lunes, diciembre 26, 2016

Diciembre en Venecia sin Charles Aznavour


Debido a su origen y leyenda, tal vez muchos imaginen que a Venecia solo se accede por mar; por eso llegar de tren, atravesando la laguna, a través del puente más largo de Italia, tiene un atractivo especial. Sin embargo, la llegada no deja de ser una introducción confusa, apenas un fragmento de lo que pudiera entenderse como el normal arribo a un destino desconocido, por mucho que uno haya leído sobre la legendaria ciudad. 

Hasta la Estación de Santa Lucía casi nada parece prepararte para el punto final del viaje, a no ser esa espectacular vista de la inmensidad lacustre, como si el tren fuera a naufragar antes de que la vía férrea tocara tierra otra vez.


Uno sale de la estación y se enfrenta a la actividad caótica de lo cotidiano. Allí, donde las calles son demasiado estrechas para la gran cantidad de turistas y viajeros que vienen y van, hay que sortear además de a los locales, a los vendedores ambulantes y a quienes promueven rutas y viajes en góndola o en los vaporettos que, como los buses en una ciudad tradicional, la recorren de una punta a la otra.

Gran Canal
En las orillas del Gran Canal las calles son más amplias y es casi posible caminar sin colisiones, con el acompañamiento de vistas icónicas, esas que han figurado en tantas fotografías, postales y filmes. Sin embargo, cualquier recorrido interior, de una isla a la siguiente, por callejones en los que a veces solo hay espacio para un transeúnte, puede significar todo un reto. Y es que Venecia, para el visitante, es un enigma que sobrepasa cualquier explicación relativa al surgimiento de la ciudad para abarcar también cualquier razón que justifique su supervivencia.

Desaparecerá un día, nos dijo con cierta pesadumbre nuestra guía Simona Slionskyte, citando las amenazas que se ciernen sobre la ciudad ante el aumento del nivel de los mares a consecuencia del Cambio Climático. Su tour por las zonas menos céntricas, lo más alejado posible de la Plaza San Marco, ayuda a comprender mejor cómo los locales, desde los mismos orígenes de La Serenissima, aprendieron a sobreponerse a los desafíos que representaba la subsistencia en un enclave tan inusual.

Y ella, una lituana casada con un veneciano y asentada allí por más de una década, lo cuenta de manera práctica, con ejemplos concretos, como el de las cisternas que ayudaban a recolectar el agua de lluvia, o como el de las mujeres del Renacimiento, que recurrían a experimentos casi salvajes para teñirse el cabello al estilo rojo Tiziano y aspirar tal vez a quedar inmortalizadas en los cuadros del genial pintor, también un habitante conocido de la Venecia del siglo XVI.

El tour de Simona termina donde comienza, en el Campo Santi Apostoli de la zona de Cannaregio. Desde allí y en dirección a la Ferrovía (uno de los puntos cardinales para orientarse en Venecia) uno accede fácilmente al Ghetto judío, el primero que se estableció en una ciudad europea. Se trata de un área pequeña, que se destaca por sus construcciones relativamente más altas que las del resto de la ciudad, un museo que recoge la historia del asentamiento y las antiguas sinagogas. Como en tantos sitios del Viejo Continente, esta es un área donde la historia local se construye con relatos de pérdidas y expulsiones, pues casi la totalidad de habitantes del Ghetto fue enviada a campos de exterminio en la Alemania nazi.


A pesar de ello, la influencia judía puede todavía apreciarse en las pequeñas calles del lugar y más allá de la isla, conectada a otras por puentes y recorridos fluviales, en un plato tradicional que acompaña a encuentros breves en los que los locales comentan sobre sucesos recientes o sobre su día a día, bebiendo un Spritz o un buen vino de la región del Veneto, una delicia llamada sarde in sour (sardinas en salsa agridulce). En los cafés y restaurantes del viejo Ghetto aseguran que es una receta de la tradición hebrea; en el resto de Venecia, lo presentan como un platillo local. En ambos casos, luego de que uno lo ordena recibe siempre la sonrisa del camarero como confirmación de que se ha elegido de manera correcta.

Pero allí, en la antigua República, es muy fácil equivocarse, sobre todo andando entre locales y turistas por callejuelas que solo guían hasta determinados sitios del centro. De manera que es muy probable que uno se pierda en Venecia, tras confiar demasiado en un mapa impreso que tal vez no se corresponda con el trazado real del área. Google Maps tampoco ayuda mucho, aunque no hay que desesperarse, pues los locales tratarán de ayudarte con una sonrisa, sin aparentar demasiada perturbación, porque todos parecen tener bien claras sus prioridades como para que alguien venido del continente pretenda alterárselas. 
Palazzo Ducale 

Siguiendo unas de las rutas que se anuncian con placas y flechas en algunas de las calles, uno llega a la famosa Plaza San Marco, tal vez uno de los sitios más reconocibles de Venecia, Italia o Europa. Como en tantos otros similares, es imposible descartar la idea de que la visita no se compartirá con un centenar de espectadores. 

Llenos de turistas estarán también las atracciones cercanas, la Basílica de San Marco, el impresionante Palazzo Ducale y el Museo Correr. Y si uno se decide por la antigua Catedral bizantina y sube a la terraza, coronada por las estatuas de la Cuadriga Triunfal, accederá a una vista impresionante de la plaza, el Canal y las islas cercanas, como la de San Giorgio Maggiore.


Otro trayecto siempre recomendable es el viaje a las que forman la localidad de Murano, famosa por sus cristales y artesanos del vidrio. Se trata de una comunidad tranquila, también adaptada para turistas que arriban para apreciar la destreza de los maestros del soplado, en coreografiados shows en los que estos exhiben su tradicional maestría. 
Maestro vidriero de Murano 

En las numerosas tiendas que muestran desde minimalistas piezas de diseño local hasta complejas esculturas de vidrios y colores, cualquiera puede leer carteles de alerta contra falsificaciones. Al parecer la industria local, a pesar de contar con la protección del estado italiano, ha encontrado una feroz competencia de falsas artesanías producidas en serie en otros lugares y vendidas como auténticas venecianas en varios kioskos y tiendas de la ciudad. 

