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viernes, junio 19, 2020

Memorias de la pandemia (4)

ESVOC/IPVCE Ernesto Ché Guevara en Santa Clara, Cuba. En primer plano las piscinas
(sin agua desde hace años), al fondo el Gimnasio y a la izquierda el Policlínico.
No deja de ser curioso que vivir situaciones extremas, como esta del COVID-19, en la que uno de pronto se encuentra sin muchos recursos para hallar una salida expedita, nos haga reflexionar sobre experiencias pasadas. Tal vez la comparación busca restarle impacto al shock, pues no hay duda de que al final el virus no es ni la única pandemia que hemos vivido, ni la referencia a una tragedia descomunal que amenaza con destruir todo lo conocido, por muy espeluznante que parezca.

En mi adolescencia nos tocó vivir otra, la del SIDA, hecho que muchos han citado cuando se refieren a la actual emergencia sanitaria por el coronavirus. Y hasta me resulta familiar, no porque en aquellos años de VIH y pruebas masivas, confinamiento forzado a los pacientes cubanos, burlas, historias aterradoras sobre auto-inoculación, el miedo fuera menos palpable que en estos meses del 2020, sino porque viendo aquellos reportajes sobre la enfermedad fue cuando por primera vez escuché mencionar la palabra pandemia.

La incorporaría completamente a mi léxico tiempo después, en pleno Período Especial, cuando un amigo, colega de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, decidió hacer su tesis de licenciatura sobre el Sanatorio de Santiago de Las Vegas. Ya estábamos en los años 90 y estos no se había iniciado con eventos menos trágicos, pero la década anterior nos había dejado un compendio bastante amplio de sucesos nefastos. La masacre de Jonestown, Bhopal, el terremoto de México y Chernobyl son algunos ejemplos que, me atrevería a afirmar, quedaron en la memoria colectiva, aunque nos enteráramos en detalle muchos meses o años después leyendo Sputnik o alguna otra publicación soviética. Y tales lecturas siempre nos mostraban que el mundo era muy frágil y que la vida de cualquier humano podía apagarse en un minuto por cualquier motivo de fuerza mayor.

De adolescentes vivimos epidemias más banales, incómodas, pero no letales, como la de escabiosis y pediculosis que se desató en la entonces Escuela Vocacional de Santa Clara. He tratado de rememorar cómo comenzó, pero mi me memoria me ha fallado estrepitosamente. Sé que tal vez se activaría si preguntara a alguno de los compañeros que vivieron también aquellos días, pero ello implicaría romper el boicot personal a Facebook. En la semanas que he estado ausente de la red social he podido leer un par de libros que hacía tiempo deseaba terminar, cuyas historias me han llevado a descubrir personas reales desconocidas, con vidas extraordinarias. A algunos de mis amigos de Facebook los quiero un montón, pero sé que no son tan eficaces como para imponerse sobre la nube de ruido, comentarios y memes que el algoritmo escoge, para presentártelos e intentar convencerte de que son en realidad lo que te interesa.

Pero volviendo a mi epidemia banal, hay varios momentos que sí recuerdo con más nitidez, como por ejemplo, regresar del pase y que los ómnibus en lugar de dejarnos en el sitio habitual de todos los domingos, lo hicieran en los escalones de la Dirección Central, donde un grupo de profesores nos revisaría la cabeza buscando piojos o liendres. Tal vez durante los primeros días, los infectados irían a parar al Policlínico de la escuela, en el que uno podía quedar ingresado como en cualquier hospital de la ciudad; pero a medida que el contagio se hizo evidente, estaba claro que las salas de ingreso no iban a dar abasto.

A la de los “habitantes en el tejado” le siguió otra enfermedad igual de mundana: la escabiosis. Tampoco me acuerdo cómo llegó a propagarse tan rápido, si coincidió con una de aquellas temporadas en las que la Vocacional se quedaba sin suministro de agua, a pesar de contar con un imponente depósito: un tanque elevado que como un hongo gigantesco, parecía vigilar las seis unidades estudiantiles. Lo cierto es que el número de contagios aumentó exponencialmente hasta que fue necesaria una solución espeluznante para librarnos de todo mal.

