domingo, noviembre 15, 2015

Los iluminados salvadores de Cubanistán

(c) Jean Jullien
Los ataques de extremistas islámicos en la ciudad de París son tristemente una nueva acción en la lista de eventos que nos dejan desesperanzados y ansiosos. Terrorismo y extremismo son sinónimos, pienso yo, fenómenos que hasta en el mejor de los casos pueden incluirse en una relación causal: los extremistas, en muchas ocasiones, llegan a entender el terror como la mejor arma, la más certera justificación para su causa. Estos días de tragedia en la Ciudad Luz y en otros tantos lugares siempre me recuerdan a todas las víctimas de estos hechos, las que mueren en el acto y las que perecen luego, por reacciones derivadas del extremismo, en circunstancias más bien absurdas.

Jean Charles de Menezes, el brasileño asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él “parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo acribillaron.

Por esos días me alojaba en casa de un amigo en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.

Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo. Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano. Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.

Así que uno de esos días de película, de estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño, o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de dirigirme miradas de desconfianza.

Los oficiales determinaron que yo no representaba una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.

Luego me dieron una especie de recibo al terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros” o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar, Ahmed o Jair.

Porque hay dos realidades o muchas más que dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi nadie me toma por nacional.

Por eso cuando veo y leo lo que comentan algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no importa; los demás, tampoco.

Son esos quienes tal vez nunca contemplarían hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos, una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes? Casi nadie.

Sin embargo, ellos insisten en analizarlo  todo según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo, la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta humanidad que somos todos.

martes, septiembre 22, 2015

De ruinas, abandonos y la poderosa atracción del espacio vacío

(c) James Seith
El reciente reestablecimiento de relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos ha vuelto a poner a la isla caribeña en el centro de las miradas de interés de todo el mundo. A pesar de que el país ha vivido ciertas etapas aperturistas desde que abriera sus fronteras al turismo internacional a mediados de los años 90, pocos eventos auguran un impacto mayor que la posibilidad de vínculos regulares y estables entre estos dos grandes históricos enemigos, cuya rivalidad ha marcado los últimos 56 años de la reciente historia bilateral.

Si hay una palabra para definir el sentimiento mutuo con el que ambos países han recibido estos trascendentales anuncios, más allá del esperado rechazo de los sectores opuestos a tal acercamiento, tal vez sea curiosidad. Al norte y al sur del Estrecho de la Florida los habitantes de ambos países, en calidad de espectadores privilegiados gustarían de acercarse a la realidad de cada orilla, sondear el paisaje visible, formarse una idea de lo que constituye cada vista, por muy convencidos que estén de conocer al dedillo cómo funciona cada nación según las descripciones e imágenes que los medios de prensa de cubanos y norteamericanos, desde una óptica peculiar y obedeciendo a circunstancias muy coyunturales han trasmitido durante todos estos años de beligerancia.

Tal vez para adentrarse en semejante proceso los nacionales cuentan con una clara ventaja. A pesar de que dentro de las fronteras cubanas se alentó más la desconfianza hacia la naturaleza decadente del vecino del Norte, también es cierto que en los tiempos de la Guerra Fría nunca disminuyó el repertorio de imágenes sobre los Estados Unidos en la televisión y el cine de la isla. De manera que los cubanos disponían de una representación - si bien imprecisa- de las ciudades, el estilo de vida y las costumbres norteamericanas. Los del Norte, en cambio, apenas contaron durante ese tiempo con versiones exactas de Cuba, más allá de las que acompañaron a esporádicos reportajes críticos con la Revolución. No el balde todavía para una gran parte de norteamericanos, la primera y puede que única referencia a Cuba sea la de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando la pequeña isla figuró en el imaginario estadounidense como la presunta amenaza del fin.

Cuando ahora a algunos estadounidenses les pique la curiosidad por viajar a la isla, es probable que en su plan exploratorio encontrarán varias sorpresas, propias de la primera vez, de lo desconocido. Como tantos otros visitantes previos, es lógico el asombro ante los anacronismos cotidianos, esa percepción inmediata de objetos que insinúan el arribo a un sitio detenido en el tiempo.
(c) Werner Pawlok

Sin embargo, la supuesta avalancha de norteamericanos a la que Cuba parece estar condenada, según opinan algunos medios de prensa de Estados Unidos y Europa, también ha encontrado sus críticos. El temor fundamental alude al peligro que representan, además de la llegada masiva de turistas norteamericanos, el arribo de empresarios de ese país y de las conocidas cadenas de comercios y servicios que despojarán a La Habana y al resto de la isla de su actual encanto. Se diría que cunde el pánico ante la inevitable “americanización” de la isla, un término de por sí contradictorio, pues más de un estudio ha demostrado que Cuba y, sobre todo, su capital se moldearon cultural y arquitectónicamente a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en especial en las décadas del 40 y el 50.