De vuelta a Venecia, a pesar de la notable afluencia de visitantes, de los vaporettos cargados de personas que recorren de un extremo a otro el Canal Grande y enlazan las islas aledañas, y tras 72 horas negociando distancias entre puentes y canales, uno no puede evitar cierta apreciación al vuelo. Y es que la villa en su acontecer parece una cualquiera de economía precaria, un entorno provinciano. Y sí, aquí ocurren la Biennale y el conocidísimo Festival de Cine, hay una porción del Dorsoduro donde se dice que existe la mayor concentración de galerías de arte moderno del mundo, varios museos han recopilado lo mejor de la pintura y la música local y universal, pero debido a su geografía es difícil percatarse de las opciones culturales de la ciudad.


Una parada obligatoria tiene por objetivo visitar la residencia de la coleccionista norteamericana Peggy Guggenheim, donde se guarda una extraordinaria y selecta muestra de los grandes nombres de las vanguardias artísticas del siglo XX. Entre cuadros y esculturas que llenan los salones y antiguas habitaciones del inconcluso Palazzo Venier dei Leoni, es posible imaginar la extensa labor de la famosa galerista que fijó residencia en Venecia en 1951 y residió allí hasta su muerte en 1979.

En invierno, cuando cae la tarde, a veces la ciudad queda en penumbras. Las callejuelas se alumbran malamente y aunque todos aseguran que la criminalidad es muy baja, casi nula, una caminata nocturna por esa Venecia lo sitúa a uno, involuntariamente, en el escenario de una representación teatral misteriosa, algo aterradora, como las escenas más inquietantes de Don’t look now, la célebre película de Nicholas Roeg que unió a la ciudad con Donald Sutherland y
Julie Christie como protagonistas en 1973.
Iglesia de La Salute bajo la niebla

El ambiente puede hasta tornarse más asustador si uno experimenta la súbita llegada de la neblina, que envuelve de repente a las numerosas islas y canales, de modo que es casi imposible discernir un ensombrecido paisaje en el que nada parece lo que realmente es. Entre sombras, el mar también se asemeja a una escenografía más lúgubre, desde la que en cualquier momento puede surgir una criatura desconocida con la intención de destruirlo todo a su paso.

Sin embargo, en Venecia nadie, sobre todo si vive allí, parece dar fe a la presencia de monstruos desconocidos escondidos en la niebla, aunque se comenta que los locales suelen ser supersticiosos. De cualquier manera ellos se mueven a un paso peculiar que a la larga conforma el propio ritmo de la ciudad, tal vez demasiado tranquilo para quienes llegan buscando emociones fuertes, tal vez demasiado intangible para quienes no logren comprender de primer intento cómo es posible una localidad tan inusual haya sobrevivido tantos siglos.

jueves, octubre 20, 2016

Pasajeros

Estatua de Sir John Betjeman,
Estación de Trenes de Kings Cross,
Londres
Viajar es un verbo tan importante como vivir. Se enuncia y asume con la misma convicción que implica realizar cualquier otra actividad relativa a la existencia. Al menos así es para mí, según me lo hicieron saber desde que era pequeño cuando mi familia decidía dejar nuestra casa para aventurarnos a explorar territorios más lejanos.

La distancia no era importante, podía ser un recorrido largo o un trayecto fugaz en un autobús local. La excitación era la misma y así se mantuvo hasta que, una década más tarde, en los tiempos del Período Especial trasladarse terminó siendo una actividad más abrumadora que placentera. Y uno se lanzaba a la carretera más por necesidad que por gusto, con la esperanza de que todo terminaría pronto, para volver a casa a arroparse de protección y sosiego. No obstante, hubo en ese triste período, viajes también agradables, que removieron los recuerdos de otras épocas, cuando salir de los dominios conocidos representaba toda una aventura.

En Europa atravesar países y ciudades es tan fácil que un viaje pierde toda esa aureola de grandiosidad que alguna vez le endilgamos nosotros, los que vivíamos en una isla de la que era casi imposible escaparse. Cuando a finales de los 90 las autoridades permitieron las salidas a cuentagotas, muchos amigos comenzaron a viajar y a establecerse fuera del Caribe. Algunos aterrizaron en naciones europeas o latinoamericanas y desde allí con el tiempo planearon sus vacaciones y futuras estancias en otros países y ciudades. Sus mensajes, fotos y correos electrónicos, reavivaron en mí la curiosidad por las exploraciones. 


Pasado el tiempo yo también emigré y comencé a acumular espacios en los que fui yo y feliz. Son esos los que a la larga van conformando mi noción de patria, un concepto personal y flexible que cada día se aleja más de los limitados cercos que los líderes nacionalistas establecen en una Europa sin fronteras y en un mundo que en realidad busca cada vez más la eliminación total de muros que impidan el libre tránsito de humanos, información y mercancías.


Si me comparo con otros compatriotas y hasta con conocidos de la diáspora, he viajado poco. Sé de algunos que han recorrido el planeta de cabo a rabo, con estancias en sitios tan alejados y exóticos como Mongolia o la Polinesia Francesa. Yo no he llegado tan lejos, aunque espero poder alcanzar tales destinos en un futuro cercano. En los últimos tiempos, al estar basado en Viena me hallo en un punto del continente donde, como en siglos anteriores, es común que se crucen rutas que conectaban todo el mundo conocido. Otra ventaja también, es el hecho de que la cercanía de algunos lugares diferentes por explorar propicia que uno deseche el avión como medio de transporte y vuelva a transitar como antaño por vías férreas o por carretera.

Es cierto que recorrí caminos británicos durante el año que viví en la capital galesa, pero allí estos viajes los hice con tal de evitar los cada vez más caros pasajes de tren. El Reino Unido posee una impresionante red de autopistas que alejan del trayecto a pueblos y ciudades, de modo que no abundan vistas espectaculares cuando uno se traslada por estas. Solo una vez, debido a un accidente de grandes proporciones en la M-4, tuve un breve acercamiento a lo que podría ser un viaje diferente. El chofer había tenido que desviarse y tomar las carreteras estrechas que conectaban el sur rural de Somerset y por tanto nos tocó atravesar pequeñas aldeas y campos roturados, para sorpresa de los habitantes, quienes, a juzgar por sus reacciones, nunca habían visto una guagua de National Express por aquella zona.
En bus pasando por la Plaza Trafalgar en Londres

En tales viajes, a diferencia de los que he hecho últimamente, a pesar de que casi siempre los realicé en buses llenos a tope, apenas recuerdo una conversación con algún otro pasajero. Tampoco guardo en la memoria algún diálogo interesante en los recorridos en tren por el sur de Inglaterra. Si en el 2004, cuando aterricé en Londres, los viajeros se aislaban de toda su circunstancia en derredor mediante los audífonos, ahora lo hacen con sus teléfonos móviles y tabletas. Nadie parece interesado en conversar con quien viaja a su lado, solo lo hacen quienes abordan los transportes en grupo o en familia, por lo que a veces es más fácil escuchar lo que comentan otros, que arriesgarse a conocer cómo piensan los compañeros de viaje. Y está claro que estos no siempre resultan los protagonistas de un diálogo agradable.