Supongo que nos informaron sobre el proceso, como hacían cuando se aproximaba algún evento que implicaba a todos los alumnos. Me imagino también que, a pesar de las explicaciones, debimos de haberlas tomado con la despreocupación propia de la edad. No había otra manera para adolescentes saturados de discursos sobre responsabilidad y disciplina.

Entonces llegó el día del ritual purificador. Debíamos esperar en fila con nuestra ropa colgada en percheros mientras fumigaban los albergues, nuestras camas y taquillas. Las filas terminaban en unos camiones enormes, propiedad de las Fuerzas Armadas, en los que nuestras pertenencias serían rociadas al vapor con un desinfectante.

Luego deberíamos volver al albergue y desnudarnos hasta quedar en ropa interior y así pasar al área de las duchas, donde alguien nos fumigaría también, como si fuéramos ejemplares de un cultivo priorizado que estaban siendo atacados por plagas. El equipo de fumigación era bastante similar al que había visto en reportajes sobre la agricultura en la TV o en casa de unos parientes que vivían en el campo, muy cerca del mismísimo centro de Cuba.

Nos rociaron con un líquido blanquecino, pastoso, uno de los profesores de la Unidad, ante quien, uno a uno, nos tuvimos que bajar los calzoncillos para que aquella mezcla se pegara en nuestras partes más púberes. Ahora no recuerdo si las niñas del aula nos relataron su experiencia en los mismos términos. Tal vez sí, al final ha pasado mucho tiempo.

Luego hubo que esperar un par de horas con la solución medicinal seca en el cuerpo, hasta que nos indicaron que podíamos pasar a las duchas, esta vez para limpiarnos de aquella mezcla.

Tiempo después, mientras veía La lista de Schindler, la escena de la llegada a Auschwitz me trajo de vuelta a aquel día de mediados de los 80 en la ESVOC. Claro que no hay comparación posible en las reacciones de aquellas pobres mujeres judías y la nuestra. Sin embargo, viendo el filme por primera vez no pude dejar de pensar en nuestra experiencia aquella mañana de 1984 o 1985, cuando nosotros, los alumnos de la élite escolar de la provincia, éramos conducidos a la purificación obligatoria por habernos tornado una masa impersonal de piojosos y sarnosos.

 

miércoles, abril 04, 2018

Ella, toda ella

Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.  

 

Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería. 

 

Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad. 

 

Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.

 

En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar. 

 

Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después. 

 

En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70. 

 

Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.  

 

Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto. 

 

En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”. 

 

En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.  

 

Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores. 

 

Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino. 

 

Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.  

 

La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.

 

martes, marzo 07, 2017

Strange Fruits

It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.

You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.

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jueves, marzo 31, 2016

Faux Pas

Tal vez este comentario aparecido en Tribuna de La Habana haya sido uno de los que más repercusiones negativas ha provocado, de entre todo lo publicado en la prensa oficial acerca de la visita de Barack Obama a Cuba.

Apelando a un conocido chiste racista de los 80, su autor intentó resumir su oposición, más que nada, al ya histórico discurso del mandatario norteamericano en el Gran Teatro de La Habana. El comentario habría trascendido como uno más, porque apenas expone una argumentación detallada y se limita a la reiteración de conocidos clichés de la retórica habitual de los medios cubanos, si no hubiera sido por la referencia al “chiste” que el periodista utilizó para su titular.

En lo que también intenta ser una disculpa posterior, el autor ha escrito otro texto en el que se excusa ante quienes se sintieron ofendidos. Su redacción tampoco sugiere un sincero arrepentimiento, pues el periodista defiende la utilización de su infeliz referencia como un mero recurso de estilo. No entiende la naturaleza racista del titular ni su contexto y opta por defenderse de acusaciones de racismo, aunque no creo que la principal intención de toda la inquietud creada en las redes sociales sea precisamente esa.

El “chiste” se deriva de una situación ya olvidada. La escena tenía lugar en una de las llamadas Diplotiendas, en las que los cubanos tenían prohibido el acceso. Camufladas tras vidrieras de cristal translúcido y situadas en lugares exclusivos, en dichos establecimientos el personal diplomático y los extranjeros residentes en la isla podían comprar, siempre y cuando presentaran su pasaporte. En 1993, cuando se despenalizó la tenencia de divisas, las Diplotiendas y los Diplomercados pasaron a mejor vida.