Cuando el pasado mes de marzo el popular presentador televisivo norteamericano Conan O’Brien visitó La Habana para filmar allí una edición especial de su conocido show, también se unió al creciente coro de los que pronostican un cambio radical. Frente a unos ubicuos restos de varios edificios, O’Brien nombró a Starbucks, McDonalds, KFC y otras firmas asociadas a la influencia norteamericana, como las potenciales inversoras que se instalarían en las ruinas habaneras. Con cierta pesadumbre, el comediante no celebró la probable recuperación de espacios hoy inutilizados, cuyas paredes y fragmentos dificultan imaginar el supuesto prodigio arquitectónico que el edificio representó, puede que apenas dos décadas atrás, cuando todavía era un inmueble útil y servía de hogar a una o varias familias habaneras o funcionaba como un local que ofertaba algún que otro servicio a la comunidad.

Quizás existe una dualidad irreconciliable entre las percepciones sobre La Habana que se producen dentro y fuera de Cuba. Fronteras adentro las ruinas se analizan de modo simple, con el pragmatismo nacional originado en la diversidad de todos los pasados revolucionarios: el épico, el austero, el de bonanza y el crítico, y matizado por las exigencias de la vida cotidiana. Los restos de derrumbes con los que el transeúnte se topa, significan para el cubano medio poco más que lo que son: ruinas. Carecen tal vez de la impresión que provocan en los visitantes extranjeros, quienes casi siempre aparentan una mayor capacidad para entender el significado de estructuras que el tiempo ha dejado incompletas. Tal admiración obedece más a la confirmación de las escalas en una ruta conocida que a la sorpresa  por el descubrimiento en sí. Como los peregrinos del Camino de Santiago, que acumulan cuños como prueba de las diferentes etapas hasta la capital gallega, así recorren las calles habaneras decenas de turistas, cámara en mano, con la expectativa de que el lente capte los edificios mutilados que encuentran en su camino, que luego eternizarán la observada realidad citadina, según la llamada Estética del Período Especial, bajo la cual estudiosos agruparon las varias representaciones de una Habana en decadencia, a mediados y a finales de la peor crisis vivida por la ciudad (1990-1995).

En ese entonces y en los albores de la Internet, comenzaron a circular imágenes de Cuba en las que habitantes y ruinas convivían en perfecta simbiosis. Tanto unos como otros emergían semidesnudos: los nacionales, ligeros de ropa ante los rigores del clima tropical o como resultado de la escasez; las ruinas, carentes de afeites, en su más puro estado intemporal, como retazos de lo que fueron alguna vez.

II.
Contemplar las ruinas es parte de la experiencia del visitante. En La Habana actual se trata de una actividad inevitable, aunque resulte evidente que el propio acto de observación suponga el reconocimiento de una barrera, una separación entre quien observa y lo observado, sobre todo en el caso de turistas extranjeros. A ellos corresponde la expresión lastimera ante el desastre, que puede ser mayor o menor en dependencia de la información previa de que dispongan acerca de lo que observan, aunque nunca faltan guías preparados, capaces de comentar la vida anterior de un inmueble derrumbado. Algunos quizá, hasta recordarán el momento exacto en el que el antiguo portento arquitectónico dejó de serlo, porque cuando un edificio se desploma, sucede como un evento inmediato, finito. De golpe se altera el paisaje de la cuadra donde se localizaba y cambia la vida de sus habitantes, si es que estos se habían mantenido viviendo con el riesgo del inminente derrumbe y sobre todo, si lograron salir ilesos de la tragedia. Los sobrevivientes comprobarán de repente que el espacio familiar ha desaparecido y ahora desplazados deberán procurar una salida que en la mayoría de los casos implica la adaptación a otro espacio. De la vivienda anterior sólo quedarán memorias imposibles de replicar en un nuevo hogar.
(c) Cubaenvivo.net

No deja de ser curioso imaginar que con cada derrumbamiento, se esfuman también las dimensiones de una existencia conocida, la sensación de pertenencia y privacidad que otorgan la tan ordinaria disposición en el espacio de paredes, puertas y ventanas. Las ruinas de una edificación, sobre todo las carentes de cualquier exagerado valor histórico, atesoran sólo recuerdos de vidas anteriores. En ellas, luego de la inutilidad, no es posible una existencia futura y así languidecen, aunque la prodiga naturaleza las cubra de follaje y fauna peculiares.

Los humanos, por su parte, las contemplarán como la señal del descalabro y poco a poco las añadirán al conjunto personal de visiones intrascendentes, demasiado ocupados como andarán en la sobrevivencia. De todos modos, cada ciudad tiene sus propias historias de abandono, ejemplificadas en edificios que dejaron de tener uso o que simplemente perecieron debido al clima económico de la competencia o a la propia desidia de quienes los habitaban, cuando estos apenas se interesaron por mantener cualquier detalle arquitectónico original. Así cierran fábricas, talleres, comercios, librerías, hasta que aparezcan emprendedores con recursos y con el ánimo de reconvertir esos difuntos inmuebles en zonas de actividad para el beneficio propio y el de otros ciudadanos.