De uno de aquellos emails iniciales, de conocidos que se establecían fuera de Cuba, recuerdo el relato de una amiga residente en Bélgica, cuando se embarcó en un largo viaje en tren rumbo a Italia. Le tocó un asiento junto a un pasajero quien, tras intercambiar saludos amables al inicio, cuando descubrió que mi amiga provenía de Cuba le espetó un “yo no hablo con comunistas” y acto seguido cambió la mirada hacia el pasillo y no volvió a dirigirle la palabra en las dos horas que duró su viaje.

Por eso en ciertos trayectos me da por imaginar posibles conversaciones que hubiera tenido con algunos compañeros de viaje. Son razones puramente especulativas las que guardo como justificación para un determinado diálogo, pues si este nunca ocurre se debe sólo a mi probable timidez o a la del pasajero, o por insistir yo en respetar el derecho de cada quien a su privacidad. Sin embargo, las conversaciones quedan casi siempre como parte de las memorias del viaje, aunque nunca se hayan escenificado.

II.

Tranvía en Budapest
El trayecto en tren de Viena a Budapest dura poco más de tres horas. Lo hicimos en septiembre del 2014. Se trata del recorrido que antes de 1989 conectaba dos mundos bien diferentes atravesando la inexistente, pero efectiva Cortina de Hierro. Aún hoy, más de veinticinco años después, cualquiera puede notar las diferencias entre ambas partes. Las pintorescas imágenes de aldeas austríacas en medio de los campos cultivados en los que sobresalen gigantescas turbinas eólicas, dan paso a un paisaje rural más desaliñado, con improvisadas casuchas de madera y metal que lucen comparativamente más empobrecidas que las del país vecino. En la primera parada en territorio húngaro, Mosonmagyaróvár, la estación de pasajeros es apenas una plataforma con techo en medio de un área con varias líneas férreas, que evidencian una actividad anterior mucho más intensa de la que ahora transcurre en el lugar.

Allí subió a nuestro vagón un peculiar viajero al que le calculé unos sesenta años. Era un día nublado de inicios del otoño, muchos andábamos ya de mangas largas, enfundados en chaquetas monocromáticas, como son las destinadas a esta estación del año en la que prima la uniformidad, pues la mayoría de la gente sale a la calle con abrigos negros o grises. Nuestro compañero de viaje, en contraste, vestía un atuendo mucho más vistoso: pantalón color vino, chaqueta roja, boina también colorida y zapatos marrones. Llevaba además un bigote boscoso, pero bien cuidado, de esos que sugieren varios minutos de preparación previa ante el espejo. Reclinado en su asiento, frente a nosotros, leía ensimismado un libro en húngaro del que no recuerdo el autor, pero cuya lectura le fascinaba a juzgar por la expresión de su rostro y el nivel de concentración con que seguía las páginas.

Antes de sentarse y comenzar la lectura nos había saludado con una sonrisa. Apenas miraba el paisaje que aparecía tras la ventanilla, por lo que intuí que lo conocía de memoria. Tampoco mostró demasiado interés en los demás que lo acompañaban en el vagón más allá de la lógica interrupción que supone una parada momentánea en la que descendían unos y subían otros. Más de uno de estos le dedicó una mirada de inspección, aunque sin mucho detenimiento. Podía resumirse en un breve reconocimiento de su presencia, seguido de un rápido retorno a la rutina personal, como si nuestro exótico pasajero fuera alguien conocido o un acompañante habitual del trayecto.


Café Águila Azul, Praga
(Kavárna Modrý Orel)
A mí, en cambio, me seguía pareciendo admirable, una pieza que no encajaba en toda la escena de la que formábamos parte, con su contexto y expectativas. Viajaba por primera vez a un país exsocialista en el que esperaba encontrar referencias a un pasado que suponía compartido, al menos a gran escala, en esa especie de esfera invisible en la que los ideales sobrepasaban a las naciones y los pueblos, en la aspiración de un bienestar común que –según nos decían a finales de los 70 y principios de los 80- aventajaba en humanismo al resto de las sociedades del planeta.

Nuestro extravagante compañeros de viaje debió haberse formado también a esa época, con todo lo que implicaría vivir en un país del Segundo Mundo. Lo imaginé tan entusiasmado, si era posible, como aquella mañana gris del trayecto, como protagonista de cualquier día similar previo a 1989. Y confieso, me hubiera gustado mucho escuchar su narración, suponiendo que la imaginaria asociación que había comenzado a construir desde que subiera al tren en Mosonmagyaróvár tenía sentido, que esa actitud ante la vida, tan irreverente y segura de sí mismo lo había definido a través de los tiempos, sobre todo en épocas donde la abrumadora versión de la mayoría se ocupaba de condenar al olvido a toda expresión de diferencia.

Y es que también lo encontraba más interesante por esa actitud que por su apariencia excéntrica, por ese aspecto que confiere la evidencia de haber vivido unas cuantas décadas. Meses atrás, el encuentro con dos jóvenes húngaros, quienes por edad debían de haber vivido siempre en la era postcomunista, había terminado en decepción. Habíamos sido colegas de un curso de alemán, en un grupo que, casualmente, estaba dominado por estudiantes del antiguo bloque socialista (2 húngaros, 2 eslovacas, 1 croata, 1 polaca, 2 rusas y 1 ucraniana). A medida que avanzaron los contenidos del curso los estudiantes intercambiaron, además de las dificultades propias de aprender a funcionar en otra lengua, sus prejuicios y resquemores. Y si estos se enunciaron con más cuidado ante el profesor, se soltaban sin restricción alguna ante el resto de los colegas. Comentarios homófobos y racistas, al estilo de “el gobierno debería expulsar a todos los gitanos”, o “los gays pueden hacer todo lo que quieran en sus casas, pero andar de manos dadas o besarse en la calle no está bien”. Solamente yo y otro colega escocés parecíamos escandalizados ante tanta juventud y conservadurismo.

Es probable que a nuestro pasajero de enfrente tales opiniones no le hubiera hecho mucha gracia. Resulta imposible asegurarlo de manera rotunda, pero uno en aquella mañana de septiembre, camino a la capital húngara, alcanzaba a suponerlo. Apenas habíamos intercambiado un par de ademanes corteses; sin embargo, yo creía conocerlo de toda la vida.