En el segmento que dio origen al chiste, en uno de aquellos eventuales programas realizados por el Conjunto Nacional de Espectáculos a finales de los 80, la dependiente de una estas tiendas (si mal no recuerdo, la actriz Zulema Cruz) inspeccionaba un pasaporte y llena de incredulidad le soltaba a su interlocutor: negro, ¿qué tú eres sueco? Este, en una toma doblemente oscurecida, chapurreaba en inglés: “ah, beibi, ailobiu”.

Es notable que el chiste permitía ilustrar un contexto específico de carencias y estereotipos, además de reforzar prejuicios que en tiempos “revolucionarios” el discurso oficial los consideraba ya superados, puesto que siempre los asociaban con la sociedad republicana. Con él, sus creadores también reforzaban una idea del mundo demasiado esencialista –y racista- que ignoraba más de dos décadas de migraciones internacionales de las que Cuba, debido al aislamiento promovido por su gobierno también se había mantenido ausente. Uno podía deducir que, para los realizadores, como para una gran parte de los cubanos, Suecia se mantenía inmutable, según un ideal de la raza dominante que excluía cualquier posible aparición del mestizaje o incluso la presencia de minorías étnicas.

El contexto de las carencias lo evidenciaba la puesta en escena de la diplotienda y sus mercancías inalcanzables para los nacionales y doblemente prohibitivas para los afrodescendientes. La escena establecía también, de modo subrepticio, los límites a los que los negros en Cuba debían aspirar. Alejados del mundo real y acostumbrados a la información proveniente del campo socialista, donde los temas raciales apenas se reflejaban, ellos debían suponer que cualquier reclamo por mayores derechos, cualquier crítica al racismo institucional, sería tomado por las autoridades como un peligroso síntoma subversivo.

Los cubanos vivían cercados por una barrera ideológica que lejos de ayudarlos a promover una sociedad sin diferencias raciales y de clases, había hecho poco por eliminarlas. Y como el programa reflejaba, se tomaba a broma la posibilidad de una nación multiracial y se prefería perpetuar el estereotipo de Suecia (aunque para el imaginario nacional de aquella época bien podría tratarse de Alemania o Dinamarca) como un país exclusivamente blanco. Definiciones limitadas como esa centran actualmente el discurso de los grupos más radicales de la extrema derecha en Europa y hasta en ciertas zonas de Norteamérica.


No es difícil imaginar el shock de los realizadores de aquel segmento cuando años más tarde las mismas pantallas de la Televisión Cubana mostraron los partidos de la Copa Mundial de Fútbol “Estados Unidos 94”, en el que el equipo sueco, a la postre ganador del tercer lugar, incluía en su nómina a jugadores como MartinDahlin y Henrik Larsson. O sea, hace más de 25 años que estos suecos – y muchos otros más-, no precisamente rubios, habían demostrado lo anticuado del estereotipo y por ende, lo ofensivo del chiste. En Tribuna de La Habana parece que aún no se han enterado.

miércoles, marzo 23, 2016

Obama en Cuba: Del 17D al 22M.

(c) Ben Rhodes
Barack Obama, el primer presidente norteamericano en visitar Cuba en casi un siglo, dejó la isla esta semana. Tal parece que la estancia fue fugaz si se compara, como él mismo hizo, con el atraso que ambos países acumulan, más de cincuenta años, esos que pesan tanto en un ambiente como el que ha marcado las relaciones (o ausencia de) entre los dos países. Son demasiados, acrecentados por el peso de la ideología y la testarudez de ambos bandos, que vieron en la posibilidad de mantener las diferencias una razón para presentarse ante el mundo como vencedores de una guerra inútil.

La gerontocracia cubana posiblemente se crea que vencieron, que abrir la isla al llamado “líder del mundo libre” fue la consecuencia final de una estrategia basada en el empecinamiento y la inmovilidad. Para ellos, y para un cierto sector de la izquierda anquilosada, el hecho de que los visitara un demócrata y el primer afrodescendiente en ocupar la Casa Blanca era irrelevante, pues quien arribó a La Habana en la tarde lluviosa de un domingo fue el representante del “Imperialismo Yanqui”, ese maleable apelativo del que los niños cubanos aprendemos a desconfiar bien temprano, sin comprender muy bien qué significa. Tal vez por eso, el general-presidente no se dignó a recibirlo cuando el avasallador Air Force 1 tocó tierra cubana.

