viernes, septiembre 11, 2009

¿Que veinte años no es nada?


La primera semana de septiembre de 1989 distó mucho de la imagen que tenía sobre lo que serían los estudios universitarios. El contraste no se estableció en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana donde –a pesar de las habitaciones señoriales y las escaleras de mármol- las aulas no se diferenciaban mucho de las del pre. Lo diferente y desesperanzador resultó el cuarto del piso catorce de la Residencia Estudiantil Mario Escalona donde nos ubicaron.


Meses antes, luego de los trámites de la matrícula, mi amigo Frank y yo habíamos admirado los edificios de la calle 12 esquina a Malecón, donde nos tocaría vivir parte de la experiencia habanera. Desde afuera nos habían parecido espectaculares. Las dos torres que se alzaban casi al final del Vedado representaban un radical cambio de estética si las comparábamos con los albergues del IPVCE.

Pero si la excitación y expectativa eran notables en aquel día de agosto, un mes más tarde se convirtieron en desilusión e incertidumbre. La mayor sorpresa no fue encontrarnos sin puertas la habitación que nos asignaron, sino las camas sin colchón. Imagino que en el año 89 la matrícula de la U.H. sobrepasó los límites de una residencia como 12 y Malecón y quizá por eso nos tocó vivir en un área que nunca antes había tenido literas y taquillas.

Los colegas la llamaban “la autopista”, porque todos pasaban por allí. Ellos arribaron temprano y se adueñaron de lo poco disponible. Cuando nos tocó el turno a Frank y a mí, sólo quedaban libres dos tablas de cartón de bagazo. En ellas dormimos aquella noche debido al cansancio de haber pasado la anterior viajando por la verdadera autopista, la nacional, y la mañana y la tarde en los ajetreos propios de la matrícula.

Apenas recuerdo las clases iniciales, por suerte introductorias o lo que es lo mismo, intrascendentes. Nuestra primera lección nos la había dado La Habana y quizás inconscientemente entendimos que debíamos organizarnos si al final deseábamos conquistar la ciudad o al menos volverla menos inhóspita. Mientras tanto hacía falta un respiro y todo el aire que soplaba en la capital, ya fuera bajando por 23 rumbo a La Rampa o a lo largo del Malecón, no era suficiente.

Antes que pasar la mañana familiarizándonos con la casona de G, preferimos entonces llegarnos hasta la Terminal de Trenes y garantizar el pasaje de regreso. Confieso que en algún momento pensé en abandonarlo todo. Siempre mis comienzos escolares han sido difíciles y en esos días preparatorios en los que la capacidad de resistir comprueba sus límites, el abandono es una idea recurrente. Luego de una noche sin colchón, con toda la ropa en los maletines, pues no teníamos dónde ponerlos, las perspectivas de pasar todo un curso en tales condiciones no eran muy halagüeñas que digamos.

Para más desgracia –sí, creo que era la palabra cierta -cuando volvimos por la tarde a la habitación descubrimos que nos habían robado las tablas. Y así, añadiéndole cuotas al desánimo, terminamos Frank y yo dispersos por La Habana ante la cruda realidad de tener que dormir en el piso. Él recaló en casa de un familiar en Marianao; yo, en la casa de mi tía del Vedado, en el apartamento de sólo un cuarto que me parecía enorme en las vacaciones de mi niñez y que en aquel 1989 debía acomodar a otras siete personas.

No recuerdo si los colegas de 1er año de Periodismo tendrían experiencias similares. Todavía en los días iniciales del curso las presentaciones no eran tan espontáneas como para que unos y otros nos relatáramos “intimidades”. Sin embargo, puede que no fuera sólo el azar, sino también el contexto lo que impidió mayores acercamientos. Supuse que quienes articulaban sus coherentes discursos sobre por qué habían decidido ser periodistas dormían en lechos confortables.

Con la certeza de que era jueves y el viernes en la noche viajaríamos de regreso al hogar, el tercer día de aquel comienzo parecía más llevadero. Un arranque de reivindicación nos hizo olvidar las clases programadas y nos aparecimos en la oficina del director de 12 y Malecón dispuestos a que este le encontrara una solución a nuestro calvario y sobre todo, que nos proporcionara sendas camas.

