieron siendo el motivo principal de mis turnos con el estomatólogo. No sabía si sentirme avergonzado de que me llamaran tanto, pues en los salones de espera de la Clínica de Especialidades de Santa Clara, me encontraba con todo tipo de personas a quienes seguro les aguardarían tratamientos más complicados que el mío. En realidad mis visitas tenían una especie de aureola misteriosa. Me citaban cada cierto tiempo y yo iba disciplinadamente, imaginando que para esa ocasión alguna sádica estomatóloga (porque la abrumadora mayoría eran mujeres), descubriría extasiada, tras una rápida inspección de caras vestibular y lingual, el incipiente y mínimo agujero que demandaría la oportuna acción del taladro para romper la virginidad del esmalte. Sin embargo, nunca pasé de una limpieza, esmerada, profunda, pero poco emocionante para mis expectativas. Lejos estaba de imaginar que aquellos métodos profilácticos, a los se les concedía igual importancia que a los terapéuticos en los 80, desparecerían en la década siguiente hasta completar la casi actual extinción evidente hoy en la mayoría de las policlínicas cubanas.

De cualquier modo, en el 91 éramos todavía una potencia médica, o íbamos camino a serlo. Ese año cumplí 20 y experimenté mi primer dolor de muelas. Para no herir la sensibilidad de los posibles lectores, omitiré la descripción sensorial del acontecimiento. Esta vez, en La Habana, en la entonces semi-exclusiva clínica de 21 y H, una dentista descubrió, con pasión de paleontóloga, mi primera carie. En la cavidad se había alojado una semilla de tomate. ¡Qué linda! –exclamaría una colega del futuro.

A 21 y H regresé varias veces, siempre por urgencias, pues había un mecanismo excluyente que prohibía a los estudiantes no capitalinos recibir un tratamiento completo en tales “dependencias del MINSAP”. En una ocasión, por ejemplo, luego de un complicado proceso previo para alcanzar un turno, me tocó uno de aquellos servicios incompletos. Mi doctora, antes de ocuparse de mi muela, debió ventilar un asunto sindical, luego otro puede que más personal y cuando ya parecía dispuesta a inspeccionar mi adolorido molar, soltó un “ay, y ese insoportable olor a dentina”, que encontré demasiado humillante. Salí dispuesto a averiguar qué significaba esa palabra y al comprobar que no me habían acusado de tener mal aliento, mi autoestima regresó a sus valores normales. Sentí un poco de pena por la dentista, condenada a trabajar soportando un olor tan esencial en la profesión que había escogido. Al que no quiere caldo...

En los años 92-93 mi salud bucal, como si estuviera raramente vinculada a la economía del país, comenzó a mostrar síntomas de una aguda crisis. Mis dolores llegaron a ser crueles e inoportunos. Lo que me ayudó un poco a combatir la frecuencia con que se presentaron, fue la cercanía de mi casa con el Cuerpo de Guardia de Urgencias, el único punto en toda la ciudad habilitado para tratamientos a esas horas. En aquellas madrugadas me familiaricé con casi todo el instrumental estomatológico, me anestesiaron por primera vez y perdí una bicúspide rebelde. A pesar de todo el desastre, guardo de aquellos días el recuerdo de encontrarme con una de esas cubanas típicas, que se aprendió mi nombre y me trató como si viviéramos en la misma cuadra. Cuando llegué me puso un medicamento que calmara el dolor y me recomendó esperar. Mientras esperaba, atendió a otros dos adoloridos que arribaron. Entre uno y otro se interesó por mi estado y también me dejó para la memoria sabias consideraciones sobre la profesión de estomatólogo: Iván, la gente se cree que esto es como en una hamburguesería, pasen 4 y 4 más.