Quienes sí le dieron una bienvenida más calurosa fueron los vecinos de La Habana Vieja, primer punto del recorrido oficial, y los de Centro Habana, donde llegó para cenar en una de las paladares exitosas de la que llaman la capital de todos los cubanos. La Televisión Nacional se limitó a las escenas del aeropuerto, prefirió esconder el entusiasmo de sus televidentes, gran parte de los cuales, por suerte, ya no necesita las cámaras del ICRT para mostrar y compartir imágenes de la vida insular.

Lo que sí mostraron las pantallas de la isla fue el recibimiento oficial y las declaraciones posteriores. El visitante, diplomático y comedido, discursó –con modales y maneras de negociador- sobre diferencias que no comprometan lo que se ha logrado hasta ahora. Luego contestó preguntas. El general, tras la lectura de su intervención en la que no faltaron las referencias habituales del discurso político de la isla, intentó agradar a la audiencia aceptando un brevísimo cuestionario. Sin embargo, bastó que aflorara el tema de los prisioneros políticos para que se tornara tenso, incoherente, fuera de lugar. Es de suponer que en muchos hogares cubanos las conversaciones de quienes observaban la transmisión del evento giraran en torno al pobre desempeño del líder, ese mismo que rige el destino de millones de compatriotas.

Raúl Castro ha dicho, como le recordó también Barack Obama, que abandonará el poder en el 2018. Tal vez, como sucedió con su hermano mayor, la Televisión Cubana dejará progresivamente de mostrarlo en vivo, a fin de ocultar el declive de sus facultades a la vista de todo el país. A Obama le queda menos tiempo en el sillón presidencial, pero si desde la difusión en las redes sociales de su entrevista con el actor Luis Silva (Pánfilo) pareció ganarse la afinidad de muchos, el discurso del 22 de marzo le prodigó simpatías adicionales.  Y más de un espectador puede que hubiera preferido la presencia del mandatario estadounidense en la isla unos años antes.

En un mensaje esperanzador, salpicado de frases en español y de referentes culturales, Obama sentenció que el futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano. Antes había remarcado que el Estado del Derecho en la isla no puede incluir detenciones arbitrarias para aquellos que critican al gobierno. Desde afuera, un simple razonamiento pone en evidencia que hace falta la segunda condición para que se cumpla la primera, de lo contrario el porvenir que le espera a los cubanos será de más privaciones y reprimendas.

Desde la isla, varios han comentado en las redes sociales que después de las palabras del Presidente Obama, la Televisión Cubana dio paso a un panel (seguramente de habituales de la Mesa Redonda) quienes procedieron a objetarle al norteamericano la audacia de sus planteamientos. Los círculos de poder insular todavía funcionan como en los años de mayor beligerancia contra los EE.UU. Ya no basta controlar lo que los cubanos ven, es necesario también convencerlos de que lo que han visto y escuchado no es precisamente eso.

Tras su mensaje de esperanza, el Presidente Obama y el general se dejaron ver en el Estadio Latinoamericano para presenciar el juego de baseball entre el equipo Cuba y los del Tampa Bay Rays. Ganaron los visitantes. Horas después, el general despedía al norteamericano desde la terminal aérea en la que no lo recibió. En Facebook una amiga danesa que visitó la isla por primera vez en el ya lejano 2002 me dejaba saber su anhelo de que la visita de Obama terminara siendo buena para los cubanos. Yo también, le escribí, pensando en los millones de la isla que añoran desde hace mucho lo que merecen: una vida mejor, con menos ideología y más derechos.


domingo, noviembre 15, 2015

Los iluminados salvadores de Cubanistán

(c) Jean Jullien
Los ataques de extremistas islámicos en la ciudad de París son tristemente una nueva acción en la lista de eventos que nos dejan desesperanzados y ansiosos. Terrorismo y extremismo son sinónimos, pienso yo, fenómenos que hasta en el mejor de los casos pueden incluirse en una relación causal: los extremistas, en muchas ocasiones, llegan a entender el terror como la mejor arma, la más certera justificación para su causa. Estos días de tragedia en la Ciudad Luz y en otros tantos lugares siempre me recuerdan a todas las víctimas de estos hechos, las que mueren en el acto y las que perecen luego, por reacciones derivadas del extremismo, en circunstancias más bien absurdas.