En las ciudades, el impacto de tales cierres y posterior decadencia de antiguos inmuebles utilitarios se limita a la zona donde se ubican y generalmente casi nunca se extienden más allá del barrio, quedan en las lamentaciones de los vecinos o antiguos propietarios o empleados. Las zonas urbanas ejemplifican la relación estrecha que existe entre el deterioro y el renacimiento, como si fueran parte del movimiento cotidiano que glorifica su efectividad. En los pueblos, por otro lado, existe una dinámica diferente entre espacios que desaparecen y otros que surgen para llenar ese vacío. Como la geografía es menor, los derrumbes se distinguen con más facilidad, pues agrandan los agujeros en la actividad cotidiana, ya que pasan a ser zonas prácticamente sin atractivos, al menos al principio, en el período que sigue al desplome. Después el vacío se incorpora al ritmo del día al día y a la experiencia de los pobladores, quienes lo utilizarán como un marcador temporal o como un simple punto de referencia. Y si, como sucede en muchos asentamientos de la hoy depauperada industria azucarera cubana, en que  toda la actividad cotidiana giraba en torno a ese Central actualmente paralizado o desmantelado por completo, el vacío deja de ser una localización específica, identificable y pasa a ocupar un área mucho más extensa.

III.
Hace unos años, en las páginas del rotativo británico The Guardian, uno podía leer anuncios de paquetes turísticos hacia Cuba enfocados en La Habana y en la posibilidad única –anunciaban ellos- de presenciar un notable esplendor colonial a punto del desplome. La imagen que ilustraba tales ofertas mostraban al omnipresente almendrón o auto norteamericano antiguo, quizás el más claro ejemplo de que la grandiosidad de antaño no siempre se desvanece, sino que todavía cumple una función que va más allá de la estética.

Como los viejos Chevrolets y Cadillacs que aun circulan por las calles y carreteras cubanas, los espacios que atestiguan construcciones derrumbadas, también tienen un uso constante, como si se reciclaran para dar servicio a una población que se reconoce en la calle más que en ningún otro sitio, según el eufemismo local que define la vitalidad de los cubanos: resolver.

Tal vez en otras épocas los derrumbes eran menos publicitados y, por lo tanto, menos destacados. Es lógico que por su fecha de construcción muchos de los inmuebles hoy desaparecidos lucirían mejor preparados para llegar en pie a las décadas del 70 y del 80, cuando el deterioro se hizo más notable y a la vez prevalecía un contexto económico más favorable para la esperanza de la restauración. A mediados de los 80, cuando llegaban los ecos de la Perestroika soviética y las autoridades abogaban por imponer “la rectificación de errores y tendencias negativas”, si uno reparaba en el cambio discursivo de la prensa oficial, advertía cierta propensión al uso de la palabra edificar, a crear estructuras preferiblemente de  hormigón armado. “Ahora sí vamos a construir el socialismo” publicaba a toda página el diario Granma el 27 de diciembre de 1986, en la tipografía roja reservada a los grandes anuncios.

El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.


En los suburbios capitalinos y de otras ciudades del país, surgieron y se ampliaron barriadas de rectangulares edificios de prefabricado, destinados a resolver el siempre acuciante problema de la vivienda. Hoy muchas de ellas resisten como la evidencia del intento masivo de adaptar la experiencia soviética al entorno insular, pues tanto en las ahora independientes ex repúblicas de la URSS, como en los también independizados estados de la Europa del Este, tales edificios multifamiliares, ubicados casi siempre en la periferia urbana, persisten cual testimonio de una época, aunque para la inmensa mayoría, como ocurre también en Cuba, esas torres rectangulares con ventanas y balcones constituyan la única posibilidad de vivienda para quienes todavía las habitan.

Barrio de edificios soviéticos en Budapest
En Cuba, quizás, a diferencia de otros lugares, la irrupción de estructuras de concreto nunca fueron más discordantes que en los paisajes rurales en los que estas comunidades fueron proyectadas y edificadas. No importaba que rompieran la coherencia visual del entorno, pues a la larga ejemplificaban el progreso en tiempos en que valorar el posible daño ecológico no era tan importante o no se había puesto tan de moda como hoy. Así emergieron, como solitarios guardianes del entorno campestre ya fuera en llanuras o montañas, los consabidos edificios rectangulares. Curiosamente, algunos nunca se llegaron a terminar, abandonados a su suerte en ciertos puntos de la geografía criolla, como por ejemplo, en Topes de Collantes. Allí se mantienen inacabados, con la misma extraña fascinación de una casa embrujada, ante la sorpresa de los visitantes y, en las últimas dos décadas, de turistas que seguro incorporarán a su larga colección de lo inexplicable en Cuba, la surrealista aparición  y las subsiguientes explicaciones acerca de un edificio sin acabar justo en el medio del monte.

Y si tal visión asombra, el hecho de que nunca fueran utilizados, de que nunca sirvieran para su propósito final, al menos los salva de recibir el premio al mejor ejemplo del voluntarismo de otras épocas. Resisten, a lo sumo, como una chapucería más, al estilo de las que ilustraban varias escenas del ahora casi olvidado documental del mismo nombre, realizado por Enrique Colina en 1987. Sin embargo, otros duelen más, aunque sobrevivan también como ruinas del despilfarro, cementerios verticales de un pasado en el que paradójicamente se intentaba construir el futuro.

