viernes, julio 15, 2011

Cize, para los amigos.

Leí por primera vez sobre Cesária Évora en 1994, justo el año en que comenzó a ser famosa. Una amiga habanera me envió un paquete con “informaciones culturales” (algunos ejemplares de El País, de la desaparecida y excelente revista argentina La Maga y folletos sobre actividades y eventos que preparaba la Casa de las Américas. Al año siguiente me convertí en un oyente habitual de Radio Exterior de España y gracias a su Diario Hablado Cultural, pude seguir la naciente carrera internacional de la caboverdiana, al menos por un tiempo.

Otra amiga, a inicios del 2000, me envió su disco São Vicente di Longe, pero siempre me quedé con aquello de buscar el álbum que la lanzó y sobre el que había leído en 1994. Me lo regalaron en el 2002, doce años después que saliera. Para esa época estaba más familiarizado con la morna y el quehacer musical de La diva de los pies delcazos.

Pasaron ocho años para que asistiera por primera vez a uno de sus conciertos. En mayo de 2010, Cesária estuvo en el Barbican, mi teatro favorito para los conciertos londinenses. Confieso que a pesar de haber leído un poco más sobre la cantante, la experiencia de verla superó todas las expectativas. En lo que había consultado, siempre sobresalía su sencillez, pero imaginaba que se trataba de la explicación lógica de observadores occidentales acostumbrados a tratar con otro tipo de “divas”, que siempre se asombran al descubrir a alguien tan de carne y hueso.

El concierto del Barbican fue sencillo. Para Cesária Évora sería uno más, sin que el hecho de que ocurriera en Londres o Nueva York resultara particularmente importante. Ella se limitó a cantar, indiferente a la reacción de un público que la ovacionaba al término de cada canción. La fama, en su caso, se lleva tan a la ligera que resultaba inexplicable. Cesaria es una diva singular, campechana, segura de que su lugar en el escenario, por primordial que sea, se limita a dejarse escuchar. Y cuando supone que ha cumplido su función, basta decir ya y regalarle al público un gesto que confirma también el final.

Si la sobriedad de Cesaria en el concierto del teatro londinense me sorprendió, la otra sencillez, el modo en que lleva su vida, me dejó sin palabras. Lo comprobé tras ver el documental que la televisión estatal portuguesa RTP y Lusáfrica exhibieron el pasado 17 de septiembre. Los realizadores se trasladaron a São Vicente para descubrir la verdadera Cesaria, aunque aclaro que hay mucha diferencia entre la cantante famosa y la más conocida habitante de la isla caboverdiana.

Fuma incontrolablemente. Es rara la escena en que no aparece con un cigarro en los dedos. El documental se detiene en un momento de una actuación en Tel Aviv en el 2009, cuando ella se dirige al público, siempre en criolo, para anunciarles que los va a dejar con sus músicos para “un cigarrillo”. Lo fumó allí mismo, delante de los espectadores.

En São Vicente, Cize (como la llaman todos) gusta de pasear en auto por las noches. Su chofer y quién la acompaña, la llevan por las calles oscuras de una ciudad que apenas tiene vida nocturna, y donde los que le salen al paso le muestran la misma familiaridad de siempre.

Puede que en las grandes urbes europeas la traten como la superestrella que es, la cantante que desde 1994 se convirtió en una leyenda musical que llena los teatros más famosos. Sin embargo, en Sao Vicente, Cize parece una habitual señora de pueblo, conocida y reverenciada por los vecinos que la saludan al pasar como harían con alguien a quien han visto toda la vida, ocupada en simples tareas cotidianas.

Los recorridos nocturnos de Cesária sólo tienen una función placentera. Quizá se trata de la misma ruta que recorría a pie veinte o treinta años atrás. Y cualquier paseo puede tener un fin inesperado, como el de la escena en que la comitiva se detiene en casa de una conocida a comprar unos kilos de frijoles para la feijoada del día siguiente.

Fue en París donde comenzó la fama de Cize y es la ciudad en la que todavía tiene sus sitios preferidos, como la tienda donde compra sus trajes para las presentaciones o la peluquería en la que le trenzan y extienden el cabello. Son dos establecimientos poco glamorosos, si se piensa en los lugares hyperexclusivos que una artista de su talla debiera frecuentar. No obstante, son tan de ella como cualquiera de los sitios de Sao Vicente. Cesária es tan fiel a su vestuarista y peluquera como cualquiera de quienes la siguen en sus conciertos. Como ella misma dice, si tiene tantos fans, lo más lógico es tornarse fan de otros. Así de terrenal y espontánea es la vida de esta celebridad local y africana.