Jean Charles de Menezes, el brasileño asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él “parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo acribillaron.

Por esos días me alojaba en casa de un amigo en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.

Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo. Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano. Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.

Así que uno de esos días de película, de estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño, o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de dirigirme miradas de desconfianza.

Los oficiales determinaron que yo no representaba una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.

Luego me dieron una especie de recibo al terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros” o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar, Ahmed o Jair.

Porque hay dos realidades o muchas más que dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi nadie me toma por nacional.

Por eso cuando veo y leo lo que comentan algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no importa; los demás, tampoco.

Son esos quienes tal vez nunca contemplarían hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos, una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes? Casi nadie.

Sin embargo, ellos insisten en analizarlo  todo según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo, la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta humanidad que somos todos.

martes, septiembre 22, 2015

De ruinas, abandonos y la poderosa atracción del espacio vacío

(c) James Seith
El reciente reestablecimiento de relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos ha vuelto a poner a la isla caribeña en el centro de las miradas de interés de todo el mundo. A pesar de que el país ha vivido ciertas etapas aperturistas desde que abriera sus fronteras al turismo internacional a mediados de los años 90, pocos eventos auguran un impacto mayor que la posibilidad de vínculos regulares y estables entre estos dos grandes históricos enemigos, cuya rivalidad ha marcado los últimos 56 años de la reciente historia bilateral.

Si hay una palabra para definir el sentimiento mutuo con el que ambos países han recibido estos trascendentales anuncios, más allá del esperado rechazo de los sectores opuestos a tal acercamiento, tal vez sea curiosidad. Al norte y al sur del Estrecho de la Florida los habitantes de ambos países, en calidad de espectadores privilegiados gustarían de acercarse a la realidad de cada orilla, sondear el paisaje visible, formarse una idea de lo que constituye cada vista, por muy convencidos que estén de conocer al dedillo cómo funciona cada nación según las descripciones e imágenes que los medios de prensa de cubanos y norteamericanos, desde una óptica peculiar y obedeciendo a circunstancias muy coyunturales han trasmitido durante todos estos años de beligerancia.

Tal vez para adentrarse en semejante proceso los nacionales cuentan con una clara ventaja. A pesar de que dentro de las fronteras cubanas se alentó más la desconfianza hacia la naturaleza decadente del vecino del Norte, también es cierto que en los tiempos de la Guerra Fría nunca disminuyó el repertorio de imágenes sobre los Estados Unidos en la televisión y el cine de la isla. De manera que los cubanos disponían de una representación - si bien imprecisa- de las ciudades, el estilo de vida y las costumbres norteamericanas. Los del Norte, en cambio, apenas contaron durante ese tiempo con versiones exactas de Cuba, más allá de las que acompañaron a esporádicos reportajes críticos con la Revolución. No el balde todavía para una gran parte de norteamericanos, la primera y puede que única referencia a Cuba sea la de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando la pequeña isla figuró en el imaginario estadounidense como la presunta amenaza del fin.

Cuando ahora a algunos estadounidenses les pique la curiosidad por viajar a la isla, es probable que en su plan exploratorio encontrarán varias sorpresas, propias de la primera vez, de lo desconocido. Como tantos otros visitantes previos, es lógico el asombro ante los anacronismos cotidianos, esa percepción inmediata de objetos que insinúan el arribo a un sitio detenido en el tiempo.
(c) Werner Pawlok

Sin embargo, la supuesta avalancha de norteamericanos a la que Cuba parece estar condenada, según opinan algunos medios de prensa de Estados Unidos y Europa, también ha encontrado sus críticos. El temor fundamental alude al peligro que representan, además de la llegada masiva de turistas norteamericanos, el arribo de empresarios de ese país y de las conocidas cadenas de comercios y servicios que despojarán a La Habana y al resto de la isla de su actual encanto. Se diría que cunde el pánico ante la inevitable “americanización” de la isla, un término de por sí contradictorio, pues más de un estudio ha demostrado que Cuba y, sobre todo, su capital se moldearon cultural y arquitectónicamente a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en especial en las décadas del 40 y el 50.