Como en una excursión a Topes, cualquier viaje por la isla que alterne paisajes citadinos con otros campestres, en esa zona que los habaneros denominan por hegemonía “el interior”, puede terminar fácilmente con una colección de estructuras ya abandonadas que décadas atrás sirvieron de sede a las verdaderas fábricas del Hombre Nuevo, según la doctrina Guevariana. Conocidos por su siglas terminadas en EC (en el campo), las Escuelas Secundarias e Institutos Preuniversitarios que en los 70 y 80 se llenaron de niños y adolescentes igualados en los tonos azules de un uniforme escolar, hoy también aparecen en medio de la nada, en paisajes a veces tan desolados que resulta imposible imaginar la actividad anterior al desastre, cuando los espacios conectados por inmensos pasillos de granito servían de escenario a existencias típicas de personas en pleno desarrollo.

En esos lugares, a diferencia de los edificios del Escambray, o de los restos de un derrumbe capitalino, el espacio no cumple ninguna función utilitaria. Los otrora complejos educacionales, famosos por sus edificios Docente e Internado, sus comedores y plazas de bancos de cemento, jardineras cúbicas y semi-profesionales canchas deportivas languidecen ante la indolencia o se reconocen a duras penas, víctimas de una práctica bautizada por la sabiduría popular como canibalismo, que designa al acto de usurparle al inutilizado inmueble partes o accesorios que pueden reutilizarse en otras viviendas cubanas.
Ruinas de la ESBEC 14 Carlos J. Finlay
(Isla de la Juventud)

Algunas de estas escuelas fantasmas son custodiadas por guardianes cuyo ejercicio del poder se resume en la capacidad de que dispongan para romper el silencio o más bien el panorama sonoro que propician los ruidos del monte. Su radio de acción tampoco cubre toda la extensión del antiguo centro escolar, pues casi siempre se limita a un pequeño puesto a la entrada del edificio fantasma, desde donde pueden dominar todo el espacio que a cualquier niño o adolescente que lo conoció en décadas anteriores se le antojaba inmenso.

Muchos turistas, cuando aterrizan en la isla, refieren experimentar la sensación de haber arribado a un lugar de otra época. Sin embargo, aunque se hospeden en un típico edificio colonial restaurado o viajen en una rodante reliquia de carrocería estadounidense, podrán notar que, pese a los anacronismos, el tiempo transcurre. Se vive a pesar de todo. Por el contrario, no hay vida en las abandonadas edificaciones de las Escuelas en el Campo,  a no ser en las esquinas que muestran los esfuerzos de la naturaleza por recuperar lentamente los dominios que una vez le arrebataron: un panal de avispas aquí, una copiosa enredadera florecida por allá, un nido de pájaros. Para los críticos de la idea inicial de aquellos centros, tal abandono constituye la mejor evidencia del fracaso de una política, una prueba que adquiere en su imponente visibilidad, en su aparición en medio de la naturaleza, desconchada, oxidada, pero aún desproporcionada e impactante, una magnitud demasiado acusatoria. Para quienes pasaron allí tres o seis años de sus vidas, tales imágenes se transforman en un recuerdo enmarañado cuando se evocan desde el nebuloso mundo de la memoria, donde todo no es necesariamente lo que parecía, mucho menos desde la visión que puede aportar el presente.

Como espacios deshabitados, resulta casi imposible resistirse a compararlos con un cementerio, si bien uno que no guarda restos humanos, sino los constituyentes de un universo limitado y utópico, una especie de “Camposanto de las Ideas”. Aunque, casualmente, las ideas nunca fueron más omnipresente en el discurso oficial, que cuando esos edificios en medio del campo comenzaban a ser despojados de su utilidad.
Ruinas de La ESBEC # 35 Pedro Bueno Fuentes
(Isla de la Juventud)

Y si un encuentro con similares edificaciones fantasma a lo largo del país espanta a posibles espectadores, no es una reacción nada comparable a la que provocaría un recorrido por la Isla de la Juventud, donde decenas de centros escolares fueron edificados en los 70 no sólo para internar nacionales, sino también a niños y adolescentes de varios países del mal llamado Tercer Mundo. De manera que en esas decenas de kilómetros de edificios abandonados yacen junto a las memorias truncadas de varios cubanos, las de nicaragüenses, angolanos, congoleses, sudaneses, norcoreanos y de otras muchas naciones, quienes llegaron a creer que les esperaría un futuro luminoso y por ende más fácil, dentro de las fronteras de un universo tranquilo y caluroso, alejado de guerras y enfermedades. Si las ESBECs e IPUECs abandonados a lo largo y ancho del país pueden asociarse a la imagen de un cementerio; los de la Isla de Pinos conformarían una inmensa necrópolis. En aquella porción externa del territorio nacional, el abandono ocupa un área inmensa, llena de estructuras que rememoran el fin de un pasado más cosmopolita que el gris presente.

IV.
En La Habana, la geografía local exhibe ahora espacios vacíos que la cotidianidad ha tornado comunes, ordinarios. Son pocos los que por ellos transitan y se detienen a reparar qué utilidad tuvieron, veinte o treinta años atrás, como son pocos también los que se sorprenden ante esas cifras, pues haber sobrevivido a tantos días pierde su significado cuando la supervivencia es una tarea inconclusa. En el discurso oficial cualquier retrospectiva ha sido reservada para la glorificación de un pasado no muy distante en el tiempo, construido también en oposición a una historia republicana que culmina, como casi todo en Cuba, en el año 1959.