Un buen día de 1997 cuando ya pensaba haber descubierto la gran mayoría de procedimientos estomatológicos posibles, me realizaron la primera de mis endodoncias. Sentí una barrena minúscula, finísima, pero barrena al fin, y luego otra y otra más. Se trataba del proceder requerido para “obturar el conducto” y privar a la muela de vitalidad. Pensé en el término médico y en sus potencialidades para incluirse en un chiste de doble sentido de humorista criollo. Sin embargo, la escena, yo caminando con la boca abierta rumbo al salón de rayos X y con el trozo de metal encajado en algún lugar de mi mandíbula superior, no me pareció del todo graciosa.

Me reí; sin embargo, años después tras otro tratamiento similar, en una clínica de Gabalfa en Cardiff. Tras la inspección y la visión de la jeringuilla con el anestésico, supuse que me harían algo especial, desconocido. Luego aparecieron las consabidas barrenitas y pude ver a la dentista accionándolas con una velocidad impresionante, aunque yo no sentí nada. Cuando terminó le pregunté para confirmar y respondió afirmativamente: otra endodoncia. “Es la primera que me hacen con anestesia”, le dije y ella abrió los ojos sorprendida, supongo que tratando de imaginar de qué lugar remoto y salvaje había venido yo.

Esta semana tuve que acudir de nuevo al dentista. Mi higiene bucal se ha perfeccionado de manera notable, pero mis muelas siguen siendo problemáticas. Esta vez el proceder fue sencillo, las explicaciones de la doctora brasileña que me atendió me parecieron tan detalladas como si se tratara de un caso de neurocirugía. Frente a mí, en la pantalla de una computadora, observé la imagen radiográfica de mi dentadura. Recordé los animados polacos, quizá no está lejos el momento en que la tecnología sea tan exacta como el método de predicción dental en Lolek y Bolek. “¿Demorará mucho?”, medité un poco antes de buscar una respuesta, mas de inmediato reparé en que debía ocuparme de cosas más personales. Antes de entrar al consultorio tuve que llenar un cuestionario sobre mi salud, antecedentes familiares, alergias, etc. Uno de los incisos me dejó bastante intrigado, “¿está feliz con su sonrisa?”, me preguntaban. Pues... la verdad... necesito un espejo.

martes, febrero 20, 2007

De calles, caminatas y huellas humanas


Las calles de Londres, sobre todo en el área extensa que ocupa el centro de la ciudad, raramente están vacías. Se diría que siempre hay transeúntes apurados que van de un lado al otro, y en las horas iniciales de la mañana y finales de la tarde, apenas queda espacio para caminar por las aceras.


Así y todo, las prefiero a un viaje en metro. Mi animadversión por el Tube no es sólo por el precio del boleto, que hace poco volvió a aumentar, sino por la resistencia a integrarme a la masa de personas que siempre aparece en las estaciones de la zona uno. Una vez parte de esa masa, no queda más remedio que seguirla, avanzar silenciosamente por los estrechos corredores hasta que estos se tornen más abiertos y, por consiguiente, te ofrezcan una mayor libertad de movimiento.

El metro es sólo la primera opción si me toca viajar fuera de las horas pico, y si previamente he comprobado que usar cualquier otro medio de transporte me tomará demasiado tiempo. Y hay determinadas citas a las que hay que acudir con puntualidad, sobre todo en Inglaterra, aunque sea sólo para rendir homenaje al estereotipo de ingleses-puntuales.

Sin embargo, siempre que sea posible, prefiero las caminatas. Supongo que se deba a un rezago de lo más Especial del Período, de aquella resignación a no esperar nunca porque apareciera un ómnibus en las calles de La Habana, o de Santa Clara. Por demás, bajo tierra, viajando a toda velocidad en un vagón impersonal, uno termina por perder la perspectiva de las distancias. Imagina que recorre la ciudad de un extremo a otro, que la atraviesa como el cuchillo afilado corta un tomate, un trozo de pan, un pedazo de carne, pero no tiene idea de cómo reproducir en el espacio ese trayecto de una estación a otra.