Cuando el pasado mes de marzo el popular presentador televisivo norteamericano Conan O’Brien visitó La Habana para filmar allí una edición especial de su conocido show, también se unió al creciente coro de los que pronostican un cambio radical. Frente a unos ubicuos restos de varios edificios, O’Brien nombró a Starbucks, McDonalds, KFC y otras firmas asociadas a la influencia norteamericana, como las potenciales inversoras que se instalarían en las ruinas habaneras. Con cierta pesadumbre, el comediante no celebró la probable recuperación de espacios hoy inutilizados, cuyas paredes y fragmentos dificultan imaginar el supuesto prodigio arquitectónico que el edificio representó, puede que apenas dos décadas atrás, cuando todavía era un inmueble útil y servía de hogar a una o varias familias habaneras o funcionaba como un local que ofertaba algún que otro servicio a la comunidad.

Quizás existe una dualidad irreconciliable entre las percepciones sobre La Habana que se producen dentro y fuera de Cuba. Fronteras adentro las ruinas se analizan de modo simple, con el pragmatismo nacional originado en la diversidad de todos los pasados revolucionarios: el épico, el austero, el de bonanza y el crítico, y matizado por las exigencias de la vida cotidiana. Los restos de derrumbes con los que el transeúnte se topa, significan para el cubano medio poco más que lo que son: ruinas. Carecen tal vez de la impresión que provocan en los visitantes extranjeros, quienes casi siempre aparentan una mayor capacidad para entender el significado de estructuras que el tiempo ha dejado incompletas. Tal admiración obedece más a la confirmación de las escalas en una ruta conocida que a la sorpresa  por el descubrimiento en sí. Como los peregrinos del Camino de Santiago, que acumulan cuños como prueba de las diferentes etapas hasta la capital gallega, así recorren las calles habaneras decenas de turistas, cámara en mano, con la expectativa de que el lente capte los edificios mutilados que encuentran en su camino, que luego eternizarán la observada realidad citadina, según la llamada Estética del Período Especial, bajo la cual estudiosos agruparon las varias representaciones de una Habana en decadencia, a mediados y a finales de la peor crisis vivida por la ciudad (1990-1995).

En ese entonces y en los albores de la Internet, comenzaron a circular imágenes de Cuba en las que habitantes y ruinas convivían en perfecta simbiosis. Tanto unos como otros emergían semidesnudos: los nacionales, ligeros de ropa ante los rigores del clima tropical o como resultado de la escasez; las ruinas, carentes de afeites, en su más puro estado intemporal, como retazos de lo que fueron alguna vez.

II.
Contemplar las ruinas es parte de la experiencia del visitante. En La Habana actual se trata de una actividad inevitable, aunque resulte evidente que el propio acto de observación suponga el reconocimiento de una barrera, una separación entre quien observa y lo observado, sobre todo en el caso de turistas extranjeros. A ellos corresponde la expresión lastimera ante el desastre, que puede ser mayor o menor en dependencia de la información previa de que dispongan acerca de lo que observan, aunque nunca faltan guías preparados, capaces de comentar la vida anterior de un inmueble derrumbado. Algunos quizá, hasta recordarán el momento exacto en el que el antiguo portento arquitectónico dejó de serlo, porque cuando un edificio se desploma, sucede como un evento inmediato, finito. De golpe se altera el paisaje de la cuadra donde se localizaba y cambia la vida de sus habitantes, si es que estos se habían mantenido viviendo con el riesgo del inminente derrumbe y sobre todo, si lograron salir ilesos de la tragedia. Los sobrevivientes comprobarán de repente que el espacio familiar ha desaparecido y ahora desplazados deberán procurar una salida que en la mayoría de los casos implica la adaptación a otro espacio. De la vivienda anterior sólo quedarán memorias imposibles de replicar en un nuevo hogar.
(c) Cubaenvivo.net

No deja de ser curioso imaginar que con cada derrumbamiento, se esfuman también las dimensiones de una existencia conocida, la sensación de pertenencia y privacidad que otorgan la tan ordinaria disposición en el espacio de paredes, puertas y ventanas. Las ruinas de una edificación, sobre todo las carentes de cualquier exagerado valor histórico, atesoran sólo recuerdos de vidas anteriores. En ellas, luego de la inutilidad, no es posible una existencia futura y así languidecen, aunque la prodiga naturaleza las cubra de follaje y fauna peculiares.