Fuera de ese período que se estudia, se invoca y se repite en muy señaladas ocasiones, la historia común resucita siempre y cuando responda a una inquietud individual, emotiva, una anécdota peculiar de quien recuerda, o en la memoria colectiva de una remembranza también personal que alude a etapas vencidas, pero que a la vez se diferencia del acto heroico de la memoria cultural. El pasado, entonces, se recupera gracias a una voluntad personal, limitada, a veces demasiado vinculada a las emociones propias de los diferentes fases de la existencia humana. Se rememora y aunque es imposible separarlo de su contexto, se advierte tal vez un punto en el que las asociaciones con el pasado quedan sin un referente físico, una reliquia que sirva de punto de partida para relatar esa parte de la historia que es común y recuperable.

No es casual que el mismo año de la proclamación del Período Especial y su espeluznante Opción Cero, el nadir posible de la experiencia revolucionaria, ilustrado con escenarios de ollas colectivas, los cubanos no renunciaran a la predisposición nacional a mostrar la mejor cara ante la adversidad. De ese modo, cuando el cambiante y casi exsocialista 1990 transitaba por su duodécimo mes, se escuchaba el popular chiste alusivo al año siguiente bautizado ya por los compatriotas como “El Año del Té”, en un siempre discernible intento de burla ante una oficialidad nominativa que desde el mismo 59 había insistido en nombrar cada año de modo altisonante y patriotero. Solo que en su afán de eternos comediantes, los cubanos no se referían a la infusión de origen asiático, sino a una reducción de la coloquial frase “¿te acuerdas?” que iba a dominar las conversaciones del nuevo año y los consiguientes, cuando desaparecerían productos, servicios y estructuras. Así, recordar sería a la vez evocación a lo perdido, pero también la imposibilidad de contar con memorias comunes. 

Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.

Sin embargo, tal vez en todos aquellos años trascendentales de cambios en actitudes, a contrapelo de una jerarquía estática que se resistía al menor movimiento institucional y que aún hoy reacciona con exasperación ante la más mínima crítica a su inmovilismo, el “¿te acuerdas?” nunca dejó de sonar tan extraño, como cuando era usado en referencia a extensas áreas dejadas a la intemperie o rápidamente convertidas en inusuales parques sin árboles o diversiones. 

Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.

Tal vez pocos hoy recuerdan aquella futura sede del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) reflejo también inconcluso del intento nacional por proclamar a Cuba como una nación avanzada, “en vías de desarrollo”, poseedora de un diversificada industria, como repetían los medios de prensa del país. A mediados de los 90, luego de un complicado proceso que incluyó explosivos y varias alertas a la población de los alrededores, el edificio despareció, como desapareció también el CAME y en su lugar quedó un área extensa, desolada, que poco a poco fue llenándose de bancos y farolas según un apresurado boceto de parque en el que hoy se sientan viajeros esperanzados y negociantes parlanchines que seguramente apenas hablan de lo que existió allí antes por considerarlo de una importancia menor, irrelevante.

Hospital Infantil Pedro Borrás
(c) Arquitectura Cuba
Sucede que las ruinas así casi nunca trascienden, pues no acumulan siglos o están asociadas a acontecimientos que hoy le resultan muy remotos a esa población capitalina en atareo constante, sobre todo la que se aventura por esa zona de la Avenida Boyeros, que se enlaza calle arriba, rumbo al mar, con la Avenida de los Presidentes, donde hasta hace muy poco languidecían las edificaciones de uno de los primeros y todavía en pie hospitales estilo Art Déco. El antiguo Pediátrico Pedro Borrás dejó de existir a finales del 2014, tras una década clausurado y otras más de dejadez y negligencia. Con su desaparición quedó expuesta otra explanada de algo más de 400 metros, en pleno Vedado, esa zona tan verde y pizpireta de la capital donde los derrumbes –hasta hace muy poco- no eran ni tan comunes, ni tan comentados.


V.
De los espacios incompletos que a la vez terminaron siendo áreas de abandono y chatarra, tal vez no haya uno que resuma de modo tan excelente el contraste entre el contexto y la utopía, como los restos de la proyectada Central Electronuclear (CEN) de Juraguá en Cienfuegos. Luego de la incertidumbre que ensombreció, a inicios de los 90, el patriotismo militante de otras épocas y tras las subsiguiente desaparición de la URSS y campo socialista, la “Obra del Siglo” fue finalmente paralizada en 1998.

Como Chernobil, Juraguá evoca desastre, un punto en el mapa nacional, donde casi nadie se aventura, a sabiendas de que el panorama no ofrece muchos atractivos, si acaso el asombro ante gigantescas estructuras de concreto y materiales estratégicos entre las que resalta el inacabado primer reactor. A diferencia de muchas otras ruinas que uno encuentra en recorridos por la isla, la armazón constructiva apenas cuenta algo de la vida anterior, pues esta solo existe en referencia a un futuro que nunca se tornó presente. Son ruinas sin utilidad histórica, apenas parte de un proyecto que alcanzaría toda su importancia en el porvenir, cuando se concluyera el improbable complejo que garantizaría de una vez y por todas la energía imprescindible para el desarrollo.