En estos días me gustan las calles, además, porque son la mejor evidencia de que existe una civilización inteligente o torpe, y de que convivimos juntos en este punto de la geografía mundial. Claro que evito las grandes arterias de esta capital, también llenas de gente apurada, también caóticas e indiferentes. Me complacen más las pequeñas intersecciones y los laberintos que formo cuando trato de aplicar a la coherente y ordenada planificación civil londinense, el resultado de una criolla política de “cortar camino”.

Y como un explorador o etnógrafo insistente, me dedico con toda atención a examinar las huellas que dejan los humanos a su paso. No todas son agradables, basta salir temprano un sábado para justo a los pocos pasos llevarse la mano a la nariz. Los restos de una noche de alcohol acechan en la más aparentemente inofensiva acera. Sí, algunas mañanas pueden resultar asquerosas, aunque hay otras más interesantes.

De todas formas, no salgo a caminar con el propósito de ver qué me encuentro. Últimamente mis caminatas cumplen un fin más terapéutico, dado que por causa de mi investigación actual paso muchas horas sentado leyendo, por lo que me conviene ejercitarme de alguna manera. Y no tengo tiempo para un gimnasio, ni dinero que cubra las cuotas de tal institución.

Hace unas semanas, en una de mis caminatas con Helena, me encontré este objeto inusual. Siempre aparecen botellas vacías, vasos todavía con media cerveza y hasta copas con vino o champán, pero nunca había encontrado la combinación de la foto. La corbata es de uniforme de una de las tantas escuelas públicas y privadas que se ubican, por casualidad, en la calle donde vivo. Su dueño, todavía adolescente, la olvidó quien saber por qué razones.

Pensé por un momento en ellas, quizá no fue precisamente su dueño el que la dejó allí atada, sino los que siempre lo atormentan en su clase, que idearon así otra pesada broma. Quizá alguien la perdió sin darse cuenta y a quien la encontró después le pareció mejor si quedaba adornando la pieza de hierro. Puede haber muchas teorías. Sin embargo, la que elevó mi expectativa, fue la de un dueño, adolescente iconoclasta y puede que medio anarquista. Tal vez cansado de una semana de clases y aburrido ante la perspectiva de un fin de semana sin mejores pronósticos, optó por desentenderse de las reglas, y mandó al diablo las tradiciones. Puede que le hubiera dicho al pedazo metálico, “toma, educación para ti que yo me largo”. Por un momento la escena me pareció real, hubiera escrito esta crónica al momento, en radio le hubiera puesto de fondo a Pink Floyd con Another Brick on The Wall, pero no, seguí caminando. Al final las cuadras siguientes me podrían esperar con nuevas sorpresas, nuevas huellas de civilización, y nuevas teorías.

sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (I)


En 1986 seguimos, como todo el mundo, las noticias sobre el fin del régimen de Ferdinando Marcos en Filipinas. Más que la explicación detallada de las características de su gobierno, caracterizado por represión y escándalos, creo que el interés principal lo ocupaba su sucesora al mando, una mujer llamada Corazón. Sin embargo, lo que me dejó asombrado fueron las posteriores revelaciones de los hallazgos en los aposentos privados de Imelda Marcos, y sobre todo, su impresionante colección de más de mil pares de zapatos.


Cuando comparaba la cantidad con lo que normalmente necesita un ser humano, me parecía exagerada. Sería ridículo comparar la enorme zapatera de la señora Marcos, con el mueble destinado a tal función en mi casa. Este era austero en realidad, aunque permanecía bastante lleno; no porque nuestra colección de zapatos fuera espectacular, sino porque según la regla de oro para sobrevivir períodos de escasez, las cosas se botaban si y solo si se comprobaba que no tenían ninguna utilidad posible.