Tal vez la prontitud con que nos cambiaron el status de palestinos a habitantes oficiales de un cuarto no debió sorprendernos. Hasta esa fecha no conocíamos otra realidad que no fuera la cubana y estábamos acostumbrados a sus a veces desalentadores fallos. De modo que era muy posible, como en efecto ocurrió, que mientras algunos cuartos como la ya citada autopista estuvieran abarrotados de estudiantes, otros esperaban pacientemente por nuevos inquilinos.

Gracias a la gestión inmediata del director nos trasladamos del piso catorce de un edificio al diecinueve del otro. Las diferencias entre uno y otro eran abismales. El roce internacional lo aportarían tres becarios de la República del Congo con quienes compartiríamos la nueva habitación. Comparado con el hospedaje anterior, el 19 lucía esplendoroso, con huellas más o menos frescas del verdadero confort que el edificio debió exhibir en La Habana de los 50.

Sin embargo, para dormir en las nuevas literas debimos esperar una semana más. Aún sin la angustia de tener que procurar un techo, ya habíamos resuelto retornar a la provincia para quizás un último avituallamiento de protección y cariño.La primera estancia en la capital fue fatigosa, aunque en aquel septiembre era difícil pronosticar la cantidad de acontecimientos que todavía ocurrirían en nuestra islita y en el mundo en 1989 que se añadirían al cansancio.

Las dificultades abundaron en ese curso 89-90, con todos los golpes que la historia le propinó al llamado socialismo real. Complejos también resultaron los siguientes períodos que conformaron uno mayor llamado eufemísticamente especial. Cuando me gradué en el 94 mi amigo Frank ya no estaba para compartir las posibles tribulaciones que nos tenía reservada la vida laboral, un absurdo incidente acabó con su vida a inicios del también terrible 1993.

Mucho tiempo después, conversando con una amiga colombiana coincidimos en lo frecuente que mis compatriotas utilizaban la frase de “no e’ fácil” para referirse a las mil y una situaciones del día a día en la isla. Estábamos otra vez en la fase inicial de un tiempo, los albores del siglo XXI y en La Habana la vida seguía siendo difícil para una gran mayoría.

Por casualidad mi amiga se hospedaba en una recién restaurada edificación convertida en hotel para periodistas a pocos pasos de mi antigua facultad universitaria. Hacía casi una década que no pasaba tan cerca de la emblemática casona y el recuerdo de mi primer curso allí desplazó todos mis pensamientos de la noche. No fue fácil comenzar aquí, pensé. Por suerte los amigos que hice en aquellos semestres se ocuparon de hacer la estancia menos dura y algunos, los más entrañables, convirtieron la complicidad en un acto simple y cotidiano. De eso, entre otras cosas, se trataba la vida hace 20 años.

miércoles, mayo 13, 2009

Resumen de observación no participativa


Lugar: Parada cerca de la Estación de Swiss Cottage (Noroeste de Londres)

Hora: 2 p.m. (Una hora antes de que mataran a Lola, evento que viene a propósito con el tema que se discutirá)

Objeto de observación: Dos mujeres de raza negra que esperan por un ómnibus y conversan en un idioma que parece español de la isla (El observador duda, hay cierto regodeo en las vocales que lo confunden, lo halla más parecido al acento puertorriqueño).

La acción: Prosigue la espera, pasan dos rutas que no son las que escogen ni el observador ni las observadas, que también sostienen un coche en el que un mulatico de poco más de un año cabecea adormecido. La conversación continúa, hace un sol inusual en esta tarde londinense y la escena bien podría estar ocurriendo en algún lugar del Caribe.

El observador se mantiene alerta, no quiere interferir en la escena, ahora que las dos observadas han aumentado el ritmo y las palabras se suceden a intervalos más cortos. No obstante, el observador duda. Una de las observadas mira hacia la información impresa en la parada, hacia la calle que está llena de autos, pero no de los aguardados autobuses rojos de dos plantas y exclama:
¿Cuándo pinga va a venir la guagua esa?

Al observador no le quedan dudas, teoriza que la nacionalidad puede expresarse a veces sólo con una palabra.