Como en Chernobil, el sitio goza de un extraordinario renacer natural en el que la maleza y la vida salvaje tratan de recuperar el territorio usurpado por el progreso. Aunque si en la contaminada zona ucraniana, los científicos se sorprenden del renacer de la flora y la fauna; en Juraguá tal parece que nadie se interesa por descubrir cualquier cosa en esa región casi olvidada. Para ilustrarlo basta indagar por Internet y descubrir imágenes como las de vacas que deambulan por los restos de una antigua carretera en la que a lo lejos se divisa la imponente presencia del inconcluso reactor.

Para quienes cuentan con acceso ilimitado a Internet y pueden realizar una pesquisa fotográfica, el significado de la magnitud de una obra como la CEN puede resumirse esa foto de animales vagabundos en los confines de una antigua zona industrial. Tal vez fueron tomadas por turistas en plan kamikaze, imbuidos por la aventura de conocer el verdadero país, el que no muestran las guías, o por compatriotas de la diáspora, en viajes de regreso a la patria, motivados por un afán reporteril para mostrarle al mundo el estado actual de lo que décadas atrás representaba la utopía.

VI.
La llamada Estética del Período Especial ha trascendido fundamentalmente como un término acuñado por investigadores académicos para englobar al repertorio de imágenes que comenzaron a aparecer a mediados de los 90 sobre Cuba, en especial La Habana y su entorno decadente, con las heridas frescas del deterioro provocado por los años más terribles de la crisis económica y estructural que siguió a la caída del bloque socialista. La representación de la capital como una ciudad ataviada con galas inimaginables al borde del hundimiento, denotaban una imbricación peculiar entre el pasado y el presente. La peculiaridad estaba dada por lo novel que resultaban las imágenes para una gran parte del mundo occidental que hasta esos años de ligera apertura apenas conocía de su existencia. La Habana era, para un limitado número de interesados turistas de Occidente, en su mayoría simpatizantes con la Revolución Cubana, una no menos limitada área cuyos puntos culminantes eran la Plaza de la Catedral y La Bodeguita del Medio, atracciones generalmente ofrecidas como parte de un paquete turístico que incluía días de sol y playa en la entonces casi carente de infraestructuras Varadero. Las impresiones sobre la ciudad y su gente se reducían a estas áreas mejor conservadas de un entorno todavía lejos de ser descubierto. Por semejante lógica, barrios como Centro Habana o El Cerro, apenas clasificaban en las posibles postales capitalinas. Ni siquiera el hoy visitado Barrio Chino existía en su actual proyecto de restaurantes y mercaderías.
(c) John Seith

Con los planes iniciales para desarrollar el turismo internacional, una de las estrategias salvadoras de la economía nacional del gobierno cubano, arribaron a la ciudad los primeros turistas con un marcado interés por saltarse los entonces circuitos turísticos carentes de cubanos por obra y gracia de la legalidad socialista y aventurarse por los recovecos de la vida cotidiana. Fuera de los hoteles, la ciudad se presentaba sin cosmética, con las huellas propias de la escasez, la innovación criolla y el haber sobrevivido a un Período Especial en Tiempos de Paz que se asemejaba más al momento en que ha culminado una larga guerra.

Las palabras casi proféticas del personaje de Diego en la multipremiada e icónica película Fresa y Chocolate quizás podrían explicar a la vez el disparatado interés foráneo e igual nivel de estupefacción entre los cubanos. Tras contemplar la ciudad en su predecible colapso y poco antes de su partida hacia el exilio, Diego exclama que viven en una de las ciudades más maravillosas del mundo. La historia literaria original ocurre en los años 70, pero la del filme tiene lugar en un tiempo más cercano al 1993 en que se rodó. La cámara, de modo más bien profético, se detuvo en las edificaciones finiseculares, ampulosas, llenas de ornamentos, maltratadas por el salitre o tiznadas del hollín del tráfico habanero. En la amplia colección de imágenes que presentaban a la capital como obra de arte, si bien decadente y frágil, temporal, la prioridad la ocuparon aquellas en que el esplendor de antaño había perdido, en apariencia, toda la importancia en la vida cotidiana. Podía ser la impresionante instantánea de un edificio ya desplomado, que únicamente conservaba en pie la antigua fachada con algunos de sus elementos arquitectónicos todavía visibles o la sobrecogedora escena de un habanero emprendedor, dedicado al entonces casi lucrativo negocio de rellenar fosforeras, en un portal majestuoso flanqueado por columnas, carente de la mayoría de los mosaicos del piso.

Los visitantes encontraban reveladores tales encuadres inéditos. Los cubanos, al inicio, se cuestionaban qué particular atractivo podían tener semejantes ruinas. Hasta que el ímpetu de progresar y la siempre evocadora necesidad de salir adelante, propició en los nacionales el convertir las descuidadas estructuras en sitios de renovada actualidad y así tornarlas en ofertas atractivas para el ahora siempre creciente interés foráneo. Surgieron hostales y restaurantes en aquellas otrora ruinosas edificaciones. Y en algunas, a pesar de los inobjetables beneficios del negocio, sus dueños decidieron alterar lo menos posible la impresión de finitud, de proximidad al colapso. De manera que en muchos de los nuevos establecimientos las reparaciones y remodelaciones fueron limitadas a contener el peligro de caída total. Lo demás se adaptó a las exigencias de una ya existente demanda por una representación específica del antiguo esplendor. La Habana de entonces comenzaba a ser una ciudad semi-eterna, obligada a detenerse aún más en el tiempo, para satisfacer a una audiencia atraída por una ya establecida imagen de la ciudad que propiciaba a la vez la rentabilidad necesaria para que el esplendor colonial a punto del desplome continuara manteniéndose inmutable.

