viernes, agosto 08, 2008

Aceitunas desde el otro lado del océano


En 1985 el abuelo Juan viajó a las Islas Canarias tras casi 70 años de ausencia del lugar donde nació. Estuvo por varios sitios antaño conocidos y se reencontró con varios familiares de los que de vez en cuando tenía noticias. Cuando regresó al Caribe nosotros, de alguna manera, nos re-conectamos con el mundo. El primer encuentro había ocurrido en el 79, cuando varios familiares llegaron desde New Jersey, llenos de un aroma desconocido y contagioso.


Desde aquella vez, todos los paquetes y envíos que arribaban desde el territorio norteamericano se anunciaban con aquel olor. Más que descubrir objetos extraños, tejidos que a diferencia del laster que vendían por todos lados, no quemaban la epidermis, sino que se amoldaban con suavidad como una segunda piel, lo que más atraía era aquel perfume que impregnaba las maletas y luego todas las habitaciones.

Con el abuelo y su acompañante, un primo de esos que aparecen y luego vuelven a perderse en un recuerdo brumoso, también vinieron aparatos desconocidos y fragancias del otro lado del mundo. Recuerdo una polaroide que rápidamente adquirió poderes místicos, gracias a ese milagro de revelar las imágenes poco tiempo después de haber apretado el obturador.

Sin embargo, lo extraordinario fueron unos saquitos de aceitunas que el abuelo trajo en grandes cantidades, quizás deseoso de compartir un sabor tan ligado a su vida y tan difícil de replicar en la Cuba de los 80. Para los que en la familia habíamos nacido en la década anterior nos era totalmente desconocido.

La aceituna, pensaba, parecía la referencia perfecta para el archipiélago canario. La asociaba con el sabor de la tierra, aunque sabía que los olivares definían de cierto modo a la costa sur de Europa, y que las islas estaban más cerca de África que del Mediterráneo.

Así y todo, cada mordisco era una puerta que se abría a un mundo de sabores desconocidos, los que yo era incapaz de identificar a falta de referentes. Recuerdo que devoré un saquito entero, casi con la misma fascinación con que me comí muchos años antes el primer Peter de chocolate.

Me asombraba todo. Ignorante yo del marketing y la publicidad, el diseño de la marca me parecía renovador y la habilidad de los fabricantes sencillamente genial. Máxime si habían logrado concebir un paquete de nylon que, además de contener las aceitunas en salmuera, aparentaba estar a prueba de golpes y perforaciones.

Luego de aquel año 85 hubo más encuentros con las frutas del olivo. Mucho tiempo después eran la evidencia de que existía un mundo más allá de las fronteras de la isla. Estaba vedado para la gran mayoría, pero quien poseía dólares, podía ilusionarse con que lo tendría más cerca.

Sólo que en aquel tiempo había tanta necesidad de hacerse de productos también habituales en el resto del planeta, que un pomo de rellenas de pimiento a veces parecía imposible. Seguía allí, en el estante, burlándose de quienes entraban en las tiendas a toda velocidad, con la esperanza de acaparar todo el jabón y el aceite.

Semanas atrás, durante la compra semanal del supermercado, me tropecé con uno de aquellos saquitos reveladores de los 80. Uno de ellos fue a parar al carrito de la compra, aunque la expectativa no era muy grande. Entre verdes inmensas, negras, rellenas de queso feta, de ajo, picantes y un largo etcétera, la variedad de aceitunas que he comido me impiden quedarme con un sabor determinado.

Pero como uno no está vacunado contra las sorpresas, las del saquito increíblemente me trajeron a la memoria el recuerdo del descubrimiento y el sabor también indescriptible de una experiencia de adolescente.