¡Y en eso, su espera concluye!

jueves, enero 15, 2009

Lecciones de Historia: Curso 87-88


Recuerdo 1987 como el año de la Perestroika, aunque también se habló mucho en él de la Rectificación de Errores, el tímido equivalente cubano de la gran oleada reformista que envolvió a más de un país de Europa del Este y que, a la postre, acabaría con el socialismo como sistema. Es curioso, los nacidos en ese año, como mi sobrina Anna, no tienen memoria de la Unión Soviética, ni de cómo era la vida en la parte del Viejo Continente que siempre aparecía sombreada en rojo en los atlas impresos en Alemania (“¿democrática?”) que nos distribuían como material escolar.


El 87-88 aparentaba ser un curso de cambios, al menos una especie de llamada de alerta sobre lo que hasta ese tiempo había sido el país, y el mundo en el que habitaba tranquilamente mi generación. Y digo tranquilo, porque comparados con la década siguiente, cuando ambos lugares sí experimentaron transformaciones radicales, los finales de los 80, para un estudiante de undécimo grado, resultaban intrascendentes.

Visto desde la distancia y de un presente con más preocupaciones, aquel año se me antoja educativamente aburrido, aunque en lo personal estaría marcado por sucesos impactantes y dolorosos. En el mes de julio mi padre se despedía de la vida, dejándonos a mi hermano y a mí un tanto incapaces de valorar la magnitud de la tragedia. En el mismo verano, acostumbrándome a la ausencia de mi viejo, los Juegos Panamericanos de Indianápolis despertaron un desconocido espíritu competitivo y voluntarioso. Los amigos marcarían ese septiembre como el de mi interés por los récords de atletismo y las carreras de medio y largo fondo.

No tengo memoria del acontecer diario, del entusiasmo que las jornadas de discursos, eventos y congresos sobre la “rectificación” debieron causar en mis compatriotas. Supongo que vivíamos sin expectativas, creyendo en la súper publicitada frase relativa a la grandiosidad del año 2000. Nosotros éramos la generación del futuro y sólo a este debíamos rendirle cuentas; el presente transcurría como una larga y estupefaciente época en la que estábamos inmersos. Por cierto, el dos mil llegó más desapercibido de lo que se esperaba, como dirían los aseres del barrio: nos dejó tremenda raya.

Quizá la señal más evidente del cambio en el curso escolar 87-88 lo fueron nuestras asignaturas, sobre todo Historia. Hasta ese grado habíamos recibido instrucción según manuales voluminosos que abarcaban períodos anteriores al contemporáneo. Ahora estudiaríamos los acontecimientos del siglo XX e incluso nuestras propias décadas anteriores. Para mayor sorpresa, los volúmenes del programa no eran los acostumbrados textos encuadernados en tapa dura, sino unos cuadernos menos gruesos.

Por la tipografía, similar a la de las páginas salidas de un habitual mimeógrafo, era fácil adivinar que habían sido impresos a la carrera, tal vez en los mismos meses veraniegos en los que yo disfrutaba de los triunfos de los atletas en los Panamericanos. No sé si seguirían el estilo de Sputniks y Novedades de Moscú, pero los textos traían un poco más de información sobre los sucesos de Hungría en el 56 y las huelgas del sindicato Solidaridad en la Polonia del 80.

Aquel tema nos era desconocido por completo. Residíamos en una nación “emergente” y nos educaban según un modelo de conocimiento en el que, como ya dije, interesaba más el futuro que el presente, y el pasado aparecía tan fragmentado y lleno de zonas oscuras que a veces resultaba mejor no preocuparse demasiado por él, y darle más crédito la idea casi lógica de que era un tiempo “superado”, derrotado por la avasalladora presencia de nuestra actualidad.

Sin embargo, creo que los nuevos libros de Historia avivaron en algunos de nosotros un interés por mirar al pasado de otra manera. Sería muy pretencioso afirmar que contribuyeron a darnos cuenta de que estudiábamos una versión editada de los acontecimientos anteriores, pues nuestras fuentes de información eran tan selectas y similares que no había casi margen para comparar. Así y todo, tales clases y debates espontáneos que empezaban justo cuando terminaban las lecciones, dejaron un sentimiento de decepción y desconfianza.