Por aquellos años, una canción dedicada a la urbe de más de dos millones de habitantes pasaba a colocarse como la representación más auténtica de la capital. “Sábanas blancas” de Gerardo Alfonso, resumía la afectividad habanera con la enumeración de zonas distintivas de la geografía local y el posible efecto devastador de la distancia, adosada con un virginal comienzo en tiempo de guaguancó que proseguía in crescendo hacia sonoridades más elaboradas. La renovada atracción que La Habana causaba en el extranjero parecía haber encontrado en el panorama nacional una contraparte más festiva, tal vez más auténtica que el optimista, pero imposiblemente inclusivo lema de “la capital de todos los cubanos”, que también comenzaba a asociarse con La Habana.

Poco tiempo después, luego del éxito global del Buena Vista Social Club (disco, proyecto musical y documental de Win Wenders), la nostalgia se añadió a los remanentes del período republicano y las ruinas encontraron otra audiencia interesada en sus historias con el añadido de temas musicales también anclados en el amplio catálogo discográfico de las creaciones de los años 40 y 50. Aunque el espíritu retro sigue considerándose una importación, una capacidad de observación que pertenece más al visitante que al habitante local, en especial en lo relacionado con los sonidos musicales de la ciudad. Los cubanos, en un número cada vez más creciente van pasando de la Estética de la Necesidad a la del Consumismo. Y como ocurre en los videoclips de los reggaetoneros, lo antiguo se valida siempre que su estado actual no comprometa también su antiguo valor y sugerencia de estatus. Como ornamento, como telón de fondo, son parte de una lista pretenciosa de efectos de consumo, bienes para adquirir, en un claro objetivo exhibicionista de esos cantores de gruesas cadenas doradas, tatuajes multicolores y cabezas entorchadas de gel, reflejo de las actuales divisiones sociales del país. Se prefieren las viejas mansiones y autos, siempre que brillen, que mantengan el lustre y valor añadido de antaño.

Las ruinas, los espacios vacíos, permanecen en silencio, ajenos a toda creación musical, a no ser que algún otro emprendedor nacional los utilice para rodearlos de bocinas y amplificadores e invite a una multitud perennemente deseosa de mover el cuerpo a convertirlos en calientes pistas de baile. Y esas también cautivarán la atención de visitantes, incluyendo a la supuesta avalancha de norteamericanos, a quienes tanta alegría en medio de tanto abandono y precariedad les parecerá otro de los enigmas indescifrables de la isla caribeña que en esta ocasión escogieron como destino turístico.


miércoles, febrero 11, 2015

La triste evidencia de otra guerra estúpida.

(Gleb Garanich/Reuters)
Un fotógrafo de Reuters publica esta semana la foto simple de una tragedia. Aunque su impacto es inmediato, crudo, es posible que pronto sea olvidada, en el remolino de imágenes que produce un conflicto actual y todavía sin visos de terminarse. Fue tomada por Gleb Garanich en una ciudad hasta ahora insignificante, Kramatorsk, en la región de Donetsk, al este de Ucrania. Es de esos sitios en la geografía de la antigua república soviética de los que apenas habíamos oído hablar, como Chernobil antes de 1986.

La única diferencia es que en Kramatorsk no ha habido un desastre nuclear y allí la vida de sus habitantes prosigue. Así lo muestra, paradójicamente, la foto de Garanich, aunque en su primer plano la mujer que yace enfundada en un largo abrigo negro de plumón y botas hasta la rodilla, haya fallecido puede que horas antes debido a la explosión de un mortero disparado desde las filas prorrusas. O tal vez no fueron ellos, se esforzarán en argumentar los defensores de ese bando, mientras sus oponentes se desgañiten alegando la culpabilidad de los otros y mostrando evidencias del entrometimiento, como el Presidente Poroshenko, que en la reunión de hace unos días en Munich, posaba con los pasaportes rusos de soldados capturados por fuerzas ucranianas en la región separatista.

Ese es el escenario más conocido de las guerras, el de las facciones en pugna, en constante trueque de acusaciones, como un siniestro juego de niños: tú dices, yo digo. Solo que en este escenario, además de las palabras, las posiciones se dirimen con disparos y bombas. “¿A quién se le ocurre ir a una guerra con un pasaporte?”, dirían algunos, tal vez pensando en la idea clásica de un combate, esa más propia de las secuencias de un filme bélico que recrea batallas típicas del siglo XIX, cuando los soldados combatían y se asesinaban frente a frente, en el más ridículo y puro estilo militar. No obstante, en este siglo, las guerras carecen de campos de batallas, pues transcurren en cualquier espacio donde rompan de golpe la rutina del día a día, como en Kramatorsk, Ucrania.

