lunes, septiembre 10, 2012

Otra vez pensando en Cuba en Londres


En los años 80, la revista Somos Jóvenes, en aquel entonces una de las más seguidas por los adolescentes y jóvenes que, como yo, habitábamos una escuela interna, recomendó cien libros para la juventud. La lista, con sus claras omisiones (sólo incluían a los publicados en Cuba), se mantuvo durante esos años como una especie de guía para quienes buscaban un conocimiento mucho más abarcador que el que propiciaban aulas y maestros.

Y que conste, a pesar del lógico adoctrinamiento (eran todavía tiempos de la Guerra Fría) y la enseñanza orientada a la exaltación del socialismo como el mejor sistema posible, en aquellos años se premiaba al interés por indagar más allá de los programas y planes de estudios. Antes que preocuparse por cuán bien se dominara el “pensamiento” de históricos líderes revolucionarios, algunos profesores se interesaban más porque nos ocupáramos de la gran literatura o las historias interesantes y asombrosas que propiciaban las ciencias exactas, gracias a los volúmenes de Física y Matemáticas Recreativas del gran Yákov Perelmán.

Supongo que algunos tomaron la lista de Somos Jóvenes y decidieron, en el espíritu competitivo de aquella edad, leer uno por uno los libros seleccionados. Otros, con la holgazanería propia de la adolescencia y la sensación de que había demasiado tiempo en el futuro para todo, se consolaron pensando que muchos de los títulos de la lista serían incluidos en actuales y futuros cursos de Literatura Universal, Medieval, Española o Hispanoamericana. ¿Para qué apurarse entonces?

Entre las obras enlistadas había una que no apuntaba a elementales referencias literarias (al estilo de Cien Años de Soledad, Las Ilusiones Perdidas o La Ilíada), aunque sí se anunciaba de manera muy grandilocuente y ridícula: Decadencia y caída de casi todo el mundo. Su autor, Will Cuppy, resultaba un perfecto desconocido, incluso para entusiastas de la lista que uno encontraba en su círculo más cercano de la ESVOC Ernesto Guevara en Santa Clara, por supuesto, el sitio donde ocurrían todos los eventos en mi vida de escolar adolescente.

Lo que ese estudiante de secundaria desconocía era que aquel pequeño texto de tapa verde o blanca (según la edición que uno poseyera) se había convertido en una especie de libro de culto y en virtud de tal status, había desaparecido de la gran mayoría de librerías cubanas. Con el tiempo descubrí a más de una generación de humoristas visiblemente influenciados por la prosa y picardía de Cuppy, desde los Nos-y-otros Luis Felipe Calvo y Eduardo del Llano hasta el coterráneo Carlos Fundora.

Sin embargo, mi primer encuentro con el ejemplar ocurrió muchos años después de la publicación de aquella lista. Había leído fragmentos aparecidos en otras revistas o seriados en formato de historieta en la propia Somos Jóvenes, pero no había podido hacerme del texto completo. Sobre él conversé algunas veces con mi amigo Frank, que comenzaba a fanatizarse con la historia y sus grandes personajes. Hablábamos de la capacidad de Cuppy para entretener, para narrar de manera real tantos disparates cometidos en nombres de la fe o de las ideologías y nos preguntábamos, claro está, si todo lo que aparecía en las páginas de aquel librito sería creíble.

Al poco tiempo, Frank me sorprendió con un regalo, nada menos que The decline and fall of practically everybody, la edición de 1971, Instituto Cubano del Libro, la famosa de tapa verde, pues había otra, perteneciente a la Colección Cocuyo con portada y reverso en fondo blanco. Aquel libro, con una dedicatoria insuperable, como la que escriben los buenos amigos, fue motivo de lecturas y re-lecturas y de muchas tardes de incontables risotadas. Para mí sería el mejor antídoto para enfrentar el clima de desánimo e incertidumbre que ensombrecía La Habana y todo el país durante lo más especial del “Período”, según un poeta villaclareño.

Terminado el año 93 y concentrado en otras lecturas, Decadencia… pasó a ser un ejemplar de referencia en un lugar privilegiado del pequeño librero tras la puerta de la sala. Sin embargo, ahí no duró mucho. Mi primo Camilo lo descubrió en uno de sus viajes de avituallamiento a Santa Clara y se lo llevó con él para su apartamento en La Campana, en las lomas del Escambray. Y allá quedó también para ser leído y re-leído.

Una vez que intenté recuperarlo me fue prácticamente imposible. Camilo había quedado tan entusiasmado con las historias de Will Cuppy, que le resultaba inadmisible separarse de mi ejemplar. Por suerte, me topé con otro gracias al empeño de aquellos emprendedores libreros por cuenta propia de la calle Marta Abreu, cuando aún esa actividad no se había vuelto tan popular. Entonces se lo troqué a mi primo por el casi cuaderno verde con la dedicatoria de Frank que volvió a su puesto en el improvisado librero.

Luego le perdí la pista. Yo emigré y mi casa cambió de dueño. Algunos libros se salvaron, otros quién sabe dónde terminaron. Todo este preámbulo sirve para ilustrar la sorpresa que me llevé hace pocos días, paseando por el elegante barrio de Marylebone, que es famoso por sus boutiques y cafés exclusivos, pero también por una tienda de libros de segunda mano en la que se encuentran verdaderos tesoros literarios y musicales.

Allí, en la sección de humorismo, me topé con el viejo Cuppy. Al hojear el texto, comprobé que la tan entrañable edición cubana es sólo un fragmento de la que el escritor norteamericano consideró su obra maestra. En ella trabajó durante años, con la profundidad de un conocedor y la rigurosidad de un académico y es que, por muy cómico que parezca, ningún dato que ofrecen las viñetas del libro resulta desacertado.

Helena me lo compró, imagino que también con la curiosidad de quién ha escuchado más de una vez referirse a The decline… y justo a pocos pasos de la librería comencé a leer y a comparar. Quería comprobar si en el inglés original, el autor sonaba tan hilarante como en la versión cubana. Dos o tres carcajadas más tarde, no me quedaba ninguna duda.

Pensé que mi amigo Frank, sea cual sea la dimensión en la que se encuentre, estaría la mar de contento.