Los humanos, por su parte, las contemplarán como la señal del descalabro y poco a poco las añadirán al conjunto personal de visiones intrascendentes, demasiado ocupados como andarán en la sobrevivencia. De todos modos, cada ciudad tiene sus propias historias de abandono, ejemplificadas en edificios que dejaron de tener uso o que simplemente perecieron debido al clima económico de la competencia o a la propia desidia de quienes los habitaban, cuando estos apenas se interesaron por mantener cualquier detalle arquitectónico original. Así cierran fábricas, talleres, comercios, librerías, hasta que aparezcan emprendedores con recursos y con el ánimo de reconvertir esos difuntos inmuebles en zonas de actividad para el beneficio propio y el de otros ciudadanos.

En las ciudades, el impacto de tales cierres y posterior decadencia de antiguos inmuebles utilitarios se limita a la zona donde se ubican y generalmente casi nunca se extienden más allá del barrio, quedan en las lamentaciones de los vecinos o antiguos propietarios o empleados. Las zonas urbanas ejemplifican la relación estrecha que existe entre el deterioro y el renacimiento, como si fueran parte del movimiento cotidiano que glorifica su efectividad. En los pueblos, por otro lado, existe una dinámica diferente entre espacios que desaparecen y otros que surgen para llenar ese vacío. Como la geografía es menor, los derrumbes se distinguen con más facilidad, pues agrandan los agujeros en la actividad cotidiana, ya que pasan a ser zonas prácticamente sin atractivos, al menos al principio, en el período que sigue al desplome. Después el vacío se incorpora al ritmo del día al día y a la experiencia de los pobladores, quienes lo utilizarán como un marcador temporal o como un simple punto de referencia. Y si, como sucede en muchos asentamientos de la hoy depauperada industria azucarera cubana, en que  toda la actividad cotidiana giraba en torno a ese Central actualmente paralizado o desmantelado por completo, el vacío deja de ser una localización específica, identificable y pasa a ocupar un área mucho más extensa.

III.
Hace unos años, en las páginas del rotativo británico The Guardian, uno podía leer anuncios de paquetes turísticos hacia Cuba enfocados en La Habana y en la posibilidad única –anunciaban ellos- de presenciar un notable esplendor colonial a punto del desplome. La imagen que ilustraba tales ofertas mostraban al omnipresente almendrón o auto norteamericano antiguo, quizás el más claro ejemplo de que la grandiosidad de antaño no siempre se desvanece, sino que todavía cumple una función que va más allá de la estética.

Como los viejos Chevrolets y Cadillacs que aun circulan por las calles y carreteras cubanas, los espacios que atestiguan construcciones derrumbadas, también tienen un uso constante, como si se reciclaran para dar servicio a una población que se reconoce en la calle más que en ningún otro sitio, según el eufemismo local que define la vitalidad de los cubanos: resolver.

Tal vez en otras épocas los derrumbes eran menos publicitados y, por lo tanto, menos destacados. Es lógico que por su fecha de construcción muchos de los inmuebles hoy desaparecidos lucirían mejor preparados para llegar en pie a las décadas del 70 y del 80, cuando el deterioro se hizo más notable y a la vez prevalecía un contexto económico más favorable para la esperanza de la restauración. A mediados de los 80, cuando llegaban los ecos de la Perestroika soviética y las autoridades abogaban por imponer “la rectificación de errores y tendencias negativas”, si uno reparaba en el cambio discursivo de la prensa oficial, advertía cierta propensión al uso de la palabra edificar, a crear estructuras preferiblemente de  hormigón armado. “Ahora sí vamos a construir el socialismo” publicaba a toda página el diario Granma el 27 de diciembre de 1986, en la tipografía roja reservada a los grandes anuncios.

El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.


En los suburbios capitalinos y de otras ciudades del país, surgieron y se ampliaron barriadas de rectangulares edificios de prefabricado, destinados a resolver el siempre acuciante problema de la vivienda. Hoy muchas de ellas resisten como la evidencia del intento masivo de adaptar la experiencia soviética al entorno insular, pues tanto en las ahora independientes ex repúblicas de la URSS, como en los también independizados estados de la Europa del Este, tales edificios multifamiliares, ubicados casi siempre en la periferia urbana, persisten cual testimonio de una época, aunque para la inmensa mayoría, como ocurre también en Cuba, esas torres rectangulares con ventanas y balcones constituyan la única posibilidad de vivienda para quienes todavía las habitan.