En la foto de Garanich se nota, al lado del cuerpo, el bolso que –es probable– la mujer llevara todos los días en su salida al trabajo o en el recorrido para procurar qué comer, algo tan normal cuando se vive en zonas de guerra. En la imagen, en lo que parece ser ya una costumbre, puede verse además un gorro de invierno cubriéndole la cara, ocultando la muerte. A lo mejor es un sistema de aviso por si aparecen a llevarse el cadáver, si es que eso llega a ocurrir, nunca se sabe. Mientras tanto, como también muestra la fotografía y las siguientes, la vida en la ciudad continúa.

La mujer yace sola, en medio de la nieve que ha quedado en esta zona residencial flanqueada por los edificios de la cuadrada arquitectura soviética. A unos metros, otros habitantes de Kramatorsk, los que han tenido la suerte de no ser alcanzados por un mortero o sus esquirlas, prosiguen con sus tareas habituales, pues cuando se vive en medio de conflictos que se prolongan indefinidamente, la tragedia adquiere un matiz menos sobrecogedor, más corriente. Hay quienes, por ejemplo, se retratan junto a los restos de un mortero, ese mismo que quizás minutos antes haya acabado con la tranquilidad de una familia, por no decir con la vida de uno o varios ciudadanos. “Es la guerra” – dirán unos. Es lo estúpido de su naturaleza, digo yo, y pienso en la pobre mujer de la foto: esposa, madre, hermana o abuela de alguien, tirada en la nieve, desarmada, víctima.

La fotografía de Garanich, en su simpleza y reflejo de lo cotidiano, me recordó a una semejante, sobrecogedora e inexplicable, que encontré en un periódico español en 1992. En una calle de Sarajevo, una mujer había sido abatida por un francotirador. Arropada igual por un largo abrigo, la también madre, esposa, hermana de alguien, había quedado inmóvil todavía asegurando dos grandes bolsas con las compras del día. Apenas llegaban noticias sobre la guerra en Bosnia a La Habana de los 90, fuera de las que pasaban por el complaciente tamiz (proserbio) de la censura oficial, de modo que era casi imposible llevarse una idea exacta de la magnitud de la contienda en aquella región inestable. Para colmo nosotros en la isla también andábamos ocupados en procurar alimentos, viviendo en una zona de guerra, aunque no había disparos o explosiones y las víctimas se cuantificaban en desconocidos padecimientos o desaparecían en el mar rumbo al Norte. En medio de tanta incertidumbre, la fotografía de aquella mujer se me había revelado como una certeza, la perturbadora potencia de las guerras para devastar la vida allí en el mismo sitio en que esta sucedía como un evento ordinario, terrenal.

Como en Bosnia, los hombres de un lado y del otro del conflicto del este de Ucrania, se parapetan detrás de ametralladoras y piezas de artillerías y gruñen sus amenazas. Cualquiera que los ve y se asusta, puede llegar a pensar que les corresponden a ellos los roles principales de guerreros, la insulsa heroicidad que otros les atribuirán. Sin embargo, las guerras, como muestra y, desgraciadamente, seguirán mostrando periodistas y fotógrafos –Gleb Garanich en este caso– ocurren en espacios más mundanos y terminan por afectar siempre a quienes intentan sobrevivir pensando que, pese a todo, la vida debe continuar.

lunes, enero 12, 2015

Una vida de perros


Quizás antes de surgiera el calificativo de “mejor amigo del hombre”, el perro ya había ocupado un lugar privilegiado en nuestra imaginación colectiva. Humanos y mascotas abundaban por doquier compartiendo el mismo espacio, de ahí que esa coexistencia evolucionara hasta nuestros días a lo que algunos exhiben como una relación demasiado cercana. Así lo creen quienes la observan desde la distancia, incapaces de comprender cómo es posible tanta química entre humanoides y cuadrúpedos.

Tal vez esa incomprensión se justifica por el miedo, por el hándicap sensorial y físico que marca distancias entre animales y personas. Mientras unos no admiten tales separaciones, hay otros que se la pasan creando fronteras imaginarias alrededor de sus cuerpos, una especie de expandible burbuja personal para repeler cualquier premonición de peligro. Y aunque quienes contemplan en el fondo desearían prodigarle a esas extrañas criaturas innumerables mimos y caricias, intuyen que hasta que no superen la barrera invisible del temor, solo pueden aspirar a mirarlos desde lejos, viendo cómo se revuelcan juguetones en la hierba o responden a las instrucciones precisas de sus amos.

Me cuento entre tales espectadores. Perros y yo nunca hemos hecho buenas migas, a pesar del esfuerzo -de mi parte, claro- por superar nuestras diferencias. Por ejemplo, cuando entre los animales y yo ha mediado la amistad de sus dueños, he tenido que meditar sobre cómo responder a la invitación a una visita a sus casas, a sabiendas de que, por muy interesante que resulte la conversación con mis amigos, estaré más atento a cómo se comporta el animal. Si alguien –ajeno a mi miedo y antecedentes- presta atención a la posible escena de seguro ignorará el verdadero significado de cada mirada entre el animal y yo, de cada reconocimiento mutuo.

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