A partir de ese año comencé a usar la frase «complejo de Imelda Marcos» para referirme a quienes añoraban tener demasiados zapatos, si bien la cifra exacta que determinaba ese «demasiados» era difícil de explicar. El calzado en Cuba, como todo, estaba racionado. Los nacionales teníamos derecho a dos pares al año, o a una cantidad similar que casi nunca llegabas a alcanzar por un motivo o por otro, amén del hecho indiscutible de haber nacido en un país bloqueado.

No imagino cómo sería antes, aunque sí recuerdo que para mi idea sobre la abundancia a finales de los 70, los años anteriores debieron ser más abundantes que los que viví en mi niñez. La evidencia eran los innumerables tacones y elegantes punta-estilete que se acumulaban en una de las mesas de noche del cuarto de mis padres, a la cual casi nunca se podía acceder porque había sido destinada a un rincón inútil. Creo que mi madre los guardaba siguiendo el mismo consejo típico de los tiempos en que escaseaban los productos, o quizá porque tenía la esperanza de que en los años venideros volvieran a ponerse de moda. Y ella tenía tacones blancos, negros, beiges?, grises, combinados; mientras, según me acuerdo, los míos eran siempre negros para la escuela y, con suerte, carmelita oscuro para los días de fiesta.

Recuerdo mis primeros zapatos de color extraño, unas sandalitas rusas que para la todavía machista y revolucionaria Cuba de finales de los 70 no quedaba muy claro si eran de varón o hembra. Sin embargo, a medida que comenzaron a llegar las sandalias, las nociones de masculinidad de los cubanos fueron cambiando ante los imperativos de la escasez. A veces hasta me asustaban un poco cuando las veía en las vidrieras, casi siempre en números enormes que me recordaban más a los cocodrilos tomando sol con la boca abierta, que a los pies apurados de algunos mayores en los que lucirían igual de amenazadoras, acechando por encima de medias a cuadros y rombos. Luego descubrimos que los soviéticos adoraban las sandalias, y camino a la escuela imaginaba que sólo faltaría un kepis y, de fondo, las notas de Que siempre brille el sol (Пусть всегда будет сольце), para figurar en uno de los tantos filmes o documentales cuyo escenario principal era un campamento de pioneros.

A fines de los 70 también las calles se llenaron de modelos diferentes. Habían comenzado a llegar las personas que por diversos motivos —aunque mayormente por temor y angustia ante la escasez— habían abandonado la Isla en la década anterior. Con los maletines enormes de regalos llegaron también los zapatos y, mejor aún, las zapatillas. Se usaban aquellas de marca Adidas de tres franjas laterales, el modelo que un zapatero local se encargó de reproducir cambiando los materiales originales por tela de corduroy. Fue la explosión de zapatillas caseras hechas por Manzanito, si mal no recuerdo, una prueba más de la invención criolla.

Quizá la producción artesanal no fue muy atractiva para mi padre, incansable en aquellos años, siempre apelando a sus «contactos» con las empleadas de comercio. Lo cierto es que un buen día despertamos calzados con un par de nacionales Popis, que bien podría decirse fueron la envidia para tantas zapatillas multicolores de corduroy, aunque siguieran pareciendo vulgares para las azules y enormes Adidas de mi primo, traídas desde Jersey City. Ah, la perenne agrura de nuestro vino, querido José Martí.

