viernes, julio 22, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (III)

3ra Etapa: De Linz a Grein

Cuando Linz ya desaparecía del horizonte y el sol seguía imperturbable, comprendí quizás que esta sería una de las etapas más difíciles, sino la más, de todo el trayecto. La ciclovía apenas tenía elevaciones, por lo que el avance era más lento; además, teníamos el aire en contra. En una encrucijada, donde el camino se dividía entre Mathausen y Enns, hicimos un alto para preguntar a una pareja de abuelos que también andaban de recorrido.

El  hombre, con la inicial y esperada reacción de los locales, de total cautela ante un extranjero, me preguntó si no teníamos un mapa. Teníamos, le dije, pero confiábamos más en la experiencia de alguien que conocía la zona. El mapa, que era parte de la guía, había soportado estoicamente todo el aguacero de la jornada anterior y aún no se había secado del todo. Al interlocutor, al parecer, le gustó la observación porque agarró su mapa y se puso a explicarnos sobre las zonas más agradables que podríamos encontrar adelante. 

Cuándo nos preguntó de dónde éramos y se enteró que éramos cubanos, su actitud ya había pasado de escepticismo a amabilidad total. Se volvió para su mujer y le repitió que veníamos de Cuba, imagino que demasiado atolondrado por la sorpresa. Nos contó que eran de Burgenland, que pretendían completar el recorrido, pero que ya habían navegado el Danubio en varios cruceros, una vez desde Ámsterdam, en barcos que cubrían las rutas fluviales entre Holanda, Alemania y Austria, y otra vez a todo lo largo del río hasta el mismísimo delta en Rumanía. Nos recomendaron tomar la ribera sur donde encontraríamos lugares más interesantes.

Lo único que el trayecto se alejó un poco del río y a pesar de que seguíamos las señales del Donauradweg, nos tocó atravesar campos de trigo y remolacha y pequeñas aldeas de casitas cuidadas y pintorescas. Cuando nos detuvimos cerca de Enghagen, para leer lo que indicaba un cartel frente a una Gasthaus, alguien desde su auto nos preguntó si pensábamos llegarnos hasta Enns. Era una de las posibilidades de la ruta, pero como no había tenido tiempo de leer la guía en su totalidad la noche anterior, no habíamos decidido nada. Le respondí que no sabíamos. Entonces, para mi sorpresa, nos convidó a que fuéramos, que era una ciudad hermosa. Le agradecí y consulte con los demás; estábamos cerca de hacer un alto en el camino para comer algo y tal vez Enns sería una buena opción para descansar.

Enns, Stadtturm
Fue necesario desviarnos un poco, pero al cabo de unos veinte minutos ya estábamos entrando en la plaza central de Enns, coronada por la torre del reloj (Stadtturm). Cerca quedaban varios restaurantes, pero escogimos un café a pocas cuadras del centro en la Linzer Straße, una adoquinada vía de tiendas y pequeños establecimientos que evidenciaban el pasado medieval de la ciudad. El almuerzo, a sugerencia de la dueña, consistió en sándwiches y cerveza local. Enns resultó ser una parada agradable en un mediodía con mucho sol.

De vuelta en Enghagen tomamos el tercer ferry del recorrido. Este era más pequeño que el anterior, con un barquero mucho más simpático e histriónico, quien insistió en tomarnos una foto como souvenir del corto viaje de una ribera a la otra. Y de nuevo a pedalear junto al río. El viento había disminuido un poco, pero seguía siendo una jornada calurosa. 

Mientras avanzábamos andaba yo reflexionando un poco sobre los locales y sus actitudes. En Viena, al inicio de mi llegada, un par de encontronazos me habían puesto sobre aviso. Había aterrizado tras vivir casi diez años en Londres, cuando no se hablaba del Brexit y los londinenses, en apariencia, pasaban por apacibles y educados, por lo menos sabían pedir perdón. Los vieneses, por el contrario, se me antojaban bruscos y provincianos, a pesar de todo el pasado esplendor que emanaba la ciudad. No era el único que así pensaba, pues mis experiencias tenían mucho en común con las de mis colegas de los cursos de alemán y con par de amigos que llevaban mucho más tiempo en Austria y hasta con las de algunos austríacos, una amiga que vivió por años en Estados Unidos y una chica de Graz con la que coincidimos en un vuelo de regreso desde Lisboa. Lo que siempre me aclaraban era la diferencia que existía entre la antipatía y neurosis general con la que algunos vieneses se manifestaban en sus interacciones diarias y el modo más amistoso con el que se comportaban los demás habitantes de Austria. Los locales y sus actitudes incomprensibles, nuevamente añadían más datos a mi investigación en curso sobre sus modos y maneras de relacionarse.

En el Ferry hacia Ottensheim
El trayecto, hasta ahora, le iba dando la razón a quienes así opinaban. Ya andábamos cerca de la estación para ciclistas de Mitterkirchen y, por ende, no my lejos de nuestra meta del día: la pequeña ciudad de Grein. La estación estaba muy concurrida, una tienda-cafetería en el medio del camino invitaba a los del recorrido a hacer una parada y beber un par de cervezas. También nos detuvimos. Todavía no habíamos entrado en la zona del Wachau, famosa por sus viñedos, así que podíamos traicionar las recomendaciones de la guía y probar las no menos famosas cervezas locales.