III.

Gatos en Viseu, Portugal.
Cada viaje a Portugal implica algún trayecto por carretera. Nosotros preferimos el tren, pero hay ciudades, como Viseu -el lugar obligado de todas las vacaciones- que desde hace años perdieron su estación de ferrocarril y con ella la posibilidad de interconectarse de manera rápida a otras zonas importantes del país. Así que siempre terminamos rodando por la asombrosa red de autopistas portuguesas. Estas, financiadas con presupuestos de la Unión Europea, parecen haber sido concebidas para otros tiempos de bonanza.

En Portugal el auto privado sigue siendo un fuerte indicativo de estatus y los gobernantes de turno se ocuparon a finales de los 90 de crear una gran infraestructura vial para que todos la utilizaran cuando consideraran imprescindible moverse de un lugar a otro sobre cuatro ruedas. La estrategia discriminó el aumento de las líneas férreas y dió prioridad a la construcción de autopistas.  Sin embargo, con la llegada de la crisis en el 2008, conducir por las llamadas autoestradas se ha vuelto costosa para los choferes portugueses, por la cantidad de puestos de peaje que el gobierno ha instalado en aras de recaudar fondos para las exiguas obras públicas. Por eso existen hoy carreteras interprovinciales llenas de vehículos, mientras en las autopistas el tránsito es mucho menor que en los años de euforia y de mensajes triunfalistas que parecían parodiar aquel famoso lema de los años 50: Usted sí puede tener un Buick.

En los autobuses portugueses, lo mismo que en el tren, tampoco es fácil entablar una conversación entre pasajeros. Allí, como en el resto del mundo, los jóvenes permanecen indiferentes a todo lo que ocurre fuera de las pantallas de sus dispositivos, a excepción de las veces en que el conductor pasa inspeccionando tickets. Los menos jóvenes también se ocupan de emplear la duración del viaje en actividades que excluyan una conversación casual sobre cualquier tema. En tal contexto no es de extrañarse que uno termine como oyente involuntario de conversaciones de otros.

De todos los viajes recuerdo dos particularmente reveladoras, de esas que a la larga le sirven a los recién llegados para llevarse una idea bastante representativa de cómo anda el país. La primera ocurrió en un bus en la Terminal de Oporto, donde estuvimos retenidos cerca de veinte minutos cuando el chofer, al intentar salir del andén, no calculó bien la distancia entre su bus y el que estaba parqueado en el andén contiguo y terminó golpeando su espejo retrovisor, que cayó y se estrelló en el suelo. Entonces hubo que esperar porque lo reemplazaran, lo que puso de mal humor a un portugués residente en Francia, quien comenzó un discurso ácido contra el país y las autoridades. El hombre alegaba que por la demora iba a perder la conexión con el siguiente bus en una de las paradas del recorrido y cargaba contra la desidia de los trabajadores del transporte que permitían semejantes retrasos, cuando en Francia, desde donde había volado esa mañana, tales percances eran impensables.
Tranvía en el Barrio Alto, Lisboa.
A las críticas se le unieron otros viajeros para quienes el gobierno nacional no le merecía el menor respeto. Parecía el inicio de una pequeña revolución ciudadana en el reducido espacio del ómnibus. Por un breve segmento de todo el intercambio los pasajeros le dieron la razón al emigrante, mientras aportaban más anécdotas sobre lo mal que funcionaba el país en tiempos de crisis. El debate tal vez alcanzó un punto de no retorno cuando un anciana comenzó a quejarse también del rumbo que tomaba la nación y la comparó con los "mejores" años del pasado, cuando -según dijo- ella vivía en Angola y todo el país bajo una dictadura retrógrada, aunque claro, no mencionó este calificativo.  Luego el bus se puso en marcha y los participantes del debate fueron poco a poco regresando a los silencios habituales del viaje. Nadie más creyó oportuno continuar argumentando sobre otras cuestiones que en algún otro lugar, con lo polarizado que anda el mundo en octubre de 2016, serían calificadas de antipatrióticas.

En otro trayecto en guagua, esta vez desde Lisboa a Viseu, me sorprendió que nuestra vecina en el asiento de delante, no contestó su teléfono tras sonar dos veces a la salida de la Terminal de Siete Ríos. Fue minutos más tarde, cuando ya andábamos en plena autopista, bastante alejados de los límites territoriales de la Gran Lisboa, que la muchacha tomó el teléfono y marcó un número. “Padre”, saludó a alguien del otro lado y acto seguido contó un relato pesado e impactante, de los que te muestran la cercanía de un hecho sobre el que has leído desde la distancia de un reporte estadístico impersonal, pero con el que nunca te habías topado hasta ahora. La chica, al teléfono, le contaba a su padre que se había ido de casa, luego de una discusión con su novio o marido y que regresaba a vivir con ellos. Sin embargo, no era una simple discordia entre los miembros de una pareja. “Esta vez él fue muy lejos” decía la pasajera, ya entre las lágrimas y la vergüenza de tener que dar más detalles en un sitio carente de privacidad.

Mientras seguíamos impresionados el relato de la mujer, nos mirábamos tratando de pensar en alguna manera de darle apoyo. Aunque en el país los hechos de violencia de género no llegan a los niveles de la vecina España, también son comunes y en algunos casos, de consecuencias fatales. Creo que a nivel nacional prevalecen los dictados patriarcales, por lo que las mujeres suelen cargar con la culpa. Lo que al final nos sirvió de alivio fue intuir que la protagonista de esta historia contaba con una familia que, según indicaba la conversación que estaba teniendo con ellos, la iban a apoyar. No creo que las demás víctimas puedan decir lo mismo. De todas formas, nos hubiera gustado haber podido ayudarla a pasar el mal rato, hacerle saber que no estaba sola.

Y aunque la conversación por teléfono se extendió más allá del anuncio inicial que le había hecho a su padre, los minutos siguientes no aportaron muchos detalles más acerca de la situación que había vivido, aunque esos fueran lo menos que uno deseaba escuchar. Por suerte la atormentada pasajera fue recuperando la calma y cuando terminó de hablar parecía más resuelta. Imaginamos que viviría unas semanas difíciles, pero con la esperanza de que tal vez los días terribles habrían pasado. Fue entonces, en el primer alto del camino en Fátima, que la joven mujer bajó del bus hacia donde la esperaban sus familiares.

IV.