Tengo una teoría personal de que en la sencillez está la grandeza y Cize es un buen ejemplo.

sábado, julio 09, 2011

Vidas al norte del paralelo 38


De Pyongyang recuerdo pocas imágenes, (aunque esto es más generacional que otra cosa) casi todas relacionadas con las transmisiones del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. El verano del 89 fue la mejor oportunidad que los norcoreanos encontraron para mostrarle al mundo, al menos así lo creyeron durante unos días, el "milagro" del país comunista asiático. En las ceremonias de inauguración y clausura, miles de coreanos se agruparon en composiciones gimnásticas que han hecho famosa a la porción norte de la península coreana.

Puede que los norteños se esmeraron tanto en aras de contrarrestar el éxito comercial de las Olimpiadas de Seúl. Un año antes, los Juegos Olímpicos abrieron infinidad de puertas para el comercio, el intercambio cultural y sobre todo, para el despegue tecnológico que a la larga convirtió a la capital sudcoreana en la ciudad mejor conectada del mundo. De cualquier manera, los cubanos no fuimos espectadores de ese desarrollo, como tampoco de las competiciones de 1988, que privaron a muchos atletas de la isla de convertirse en campeones olímpicos por primera vez. Sin embargo, en la televisión nacional no cesaron de transmitir las imágenes de Pyongyang y los preparativos del Festival.

Para alguien habituado a imágenes caóticas de compatriotas apurados, Pyongyang parecía una ciudad perfecta. Los rascacielos socialistas sobresalían en inmensas avenidas sin tráfico. Según decían, los coreanos preferían el metro, aunque en realidad pocos podían darse el lujo de tener un automóvil. En las calles apenas se veían rastros de basura o escombros, tan diferentes a las escenas que un año antes había presenciado en Monte y Reina, y que seguirían caracterizando muchas estampas habaneras de los próximos cinco años.

De la capital norcoreana apenas supimos más en los años siguientes, a no ser por los relatos comedidos de nuestra colega Che-Jong Hee, hija del agregado militar en la embajada habanera, que cursaba estudios en nuestra facultad y era, de lejos, la extranjera con el mejor español posible. Me pregunto a veces qué habrá sido de ella al cabo de 20 años. Nunca escuché nada más de la RPDC. A pesar de los supuestos vínculos entrañables, las informaciones sobre la nación asiática era tan raras como los reportes que los noticieros nacionales escogían para referirse a los cambios en la Europa del Este.

Cuando gozaba de la “miel del poder”, el hoy casi olvidado Roberto Robaina, accedió a un encuentro con los estudiantes de la Facultad de Periodismo. Eran los tiempos de Súmate y Stoy contigo, resumidos por aquella frase tan incierta como lo que vendría: 31 y pa’lante. El futuro canciller-futuro defenestrado públicamente, llegó decidido a promocionar su tremenda campaña para dotar a la Unión de Jóvenes Comunistas de una nueva identidad visual.

En un momento de su larga intervención, le dio por teorizar sobre el carácter nacional. Puso énfasis en la innata desorganización de los cubanos, en cuán falso resultaba una común aspiración al orden. Para ejemplificar su comentario aludió a esos esfuerzos de maestros de primaria cuando sacaban a sus alumnos a la calle y esperaban que caminaran ordenaditos y sin chistar; “como si fueran coreanos”, bromeó el entonces Primer Secretario.

Con la muerte del “gran líder”, las novedades norcoreanas dejaron de ser escasas para volverse inexistentes. Nada se habló del período que siguió en el país, cuyos habitantes se enfrentaron a una terrible hambruna que según afirman algunos, provocó la muerte de al menos 1 millón de personas. Mientras tanto, tal vez inspirados en la idea Juche, el gobierno del “querido camarada” se ocupaba de estúpidas escaramuzas militares con los vecinos del sur.

Fuera de Cuba, como es lógico, cualquiera puede informarse de cómo funciona la RDPC y se vive al norte del paralelo 38. Aunque, a decir verdad, las noticias son limitadas, a no ser las que especulan sobre el posible destino de sus arsenales nucleares. Poco se sabe sobre cómo viven sus ciudadanos de a pie.