Compramos tres y nos sentamos a beberlas con calma. Para llegar a Grein faltaba poco y al ritmo que pedaleábamos la distancia se acortaría mucho más. En un momento Marta fue al baño, a unas casetas al otro lado de la ciclovía por la que seguían pasando aventureros en ambas direcciones. Demoró un poco en regresar a nuestra mesa, pero casi no lo advertimos de tan entretenidos que estábamos con la conversación y la cerveza, hasta que nuestro vecino nos advirtió en inglés que nuestra amiga tenía problemas en el baño. Al parecer la puerta se había trabado y Marta no podía abrirla desde dentro. Ángel fue a tratar de ayudar, pero no pudo, tampoco logró abrirla un abuelo gigante que atacó la manilla de la puerta como si se tratara de su peor enemigo. Por suerte ya la mujer de la cafetería venía con la llave y pudo destrabarla. Vimos aparecer a Marta con cara de susto, pero sana y salva. De vuelta a la mesa, pasado el mal rato, le escuchamos al abuelo gigante decirnos en tono de aparente regaño: es la primera vez que algo así nos ocurre. “Siempre hay una primera vez para todo”, quise decirle en alemán, pero no estaba seguro de qué manera lo iba a interpretar. Lo vimos desaparecer rumbo a la cafetería y nos olvidamos brevemente de él y su comentario, hasta que apareció con un helado para Marta, cortesía de la casa.

Dejamos Mitterkirchen con el recuerdo de una historia que bien podría resumir las aventuras de nuestro trayecto con respecto a los locales. Sin embargo, sólo estábamos completando el tercer día y en los que restaban todavía podíamos experimentar más de una ocurrencia.

A la entrada de Grein
Pocos metros antes de la entrada a Grein, desde una colina donde se veía casi la totalidad del pueblo, me pareció este muy atrayente. Como punto de anclaje en la ruta de los cruceros del Danubio, aquella tarde exhibía una actividad que no habíamos notado en los demás asentamientos del recorrido, ya fuera por la lluvia o la velocidad con que atravesamos aquellos en los que no nos detuvimos.

Allí debíamos quedarnos en un apartamento situado en la granja de la Familia Kamleitner, donde había reservado una habitación. Los había encontrado en una página de la Asociación de Turismo de la Región y había chequeado su localización en los mapas de Google, pero no en una foto del satélite. La granja aparecía un poco alejada del centro de Grein, sin embargo el pueblo no parecía demasiado extenso como para que nos preocupara la distancia.

Lo que sucedió fue que desde nuestro punto de parada, en el centro del pueblo, no encontraba de ninguna manera la calle Donaulände que debíamos tomar para encaminarnos hacia los Kamleitner. Pregunté a un par de ancianas que me miraron extrañadas antes de responderme categóricamente que no existía ninguna calle con el nombre que yo había dicho. Cuando les mostré la imagen del mapa en el móvil me aclararon también en tono de “eso-debería-saberlo” que con ese nombre sólo podía tratarse de la senda de bicicletas al lado del Danubio, la misma por donde habíamos llegado a Grein.

De manera que para evitar errores, decidí llamar a la señora Kamleitner y preguntarle por la mejor dirección para llegar a sus dominios. Del otro lado del teléfono ella se ofreció a llevarnos y aunque le aclaré que éramos tres con igual número de bicicletas, ella me respondió que no sería un problema, pues tenía un bus en el que cabíamos todos. Y era cierto, se apareció en su minibus en el que acomodamos las bicis no sin antes provocar en nuestra anfitriona una expresión de asombro cuando se enteró que veníamos de Cuba. Intrigados por la necesidad del bus, pregunté si la granja quedaba a gran distancia de donde estábamos. No es muy lejos, nos dijo nuestra chofer, pero sí muy alto.

Schacherhof
Cuando avanzamos unos pocos metros ya casi alcanzábamos los límites de Grein. Más adelante nos topamos con el tradicional cartel con el nombre del pueblo atravesado por una línea roja. Nosotros ascendíamos, a un lado y al otro nos saludaban árboles demasiado altos y en un punto del camino observamos la destreza de una liebre cruzando la carretera.

La Granja de los Kamleitner quedaba en la punta de una loma. Allí, flanqueada por corrales de vacas y caballos estaba la casa principal y a un lado el antiguo granero, reconvertido en casa de huéspedes. Dentro encontramos un apartamento de dos pisos y el confort que tal vez le faltaba a muchos hoteles de 2 y 3 estrellas que había visto en los días previos cuando buscaba información sobre alojamiento en la ruta del Danubio. Desde la ventana, Grein se divisaba en la lejanía, a mucha más distancia de la que había imaginado.

Antes de instalarnos nuestra anfitriona nos preguntó si habíamos cenado, pues cerca había otra casa de huéspedes donde preparaban comidas. Así que desempacamos, nos bañamos y cuando bajamos listos ya para explorar los senderos más rurales de Schacherhof, la señora Kamleitner nos informó que su vecina no abriría el hostal esa tarde, por lo que ella nos llevaría al pueblo al lugar que eligiéramos y cuando termináramos la podíamos llamar y ella nos recogería para traernos de vuelta a la granja. Me pareció que era demasiado, pero ella nos aclaró que ya más de una vez lo había hecho así con otros huéspedes. Tomamos otra vez el minibus para cenar en una típica cervecería de la Alta Austria.

A la mañana siguiente los Kamleitner nos propusieron desayunar, pero con tantas atenciones la tarde anterior declinamos la oferta de la mejor manera posible. Tampoco aceptaron que les pagáramos más por todos los viajes de ida y vuelta a Grein.

Continuará

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