Costa sur inglesa en la distancia
No todas las conversaciones tienen que resultar imaginadas, algunas suceden espontáneamente. En el 2012 viajé por primera vez a Alemania, a la hermosa y acogedora ciudad de Heidelberg. Habíamos decidido previamente, de mutuo acuerdo con unos amigos franceses de la Lorena, que pasaríamos el fin de semana con ellos. Yo iría a una conferencia por dos días y luego me uniría a ellos viajando de Heidelberg a Karlsruhe, de ahí a Estrasburgo y luego hasta Sarrebourg, una pequeña ciudad cercana a Nancy. Helena viajaría directo desde Londres. Hice todas las reservas por Internet, primero el viaje en avión hasta un aeródromo en el sur alemán y luego los consiguientes trayectos en tren. Tenía ciertos temores antes de comenzar, que se resumían en el viaje hacia un país del que no dominaba la lengua, por más que muchos me calmaran diciendo que sería posible orientarme en inglés, que todo el mundo hablaría ese idioma.

Volé en Ryanair hasta lo que anunciaban como el Aeropuerto Internacional de Baden-Baden/Karlsruhe. Al final resultó ser una antigua base aérea norteamericana de postguerra que acondicionaron como terminal aérea, muy pequeña si se comparaba con otros aeropuertos continentales y, lo peor de todo, muy alejada de las dos ciudades alemanas que el vuelo aseguraba conectar. Quedaba en un punto medio de la nada, desde el que había que esperar por un autobús para trasladarse a cualquier núcleo urbano importante.


Por la ribera del Lago Lemán, Suiza.
En la cola para comprar el boleto del bus, me situé detrás de un estudiante que también venía de Londres. Cuando llegó al mostrador comprendió que se había olvidado de cambiar las libras esterlinas, de modo que no podía comprar su ticket, pues la cajera del buró de turismo no aceptaba tarjetas. Él se retiró a buscar un cajero automático, pero regresó frustrado a los pocos minutos, pues la terminal también carecía de tal servicio. Yo había comprado ya mi ticket, pero aún estaba cerca del buró revisando el itinerario de los buses, para asegurarme de que tomaría el indicado. Entonces, el estudiante se me acercó, me explicó su problema y me pidió si le podía comprar su ticket en euros, que él me pagaría la equivalencia en libras. Acepté, sin problemas, había notado que él hablaba alemán, cosa que yo no hacía, y que dominaba también la manera de conducirse en un terreno extraño para mí.

Entonces nos presentamos, de ahí supe que estudiaba Física y completaba su doctorado en Oxford, pero que había nacido en Frankfurt, donde sus padres habían emigrado desde Irán. No recuerdo su nombre, tal vez porque lo dijo demasiado rápido, pero sí que conversamos mucho mientras esperábamos por el bus y en el corto trayecto hacia una extraña estación de tren desde donde debí tomar un suburbano hacia la Hauptbahnhof de Karlsruhe.

Yo le hablé de mi investigación y de la ponencia que presentaría en Heidelberg y él también me explicó la suya. Supongo que le advertí que había estudiado Física en mi preuniversitario de Ciencias Exactas, en largas jornadas de experimentos y de resolver problemas y ejercicios complicados de un compendio elaborado por una autora soviética de origen judío: Valentina Wolkenstein, pero es muy probable que le haya confirmado el haber olvidado aquellas lecciones y fórmulas.

Él me comentó sobre su elección de Oxford y sobre sus deseos de regresar a Alemania, el país que consideraba su casa. Lo imagino ahora en algún puesto en un importante centro de investigación, pues además de inteligente y honesto, me sorprendió su nivel de resolución, su convencimiento de haber escogido la profesión con la que se sentía más a gusto.

Mientras intercambiábamos opiniones, el bus atravesaba el paisaje rural del sur germano, pasando por aldeas de construcciones casi perfectas, como de juguete. En algún momento le comenté a mi interlocutor mi desconcierto ante las vistas de nuestro recorrido. Sabía de la fama que acompaña a los destinos de Ryanair, la compañía aérea notable por usar aeropuertos que distan bastante de la ciudad que indica el vuelo, pero en esta ocasión, creo que se habían llevado el Premio Gordo.

Cuando llegamos a la estación de Rastatt y nos despedimos, cada uno para proseguir viaje en dos direcciones diferentes, ya habían desaparecido todos mis temores iniciales acerca de viajar hacia lo desconocido. El estudiante de Oxford me había dado indicaciones precisas, así que tomé el tren hacia Karlsruhe y en minutos estaba allí, a la espera del próximo tren a Heidelberg. Europa Central aparecía muy bien conectada, pensé mientras aprovechaba el acceso a Internet para comentarle a una amiga en Madrid sobre el éxito de haber llegado ileso. Ella y su marido, que nos habían visitado meses antes en Londres, me habían confesado su reticencia a moverse hacia otros destinos europeos, pues imaginaban que tendrían muchas dificultades para hacerse entender en inglés. Yo, por mi parte, les aseguraba ahora que todo era posible.


Dejando Lausana en 2005
Quiero imaginar que me esperan muchos viajes en el futuro. Sigo pensando que dejar los sitios en los que uno ha estado durante mucho tiempo hace bien al cuerpo y a la mente. Por supuesto, hablo de movimiento voluntarios, pues no hay nada más traumático que tener que abandonar por la fuerza el lugar donde se vive, donde uno ha echado raíces. Espero también que en los próximos trayectos, así vaya bien acompañado, encuentre pasajeros asombrosos, de esos con los que me gustaría entablar conversaciones reveladoras e inquietantes aunque al final estas solo ocurran en mi hasta ahora siempre activa imaginación.

(c) Fotos: Helena Soares

lunes, agosto 01, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (V)

5ta Etapa: De Krems a Klosterneuburg


La salida de Krems resultó un poco complicada cuando no encontré los habituales cartelitos de la Ruta del Danubio y terminamos en una de las carreteras que daban a la autopista, en la que se advertía claramente que no podían circular bicicletas. Hubo que hacer el camino de vuelta hasta que a poca distancia aparecieron otra vez las indicaciones de la ciclovía.