Y hasta causa risa, pues ahí estábamos, en la Escuela de Nuevo Tipo, la institución donde se formaban quienes sacarían al país del subdesarrollo. Para ello recibíamos el doble de contenidos que nuestros colegas de otros pre-universitarios, nos esforzábamos por resolver complejos problemas de Matemáticas y Física, y pasábamos mañanas y tardes en laboratorios de Química y Biología. En aquellas sesiones, algunos profesores se entusiasmaban con nuestro aprendizaje y nos conminaban a dudar de todo, y a creer en las posibilidades infinitas de teorías y experimentos. De esa manera se nos preparaba, decían, para el futuro.

Quizá el optimismo de nuestros maestros de ciencias era circunstancial y hasta puede que subversivo. Lo cierto es que las lecciones de Historia, amén de las discusiones y lo “nuevo” del programa generalmente no propiciaban los mismos niveles de excitación. A lo mejor los propios profesores tuvieron parte de responsabilidad, pero no quiero culparlos. Fue justo en aquel curso 87-88 en el que nos enteramos de los “problemas” del socialismo europeo, cuando descubrimos además que el novedoso programa también tenía sus limitaciones.

Lo supimos de golpe cuando llegó la temporada de exámenes. Antes nos habían repetido hasta la saciedad, que el programa de la asignatura se debía a la política de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas que meses atrás había emprendido el gobierno y que, por si a alguno de nosotros se le había olvidad la cantaleta de la lucha ideológica, probaban una vez más que el socialismo era irreversible.

En la pregunta que incluyeron sobre el tema en el examen final cualquiera podía intuir que buscaban una respuesta así de lapidaria. Solo que nuestras pruebas, concebidas en las oficinas habaneras del MINED*, no sólo venían con incisos que debíamos contestar para obtener las codiciadas notas, sino también con repuestas. Ignoro de qué modo suponían que todos los estudiantes del país arribaríamos a las mismas conclusiones, pero por sí o por no, cada examen llegaba con su correspondiente “clave” que nuestros profesores luego usarían para revisar y calificar, es decir, una lista a veces bastante corta de lo que debíamos haber respondido para conseguir la máxima puntuación.

La clave de aquel curso trajo un polémico y, para nosotros escandaloso, acápite respecto a la pregunta sobre los sucesos en Europa Oriental. No importaba cuán exhaustivo hubiéramos hecho el recuento de lo ocurrido, o cuán perfecta hubiera sido nuestra redacción, si no aparecía textualmente que los eventos evidenciaban que “el socialismo era superior al capitalismo” perdíamos dos miserables, pero a la larga importantes, puntos.

De poco valieron protestas, reuniones y si se quiere explicaciones influenciadas por conocimientos de semiótica que no poseíamos. La frase tenía que mostrarse exacta en los exámenes, nada de “está implícita” o “se infiere”. Muchos terminamos con 98 en Historia y puede que con la certeza de que nuestra educación, tan avanzada y vasta en el apartado de las ciencias exactas, dejaba mucho que desear en las asignaturas que también debían ayudarnos a pensar y a formarnos una idea de quiénes éramos y de cómo era el país donde por azar, o por ley universal, residíamos.

Tal vez en aquellos años cualquiera podía imaginar que el futuro nos transformaría a todos en autómatas programables cuya única preocupación sería la conquista del porvenir, porque para eso se vivía en el presente y el pasado no importaba pues entonces la tecnología era atrasada e ineficiente. Y puede que en las noches nos asaltaran esas pesadillas futuristas aún cuando muchos todavía vivíamos en casas con paredes de madera, cocinábamos con queroseno y veíamos la televisión en blanco y negro.

De la superioridad del socialismo... en realidad no nos dimos cuenta. El curso siguiente no incluyó a Historia en la lista de asignaturas. En los años posteriores pasamos de estudiantes a protagonistas o espectadores de los acontecimientos que vendrían y para entonces las “claves” habían dejado de ser necesarias. La sucesión de eventos, las llamadas de atención, las lecturas, los turistas, la crisis y el copón divino se ocuparon de poner en su lugar a los funcionarios que a finales de los 80 habían intentado convencernos de que la ideología y los dogmas podían reformar la eternidad para beneficio propio, o que la Historia era sólo una versión retocada y selectiva de acontecimientos, o que el conocimiento, para que surtiera efecto, debía ser reducido y limitado.

*Ministerio de Educación en Cuba