1983 fue un año «zapateramente» decisivo para mí. Había logrado entrar a la flamante y enorme Escuela Vocacional (ESVOC) Comandante Ernesto Guevara, y para recorrer sus inmensas plazas de cemento y sus extensos pasillos de granito, había que estar bien equipado. La Escuela, como parte de «todo» lo que la Revolución nos entregaría a lo largo de nuestra vida, nos proporcionaría uniformes, ropa de trabajo y calzado. Para todas las actividades escolares y extraescolares. Lo único que en mi caso, casi acabado de cumplir los doce años, mis proporciones y extremidades distaban mucho de ajustarse a las «existencias» del almacén de la ESVOC. Mediría, si acaso, un metro cincuenta, calzaba la talla estándar de mi edad y hasta tenía ilusión de estirarme un poco; pero cuando vi los que me tocaron, supuse que mi proceso de crecimiento tendría que ser sobrenatural para que algún día mis ahora insignificantes pies llegaran a medir lo suficiente para llenar unos tenis (Matoyos, Boquiperros) talla 8 ½ y unos Kikos plásticos (calzado insignia de las becas cubanas) número 9. Cuando comenzó el curso y mis colegas descubrieron que mis zapatos eran diferentes a los que casi todos lucían en aquella primera semana de clase, quizá advirtieron cierta debilidad pequeño-burguesa por haber rechazado lo que gratuitamente el Estado me había concedido. En realidad, lo que decidieron, luego de tantas veces que relaté mi historia, fue engancharme el mote de «Zapatico», que no duró mucho, por suerte.

Mis zapatos y yo: toda una vida (II)


A finales del 84 me trajeron mis primeros zapatos importados, marca North Star y fabricados en Nicaragua. ¡Bravo por los compas! Ellos sí sabían combinar los materiales y lograr productos de acabado excelente, y eso que estaban en guerra. Eran negros, un poco más altos que lo normal, de puntera asimétrica; en resumen, colosales. Me resistía a probármelos, contemplaba la caja desde encima del escaparate y hasta imaginaba que el brillo del material traspasaba el envoltorio de cartón que los guardaba del polvo. Allí se quedaron durante unos meses hasta que los vendieron o los cambiaron por algún otro artículo más necesario. Antes me los había probado, había intentado caminar y al momento me los había tenido que quitar. Mis pies, decididos a no tolerar el calificativo de insignificantes, habían comenzado a crecer.


Para la nueva talla lo mejor eran unas botas de cañero marca Centauro, que embetunadas y lustrosas combinaban sobriamente con el uniforme azul de la escuela. Eran toscas, aplastadas, con un borde que parecía una rebaba residual del caucho de la suela, pero llegaban a ser cómodas y duraderas. Luego del 85 llegaron las tiendas Amistad llenas de productos del campo socialista: perfumes Moscú Rojo, cremas y productos de belleza Florena (RDA), lápices de colores chinos y una variedad de zapatillas Tomis, Made in Romania.

Mis primeros Tomis resultaron los mejores embajadores de Rumania, país hermano o medio hermano, pues en realidad no sabíamos mucho de él. Se hablaba poco en las clases de Geografía Económica, y casi no aparecían reportajes en las revistas soviéticas, sobre todo Sputnik, que era por esos años casi de obligada lectura y posterior coleccionismo. En el kiosco cercano a mi casa compré una revista Rumania de Hoy, o de un título similar. Pensaba encontrar al menos algún reportaje sobre la fábrica Tomis, sobre la gran cantidad de divisas que ingresaba al país por concepto de exportaciones, pero no. Página tras página sólo había imágenes de Nicolae y Elena Ceaucescu.

Mis Tomis desparecieron una tarde de sábado. Salieron en los pies de mi papá, recorrieron parte de la ciudad y se detuvieron en El Sandino, donde él se decidió por una jarra de cerveza. Luego no se supo más de ellos. Varias jarras después, unos vecinos sospechosamente serviciales trajeron a mi papá medio aturdido, un poco apenado y con los pies hinchados tras haber caminado cuadras y cuadras enfundados en unas extrañas y folclóricas botas. Me resigné a la pérdida, era imposible una investigación policial, pues el principal testigo apenas recordaba al día siguiente qué había ocurrido en el área de la ciudad tan famosa por las fiestas, la cerveza y las puñaladas.