No habíamos pedaleado mucho cuando advertimos a un grupo de ciclistas adelante que nos hacían señas para detenernos. A medida que nos acercamos descubrimos que había un tronco de regulares proporciones que bloqueaba el camino. Primero pensamos que había que desviarse, pero más cerca notamos que al otro lado del tronco yacía un hombre mayor, ataviado como ciclista, con un visible golpe en la cabeza y un largo hilillo de sangre que ya llegaba al otro lado del camino. A su lado alguien seguía instrucciones por teléfono, mientras otro trataba de reanimarlo. Intenté averiguar qué había pasado, pero no entendí la explicación que me dieron. Luego de desearles que el pobre hombre mejorara, continuamos viaje, aunque a pocos metros nos detuvo alguien que más tarde supimos era el médico y venía dispuesto a socorrer al accidentado. Le expliqué que estaría a unos cuantos metros en dirección contraria y que pensaba que su estado sería de gravedad. El hombre pareció darme la razón. Luego de avanzar durante unos diez, quince minutos escuchamos la sirena policial y nos topamos con una patrulla que se dirigía hacia el lugar de los hechos.

Todavía en estado de shock, sobrecogidos de que el último día de pedaleo comenzara con tan triste acontecimiento, casi no advertí que habíamos llegado a la estación de Altenwörth, por donde debíamos atravesar el río por última vez. Habíamos salido de Krems en la ribera norte y Klosterneuburg estaba situado en el sur. Antes de llegar allí pasaríamos por Tulln, otra de las pequeñas ciudades en el Danubio camino a Viena.

Sobre el anciano accidentado busqué información al llegar, pero no encontré nada. Sólo la semana siguiente apareció una escueta nota en un medio local. Hablaba del accidente, pero tampoco esclarecía muchos detalles. Por ella supe que el ciclista aún se mantenía en el hospital, que era vecino de Krems y que tenía 77 años.

La ciclovía en la ribera sur de aquel sábado estaba muy concurrida. Decenas de ciclistas pasaban en ambas direcciones. Era una mañana calurosa y muy soleada, el río continuaba a nuestro lado con su increíble continuo fluir. En Londres estaba acostumbrado a la presencia del Támesis, pero nunca en lo que recuerdo de mis paseos por el South Bank lo noté tan caudaloso como el Danubio.

Tulln, plaza central.
Tulln apareció enseguida en el recorrido. Tal vez alguien que haya hecho el trayecto pueda pensar que parecíamos miembros de cualquier equipo profesional en el Tour de Francia, pero en realidad siempre fuimos los primeros sorprendidos en alcanzar todas las metas en un tiempo tan corto y sin demasiadas síntomas de agotamiento. Antes de adentrarnos en Tulln y hacer la parada del almuerzo, Helena me había llamado para advertirnos que aquel sábado Viena estaría llena de visitantes, pues además del tradicional Desfile del Orgullo Gay, que este año también tendría un desfile anti-gay, la presidenta del Frente Nacional, Marine Le Pen estaba de visita en la ciudad, por lo que se esperaba una fuerte presencia policial y algo de muchedumbre.

Mientras tanto en Tulln, en la plaza principal, nada parecía perturbar la habitual imagen de la pequeña ciudad en un mediodía veraniego. Cerca encontramos otra taberna que también bullía de actividad y clientes. Allí nos quedamos para el almuerzo.

Salimos de Tulln en dirección a Greifenstein y otra vez en corto tiempo pasábamos el cartel que anunciaba la entrada a Klosterneuburg. Lo demás fue encontrar la pensión Salmeyer, donde debíamos dejar las bicis y luego retornar a la estación de tren por la que en minutos pasaría el suburbano que nos llevaría a Viena. Y sin en la bicicleta los tramos parecían cada día más cortos, sin dudas el viaje en tren superó las percepciones sobre las distancias. Solo una parada y ya estábamos en Nußdorf, técnicamente en el norte de Viena. Atrás quedaban cinco días de pedaleo e imágenes de verdor, valles y la reconfortante presencia del Danubio como compañero inseparable del trayecto.

lunes, julio 25, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (IV)

4. De Grein a Melk y luego a Krems.

Dejamos la Granja Kamleitner en una nublada mañana de viernes. Bajar aquellas pendientes boscosas fueron todo un ejercicio de caída libre. Al final hasta la distancia entre Schacherhof y Grein me pareció mucho menor que la recorrida el día anterior. Vimos un par de cafés donde desayunar, pero nos quedamos con el Café Willi’s, que también era panadería y servían semmels acabados de hornear. Minutos más tarde ya estábamos de vuelta en la ciclovía. El día continuaba nublado, aunque no parecía que nos iba a acompañar la lluvia de la segunda jornada.

Teníamos planeado llegar a Melk y pasar allí la noche, daría tiempo para que mis amigos visitaran la famosa abadía benedictina. Sin embargo, nuestro ritmo de pedaleo otra vez nos desbarataba todos los planes y a los pocos minutos ya estábamos cruzando hacia la ribera sur por el puente de Klein Pöchlarn. Era la sexta vez que atravesábamos el Danubio.

Llegamos a Melk casi al mediodía y fuimos directo a la abadía. Es curioso, de esta localidad austríaca procede el protagonista de la célebre novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, Adso de Melk. Es quizás la única relación con la historia y la posterior película de Jean Jacques Annaud, aunque Marta me comentó que había leído blogs de otros que también habían realizado el recorrido que aseguraban que la película se había filmado allí.  Ya la había visitado el pasado año, habíamos llegado en auto y casi no nos habíamos movido del los alrededores de la abadía y su museo. Por eso pensé que Melk se reducía a aquella zona, no obstante, como esta vez entramos directamente por las calles del pueblo, descubrí un área de actividad muy diferente a la que había visto la vez anterior. El centro de la ciudad estaba muy animado, lleno de turistas.

Los amigos visitaron el museo y luego regresamos a la Wiener Straße donde recalamos en una restaurante italiano en un sótano de techos abovedados. Y mientras esperábamos por pizzas y fladenbrots  decidimos seguir rumbo a Krems antes que pasar en Melk el resto del día. La ciclovía nos llamaba, al parecer. De modo que salimos poco después del mediodía, confiados en que, a nuestro ritmo de pedaleo, llegaríamos al objetivo antes de que cayera la tarde. No teníamos idea de dónde pasaríamos la noche, pero sí confianza en que nos las arreglaríamos.

En la tarde nos esperaban las espectaculares vistas de la región del Wachau. Viñedos y campos de albaricoques acompañaban la ruta. Hicimos un alto en Dürstein, donde también encontramos a decenas de turistas, la mayoría norteamericanos e italianos. De todos los pueblos y ciudades que encontramos por el camino, este fue uno de mis preferidos. Estoy seguro que volveré a visitarlo con más calma, para subir a las ruinas romanas donde el famoso Ricardo Corazón de León estuvo prisionero a la espera de un rescate.