En el mes de junio de 2010, la periodista Sue Lloyd-Roberts de la BBC realizó una serie de reportajes sobre Corea del Norte en los que intentó precisamente eso: revelar, de algún modo, la vida cotidiana. Siempre vigilada por oficiales y por su traductor, Lloyd-Roberts trató de desviarse, sin mucho éxito, del guión que le impusieron. Así pudo filmar las tímidas aperturas a la propiedad privada en el país más cerrado del mundo y captar el evidente descontento de sus guías ante una realidad que no pudieron ocultarle.

La periodista británica también fue llevada a una granja a pocos kilómetros de la capital y visitó la casa de uno de sus trabajadores. Allí la recibieron con una mesa llena de manjares típicos y hasta con frutas exóticas: plátanos. Difícil creer que lo que se mostraba correspondía a las provisiones habituales de un simple hogar norcoreano, pero sus entrenados anfitriones respondieron que se trataba de una ocasión especial, el cabeza de familia cumplía 60 y se retiraba.

La escena me resultó demasiado familiar, no sólo por el sinfín de chistes que aludían al NTV como el único lugar donde se veían viandas y vegetales a inicios de los 90. Experiencias similares a las de Lloyd-Roberts fueron narradas por el escritor Félix José Hernández hace unos años. Sin embargo, los reportajes de la BBC se transmitieron con el testimonio de refugiados norcoreanos viviendo en Corea del Sur. La posibilidad de que existieran personas que hubieran escapado la mayor cárcel del mundo me asombró sobremanera.

Hace poco leí la historia de Rhee Kyong-mi y su accidentado escape de la dividida nación en la que nació en 1990. Rhee vive ahora en Sudcorea y asiste en Hanawon a un centro por el que pasan los recién salidos de la RPDC donde les enseñan a hacer compras y a usar un teléfono móvil. Además de las acciones del día a día, Rhee y el grupo de refugiados que el centro acoge, son observados por un equipo de psicólogos y sociólogos. Centros similares existen en Corea del Sur, con el objetivo de preparar a los recién llegados a enfrentarse al modo de vida sudcoreano, a las tiendas y supermercados abastecidos, a la efectividad del transporte público y a las tecnologías de la información.

Salir del Corea del Norte es casi tan difícil como los proyectos de viaje que mis compatriotas inventan y, así y todo, realizan. Para llegar al sur, Rhee tuvo que escapar a China, donde trabajó en un centro de llamadas eróticas destinado a clientes sudcoreanos. Sin embargo, al poco tiempo fue denunciada a las autoridades y deportada. Sobrevivió a un campo de trabajo para “contrarrevolucionarios” hasta que su hermana, que había huido años antes, consiguió el dinero suficiente para que un “protector” sobornara a los guardias y facilitara su escape a China. De ahí fue llevada en bote, y a veces a pie, hasta Tailandia y finalmente vía aérea a Seúl. El viaje costó unos diez mil dólares.

De todas estos recientes relatos sobre Corea del Norte, la existencia de estos centros me ha parecido lo mejor. Puede que estos hayan surgido de un razonamiento simple y terminante: la vida al norte del paralelo 38 dista mucho de ser eso, vida, y las maneras de convivencia anteriormente aprendidas por quienes logran escapar sirven poco en el lugar de acogida. Antes que ponerse a debatir las bondades del comunismo norcoreano, los organizadores de estos centros optaron por soluciones prácticas. Se trata de potenciar un proceso de aprendizaje que sea lo menos traumático posible.

Salvando las distancias, muchos compatriotas se beneficiarían de centros como este, aunque las experiencias migratorias difieren y en algunos países los recién llegados deben obligatoriamente pasar por instituciones similares a las sudcoreanas. Sin embargo, creo que sus proyectos personales y nivel de autoestima mejorarían mucho, sobre todo en los primeros años, si siguieran un proceso gradual de adaptación al nuevo país, si se dedicaran a comprender las instituciones y la sociedad, la cultura y las costumbres y los deberes cívicos. Y no es que los recién llegados desde la isla no posean nociones sobre todo esto, pero la vida cotidiana demuestra que el conocimiento anterior precisa de una revisión. No hay dudas de que algunos la harán más conscientes que otros, y esos, como Rhee, encontrarán su nueva vida más provechosa, aunque para la gran mayoría de habitantes del planeta su tierra de origen siga siendo una gran incógnita.