Sin embargo, las botas que trajeron a mi papá de vuelta fueron, durante días, motivo de comentarios. Eran como las mías, marca Centauro, aunque tenían la cualidad única de pasar por artefactos culturales y, por supuesto, constituían otra prueba indiscutible de la inventiva criolla en tiempos de crisis. A diferencia de las mías, en estas el borde de la suela no sobresalía, pues había sido cortado, tenían un tacón extra de unos cinco centímetros y los cordones no sujetaban de un lado a otro a los ojetes, sino que los habían trenzado complicadamente para ocultar la lengua. Las puntas de la trenza terminaban en dos tapas de tubo de pasta dental, de modo que cuando uno caminaba se movían supongo que a ritmo de carnaval.

Y aunque las condené al enmohecimiento en algún olvidado rincón de la casa, el acto en sí no impidió que ese año, y el siguiente, continuara usando botas de cañero. Llegaban a ser un complemento adicional del uniforme y hasta combinaban con los pantalones tubo, pegados a las piernas, que comenzaban a usarse por esa época. Era tan inusual ver a algún condiscípulo sin ellas, que cuando alguien de nuestro grupo estrenó zapatos corte-bajo y de puntera alargada, otro no encontró mejor calificativo que: «Mira, Ñico con tiburones nuevos». Supongo que empezábamos a olvidar que existían diversos tipos de calzado, y que tenían sus nombres. Para reconfortarnos apareció Carlos Varela con su canción Memorias y aquel verso de: «A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon».

¿Usaría Lennon botas Centauro? Mientras procuraba una respuesta, llegaba la hora de escoger mi futuro, terminaba el grado doce y me esforzaba en aprender ruso. Estaba decidido, yo me iría a estudiar a la Unión Soviética, o a Polonia, o a la RDA o a Checoslovaquia, a cualquier lugar donde me pagaran un estipendio con el que pudiera comprar zapatos, un par nuevo todos los meses. Cuando publicaron la lista de especialidades busqué de arriba abajo, de país en país, de ingenierías a licenciaturas, y terminé con la vista en mis pies. Supongo que en el brillo de mis botas podía reflejarse mi cara de desencanto. Ninguna de las carreras, tan necesarias para el futuro del país, me llamaba la atención, adiós sueños de acumulación, maldita fuera Imelda Marcos y su propensión monárquica al acaparamiento.

Mis zapatos y yo: toda una vida (III)


Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!


La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.

Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.

Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.

Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.

Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.

El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).

Mis zapatos y yo: toda una vida (IV)


En el 2003 logré comprar mis primeros zuecos, gracias al floreciente mercado de los zapateros trabajando por cuenta propia. Ya no se llamaban zuecos, sino descalzados, y aunque no era ya adolescente, podía decirse que estaba en la última. Mis descalzados asistieron a muchas conversaciones sobre los preparativos de mi viaje al Reino Unido, y a última hora fueron sustituidos por un par de costosos pero necesarios tacos con los que pisaría por primera vez las calles de Londres, y luego las de Cardiff, en Gales.


Y había que caminar mucho en ese mes previo al comienzo de mi maestría en la universidad galesa. Había que recorrer London de sur a norte y de Brixton a Camden Town, de Greenwich a Wembley, recorrer el Museo Británico, la Galería Nacional, el barrio de Notting Hill, el de Kensington, las callejuelas de Soho a ritmo de jazz, el West End, el South Bank, la Tate, etc. Mis zapatos no aguantaron, cuando llegué a Gales descubrí que ambas suelas se habían gastado notablemente, y el material había pasado de gastado a poroso, y los poros ya eran huecos, pequeños, casi imperceptibles a simple vista, pero enormes para que el agua penetrara cuando pisaba un charco o cuando atravesaba a toda prisa una calle de Cathays. Y Gales era el país de la llovizna, y yo, de animal tropical pasaba a descubrir qué era el frío y la importancia de estar abrigado, y sobre todo, seco.