El resto del recorrido me pareció demasiado corto. En breve entrábamos en Krems, lo que nos demostraba que había sido buena la estrategia de no quedarse en Melk. Como urgía buscar un lugar para pasar la noche fuimos hasta el buró de turismo para preguntar sobre pensiones y hostales, las opciones más baratas. La empleada del buró fue muy agradable y nos dio la lista de los sitios que tenían habitaciones disponibles, pero nos aclaró que faltaban cinco minutos para cerrar. Salí a la calle a hacer un par de llamadas. Logré hablar con dos de los hostales de la lista, pero me informaron que ya no tenían vacantes. Y por supuesto, cuando volvimos ya el buró de turismo estaba cerrado, puntualidad austríaca.

Por suerte recordé que el camino había visto algunos hostales con banderines que anunciaban habitaciones disponibles. Solo era preciso regresar por el mismo camino. Llegamos a una en cuya puerta había visto previamente un cartel con un número de teléfono y que ahora estaba custodiada por una anciana de redecilla en la cabeza. Pregunté si tenía habitaciones disponibles o una tres personas. Nos dijo que sí y nos invitó a acompañarla para que la viéramos. Era perfecto lo que necesitábamos.

Resuelto el alojamiento nos quedaban unas horas para recorrer el centro de Krems, también lleno de calles adoquinadas y edificios antiguos. Cenamos en un sitio muy acogedor, la Gasthaus Jell, donde rápidamente y para alegría de las meseras agotamos dos botellas de un blanco (Domäne Wachau), por cuya fábrica habíamos pasado en horas de la tarde.


A la mañana siguiente durante el desayuno en la casa de huéspedes conversamos brevemente con el dueño, cuya mujer es mexicana y entre ambos administraban dos hostales en la ciudad. Él había vivido varios años en México hasta que decidieron regresar a Austria, por lo que hablaba perfecto español. Pagamos, nos despedimos y emprendimos la ruta que habría de llevarnos a Klosterneuburg, donde dejaríamos las bicicletas para que fueran devueltas a su clínica en Passau. Sería el último día del trayecto en el completaríamos los más de 300 kilómetros de la ruta.

Continuará

viernes, julio 22, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (III)

3ra Etapa: De Linz a Grein

Cuando Linz ya desaparecía del horizonte y el sol seguía imperturbable, comprendí quizás que esta sería una de las etapas más difíciles, sino la más, de todo el trayecto. La ciclovía apenas tenía elevaciones, por lo que el avance era más lento; además, teníamos el aire en contra. En una encrucijada, donde el camino se dividía entre Mathausen y Enns, hicimos un alto para preguntar a una pareja de abuelos que también andaban de recorrido.

El  hombre, con la inicial y esperada reacción de los locales, de total cautela ante un extranjero, me preguntó si no teníamos un mapa. Teníamos, le dije, pero confiábamos más en la experiencia de alguien que conocía la zona. El mapa, que era parte de la guía, había soportado estoicamente todo el aguacero de la jornada anterior y aún no se había secado del todo. Al interlocutor, al parecer, le gustó la observación porque agarró su mapa y se puso a explicarnos sobre las zonas más agradables que podríamos encontrar adelante. 

Cuándo nos preguntó de dónde éramos y se enteró que éramos cubanos, su actitud ya había pasado de escepticismo a amabilidad total. Se volvió para su mujer y le repitió que veníamos de Cuba, imagino que demasiado atolondrado por la sorpresa. Nos contó que eran de Burgenland, que pretendían completar el recorrido, pero que ya habían navegado el Danubio en varios cruceros, una vez desde Ámsterdam, en barcos que cubrían las rutas fluviales entre Holanda, Alemania y Austria, y otra vez a todo lo largo del río hasta el mismísimo delta en Rumanía. Nos recomendaron tomar la ribera sur donde encontraríamos lugares más interesantes.

Lo único que el trayecto se alejó un poco del río y a pesar de que seguíamos las señales del Donauradweg, nos tocó atravesar campos de trigo y remolacha y pequeñas aldeas de casitas cuidadas y pintorescas. Cuando nos detuvimos cerca de Enghagen, para leer lo que indicaba un cartel frente a una Gasthaus, alguien desde su auto nos preguntó si pensábamos llegarnos hasta Enns. Era una de las posibilidades de la ruta, pero como no había tenido tiempo de leer la guía en su totalidad la noche anterior, no habíamos decidido nada. Le respondí que no sabíamos. Entonces, para mi sorpresa, nos convidó a que fuéramos, que era una ciudad hermosa. Le agradecí y consulte con los demás; estábamos cerca de hacer un alto en el camino para comer algo y tal vez Enns sería una buena opción para descansar.

Enns, Stadtturm
Fue necesario desviarnos un poco, pero al cabo de unos veinte minutos ya estábamos entrando en la plaza central de Enns, coronada por la torre del reloj (Stadtturm). Cerca quedaban varios restaurantes, pero escogimos un café a pocas cuadras del centro en la Linzer Straße, una adoquinada vía de tiendas y pequeños establecimientos que evidenciaban el pasado medieval de la ciudad. El almuerzo, a sugerencia de la dueña, consistió en sándwiches y cerveza local. Enns resultó ser una parada agradable en un mediodía con mucho sol.

De vuelta en Enghagen tomamos el tercer ferry del recorrido. Este era más pequeño que el anterior, con un barquero mucho más simpático e histriónico, quien insistió en tomarnos una foto como souvenir del corto viaje de una ribera a la otra. Y de nuevo a pedalear junto al río. El viento había disminuido un poco, pero seguía siendo una jornada calurosa. 

Mientras avanzábamos andaba yo reflexionando un poco sobre los locales y sus actitudes. En Viena, al inicio de mi llegada, un par de encontronazos me habían puesto sobre aviso. Había aterrizado tras vivir casi diez años en Londres, cuando no se hablaba del Brexit y los londinenses, en apariencia, pasaban por apacibles y educados, por lo menos sabían pedir perdón. Los vieneses, por el contrario, se me antojaban bruscos y provincianos, a pesar de todo el pasado esplendor que emanaba la ciudad. No era el único que así pensaba, pues mis experiencias tenían mucho en común con las de mis colegas de los cursos de alemán y con par de amigos que llevaban mucho más tiempo en Austria y hasta con las de algunos austríacos, una amiga que vivió por años en Estados Unidos y una chica de Graz con la que coincidimos en un vuelo de regreso desde Lisboa. Lo que siempre me aclaraban era la diferencia que existía entre la antipatía y neurosis general con la que algunos vieneses se manifestaban en sus interacciones diarias y el modo más amistoso con el que se comportaban los demás habitantes de Austria. Los locales y sus actitudes incomprensibles, nuevamente añadían más datos a mi investigación en curso sobre sus modos y maneras de relacionarse.

En el Ferry hacia Ottensheim
El trayecto, hasta ahora, le iba dando la razón a quienes así opinaban. Ya andábamos cerca de la estación para ciclistas de Mitterkirchen y, por ende, no my lejos de nuestra meta del día: la pequeña ciudad de Grein. La estación estaba muy concurrida, una tienda-cafetería en el medio del camino invitaba a los del recorrido a hacer una parada y beber un par de cervezas. También nos detuvimos. Todavía no habíamos entrado en la zona del Wachau, famosa por sus viñedos, así que podíamos traicionar las recomendaciones de la guía y probar las no menos famosas cervezas locales.

Compramos tres y nos sentamos a beberlas con calma. Para llegar a Grein faltaba poco y al ritmo que pedaleábamos la distancia se acortaría mucho más. En un momento Marta fue al baño, a unas casetas al otro lado de la ciclovía por la que seguían pasando aventureros en ambas direcciones. Demoró un poco en regresar a nuestra mesa, pero casi no lo advertimos de tan entretenidos que estábamos con la conversación y la cerveza, hasta que nuestro vecino nos advirtió en inglés que nuestra amiga tenía problemas en el baño. Al parecer la puerta se había trabado y Marta no podía abrirla desde dentro. Ángel fue a tratar de ayudar, pero no pudo, tampoco logró abrirla un abuelo gigante que atacó la manilla de la puerta como si se tratara de su peor enemigo. Por suerte ya la mujer de la cafetería venía con la llave y pudo destrabarla. Vimos aparecer a Marta con cara de susto, pero sana y salva. De vuelta a la mesa, pasado el mal rato, le escuchamos al abuelo gigante decirnos en tono de aparente regaño: es la primera vez que algo así nos ocurre. “Siempre hay una primera vez para todo”, quise decirle en alemán, pero no estaba seguro de qué manera lo iba a interpretar. Lo vimos desaparecer rumbo a la cafetería y nos olvidamos brevemente de él y su comentario, hasta que apareció con un helado para Marta, cortesía de la casa.

Dejamos Mitterkirchen con el recuerdo de una historia que bien podría resumir las aventuras de nuestro trayecto con respecto a los locales. Sin embargo, sólo estábamos completando el tercer día y en los que restaban todavía podíamos experimentar más de una ocurrencia.

A la entrada de Grein
Pocos metros antes de la entrada a Grein, desde una colina donde se veía casi la totalidad del pueblo, me pareció este muy atrayente. Como punto de anclaje en la ruta de los cruceros del Danubio, aquella tarde exhibía una actividad que no habíamos notado en los demás asentamientos del recorrido, ya fuera por la lluvia o la velocidad con que atravesamos aquellos en los que no nos detuvimos.

Allí debíamos quedarnos en un apartamento situado en la granja de la Familia Kamleitner, donde había reservado una habitación. Los había encontrado en una página de la Asociación de Turismo de la Región y había chequeado su localización en los mapas de Google, pero no en una foto del satélite. La granja aparecía un poco alejada del centro de Grein, sin embargo el pueblo no parecía demasiado extenso como para que nos preocupara la distancia.

Lo que sucedió fue que desde nuestro punto de parada, en el centro del pueblo, no encontraba de ninguna manera la calle Donaulände que debíamos tomar para encaminarnos hacia los Kamleitner. Pregunté a un par de ancianas que me miraron extrañadas antes de responderme categóricamente que no existía ninguna calle con el nombre que yo había dicho. Cuando les mostré la imagen del mapa en el móvil me aclararon también en tono de “eso-debería-saberlo” que con ese nombre sólo podía tratarse de la senda de bicicletas al lado del Danubio, la misma por donde habíamos llegado a Grein.

De manera que para evitar errores, decidí llamar a la señora Kamleitner y preguntarle por la mejor dirección para llegar a sus dominios. Del otro lado del teléfono ella se ofreció a llevarnos y aunque le aclaré que éramos tres con igual número de bicicletas, ella me respondió que no sería un problema, pues tenía un bus en el que cabíamos todos. Y era cierto, se apareció en su minibus en el que acomodamos las bicis no sin antes provocar en nuestra anfitriona una expresión de asombro cuando se enteró que veníamos de Cuba. Intrigados por la necesidad del bus, pregunté si la granja quedaba a gran distancia de donde estábamos. No es muy lejos, nos dijo nuestra chofer, pero sí muy alto.

Schacherhof
Cuando avanzamos unos pocos metros ya casi alcanzábamos los límites de Grein. Más adelante nos topamos con el tradicional cartel con el nombre del pueblo atravesado por una línea roja. Nosotros ascendíamos, a un lado y al otro nos saludaban árboles demasiado altos y en un punto del camino observamos la destreza de una liebre cruzando la carretera.

La Granja de los Kamleitner quedaba en la punta de una loma. Allí, flanqueada por corrales de vacas y caballos estaba la casa principal y a un lado el antiguo granero, reconvertido en casa de huéspedes. Dentro encontramos un apartamento de dos pisos y el confort que tal vez le faltaba a muchos hoteles de 2 y 3 estrellas que había visto en los días previos cuando buscaba información sobre alojamiento en la ruta del Danubio. Desde la ventana, Grein se divisaba en la lejanía, a mucha más distancia de la que había imaginado.

Antes de instalarnos nuestra anfitriona nos preguntó si habíamos cenado, pues cerca había otra casa de huéspedes donde preparaban comidas. Así que desempacamos, nos bañamos y cuando bajamos listos ya para explorar los senderos más rurales de Schacherhof, la señora Kamleitner nos informó que su vecina no abriría el hostal esa tarde, por lo que ella nos llevaría al pueblo al lugar que eligiéramos y cuando termináramos la podíamos llamar y ella nos recogería para traernos de vuelta a la granja. Me pareció que era demasiado, pero ella nos aclaró que ya más de una vez lo había hecho así con otros huéspedes. Tomamos otra vez el minibus para cenar en una típica cervecería de la Alta Austria.

A la mañana siguiente los Kamleitner nos propusieron desayunar, pero con tantas atenciones la tarde anterior declinamos la oferta de la mejor manera posible. Tampoco aceptaron que les pagáramos más por todos los viajes de ida y vuelta a Grein.

Continuará