Con mi primer estipendio compré un par nuevo, y luego otro al tercer mes, y luego viajé de vacaciones a España y cómo no llevarse de recuerdo una muestra de calzado ibérico, mucho más barato que el anglosajón; y luego llegaron las rebajas de enero, y luego descubrí las canchas de squash que requerían de tenis de suela blanca, y luego llegaron las ocasiones formales. Y cuando mis amigos visitaron mi cuarto en la avenida Edington, preguntaron sorprendidos por qué había traído tantos zapatos. Yo hice este recuento, más breve y en inglés. Hubo a quien le pareció demasiado sentimental, hubo quien prometió regalarme zapatos, muchos, y entonces el conmovido fui yo.

El año pasado leí en el Juventud Rebelde un artículo sobre quien posiblemente sea el hombre más alto de Cuba. Justo desde el comienzo, me atrajo su historia personal. Dadas sus proporciones, es lógico pensar que sus pies serían enormes. ¡Qué problema! A decir verdad, el recuento de sus dificultades me dejó bastante deprimido, imaginé su descripción de los dedos deformados por caminar con zapatos más pequeños que sus pies, y hasta sentí que de haber estado en la Isla, hubiera tratado de hacer algo.

Hace poco, viendo Bobby, me llamó la atención un diálogo entre dos protagonistas. El personaje de Helen Hunt se queja de haber olvidado empacar zapatos que combinaran con los vestidos que había traído consigo. ¡Pues iremos a comprarte nuevos! —responde Martín Sheen, su esposo en el filme—. ¡Qué sencillo! —pensé—, ¡qué elemental! Tal vez en el 58 muchas parejas cubanas se identificaban con una situación similar, pero 40 años después, creo que nadie reparaba en tales nimiedades.

Todavía hoy cuando paso frente a una tienda de zapatos, no puedo evitar quedar mirándolos allí tranquilos en exhibición. A veces hasta entro, los miro, me los pruebo, y me detengo ante un dilema moral. Me digo que me gustan, pero no los necesito, y no sé si por mi experiencia anterior tengo claros los conceptos de qué es necesidad y qué es lujo. Me consuelo sabiendo que si me fueran necesarios, al menos los podría comprar, ventajas de la sociedad de consumo, digo yo, aunque esa certeza no me libra de soñar con todos los zapatos que amé una vez. Lo que sí no acabo de descifrar, aunque en verdad no es algo que me quite el sueño, es la razón imperiosa que llevó a Imelda Marcos a acumular tantos en sus años de primera dama.

lunes, febrero 05, 2007

«¡Esto es La Habana!»


Sucedió en La Habana, la ciudad en la que siempre se registran los grandes acontecimientos de la música cubana. Aunque a decir verdad, el verdadero suceso ocurrió en Los Ángeles, pero por cuestiones relativas a la trascendencia se supo casi al mismo tiempo en la capital cubana. Lo curioso de esa noche de febrero del 2000 es que la noticia, si bien procedía de los Estados Unidos, no se refería a uno de los tradicionales enfrentamientos tan comunes entre los dos países desde 1960. La protagonista era la música, o mejor, un pianista cubano que para esa fecha resultaba casi tan universal y referenciado en el mundo, como en su propia y pequeña isla.

La noche en que la Academia de Grabaciones de los Estados Unidos (NARAS) anunció que entregaría un premio Grammy a Chucho Valdés, este se enteró por teléfono en su vivienda habanera. Para el que conoce la propensión festiva de los cubanos, la asociación entre lo que sucedió en el teatro californiano no se podría comparar con la algarabía que se adueñó del hogar de Valdés, luego de que, gracias a una engrasada maquinaria del rumor, la noticia fue corriendo de casa en casa. En Los Ángeles, las miradas estarían puestas sobre Carlos Santana, que como un avezado coleccionista de estatuillas de gramófonos, fue recogiendo una a una las equivalentes a los premios por su disco Sobrenatural. En la cuadra de los Valdés, los más cercanos ya estarían llamando a la puerta para compartir un trago de ron; mientras las vecinas sonreirían orgullosas de vivir cerca de alguien tan famoso, frase que, sin duda, exagerarían al día siguiente como inequívoca definición de su status, cuando lo contaran a terceros.

Chucho, en tanto, cuenta que estaba comiendo y dejó el bocado a medias, contenido por la emoción. «¡En una pieza!» —sería la expresión más cubana para definir su estado—. Aunque luego fue hasta el piano, y tal vez porque a veces las conductas humanas no necesitan de demasiadas explicaciones, tocó algo de Bill Evans, People tal vez. Cuando un músico y su instrumento llevan una vinculación tan larga, es casi lógico que todas las escenas de la vida puedan resumirse en una composición.

Chucho Valdés comenzó a estudiar piano a los 5 años, pero a los 3, según dicen, ya el piano de su padre había dejado de ser para él un mueble intimidante y misterioso. El propio Bebo Valdés siempre recuerda y relata el día que, camino a Tropicana, su trabajo en los 50, se dio cuenta de que había olvidado una de las partituras en casa. Cuando regresó a buscarla, escuchó que alguien estaba tocando el piano y lo hacía de una manera apreciable. Intrigado por saber quién era, se sorprendió de encontrar al pequeño Chucho, que, sin haber recibido lecciones, de solo observar al padre, había logrado interpretar una melodía.

El premio Grammy del 2000 fue una celebración casi colectiva, con la tradicional característica de las casas cubanas, que se llenan de gente cuando sobran los motivos para celebrar. Precisamente de celebraciones estaba lleno el disco causante de todo el alboroto. La grabación había sido en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, y por el propio peso de las circunstancias, el título tenía que ser ese mismo: Life at Village Vanguard.

La experiencia podía compararse con la peregrinación de los musulmanes al santuario de La Meca. Los jazzistas veneran al Vanguard casi tanto como a un lugar de culto. Chucho Valdés, sin ser Mesías, lo calificó de místico. Musicalmente quizá, cualquiera puede aventurarse a definirlo como un sitio mágico, por el nivel de las creaciones surgidas de la improvisación en un escenario de tanta historia y ambiente.

El del 2000 no era el primer Grammy de Chucho Valdés, ni sería el último. Era, eso sí, la primera gran identificación exitosa de un proyecto personal. Con anterioridad había obtenido el reconocimiento de la NARAS por proyectos con Irakere y lo que se llamó Crisol, una agrupación liderada por él y el trompetista norteamericano Roy Hardgrove. El premio sería como la confirmación del sello de autor, del estilo; la validación internacional de su aporte a la tradición cubana del piano.

Por eso, como le comentó a un amigo, su casa estaba esa noche hasta el tope, aunque cueste imaginarlo demasiado sonriente en medio de sus vecinos y colegas. Su enorme presencia, unida a su fama y a su obsesión por entender de dónde y por qué vienen las cosas en la música, lo coloca en una posición predecible. Muchos lo imaginan demasiado serio o solemne, como autoridad que es en el mundo musical cubano. Sin embargo, quien sabe reconocer las características que hacen nacionales a los cubanos, no puede ubicar a Chucho Valdés en otro contexto. Basta verlo al piano, manos sobre teclas, en melodías que conoce, con la marca de autenticidad en el ritmo que también lo da la propia música, y que él sigue casi con todo el cuerpo, mas sin perder su porte y elegancia.

Resulta difícil darle una etiqueta, un nombre; definirlo de una manera específica. Una sonrisa y un ligero ladear de la cabeza pueden indicar su grado de compenetración con la pieza que toca, y por mucho que la disfrute, nunca deja de sugerir, de indicar a los músicos con códigos secretos o precisos.

La noche del 2000 cuando recibió la noticia de su premio Grammy, suceso indiscutible para la memoria de la música cubana, quizá Chucho Valdés estaba eufórico, sumido en innumerables conversaciones simultáneas con esa capacidad que tienen los cubanos, que aturde y desorienta a los extranjeros, pero la celebración fue en su casa, «¡imagínate tú!» Diría el propio Chucho: «¡Esto es La Habana!»