Barrio de edificios soviéticos en Budapest
En Cuba, quizás, a diferencia de otros lugares, la irrupción de estructuras de concreto nunca fueron más discordantes que en los paisajes rurales en los que estas comunidades fueron proyectadas y edificadas. No importaba que rompieran la coherencia visual del entorno, pues a la larga ejemplificaban el progreso en tiempos en que valorar el posible daño ecológico no era tan importante o no se había puesto tan de moda como hoy. Así emergieron, como solitarios guardianes del entorno campestre ya fuera en llanuras o montañas, los consabidos edificios rectangulares. Curiosamente, algunos nunca se llegaron a terminar, abandonados a su suerte en ciertos puntos de la geografía criolla, como por ejemplo, en Topes de Collantes. Allí se mantienen inacabados, con la misma extraña fascinación de una casa embrujada, ante la sorpresa de los visitantes y, en las últimas dos décadas, de turistas que seguro incorporarán a su larga colección de lo inexplicable en Cuba, la surrealista aparición  y las subsiguientes explicaciones acerca de un edificio sin acabar justo en el medio del monte.

Y si tal visión asombra, el hecho de que nunca fueran utilizados, de que nunca sirvieran para su propósito final, al menos los salva de recibir el premio al mejor ejemplo del voluntarismo de otras épocas. Resisten, a lo sumo, como una chapucería más, al estilo de las que ilustraban varias escenas del ahora casi olvidado documental del mismo nombre, realizado por Enrique Colina en 1987. Sin embargo, otros duelen más, aunque sobrevivan también como ruinas del despilfarro, cementerios verticales de un pasado en el que paradójicamente se intentaba construir el futuro.

Como en una excursión a Topes, cualquier viaje por la isla que alterne paisajes citadinos con otros campestres, en esa zona que los habaneros denominan por hegemonía “el interior”, puede terminar fácilmente con una colección de estructuras ya abandonadas que décadas atrás sirvieron de sede a las verdaderas fábricas del Hombre Nuevo, según la doctrina Guevariana. Conocidos por su siglas terminadas en EC (en el campo), las Escuelas Secundarias e Institutos Preuniversitarios que en los 70 y 80 se llenaron de niños y adolescentes igualados en los tonos azules de un uniforme escolar, hoy también aparecen en medio de la nada, en paisajes a veces tan desolados que resulta imposible imaginar la actividad anterior al desastre, cuando los espacios conectados por inmensos pasillos de granito servían de escenario a existencias típicas de personas en pleno desarrollo.

En esos lugares, a diferencia de los edificios del Escambray, o de los restos de un derrumbe capitalino, el espacio no cumple ninguna función utilitaria. Los otrora complejos educacionales, famosos por sus edificios Docente e Internado, sus comedores y plazas de bancos de cemento, jardineras cúbicas y semi-profesionales canchas deportivas languidecen ante la indolencia o se reconocen a duras penas, víctimas de una práctica bautizada por la sabiduría popular como canibalismo, que designa al acto de usurparle al inutilizado inmueble partes o accesorios que pueden reutilizarse en otras viviendas cubanas.
Ruinas de la ESBEC 14 Carlos J. Finlay
(Isla de la Juventud)

Algunas de estas escuelas fantasmas son custodiadas por guardianes cuyo ejercicio del poder se resume en la capacidad de que dispongan para romper el silencio o más bien el panorama sonoro que propician los ruidos del monte. Su radio de acción tampoco cubre toda la extensión del antiguo centro escolar, pues casi siempre se limita a un pequeño puesto a la entrada del edificio fantasma, desde donde pueden dominar todo el espacio que a cualquier niño o adolescente que lo conoció en décadas anteriores se le antojaba inmenso.

Muchos turistas, cuando aterrizan en la isla, refieren experimentar la sensación de haber arribado a un lugar de otra época. Sin embargo, aunque se hospeden en un típico edificio colonial restaurado o viajen en una rodante reliquia de carrocería estadounidense, podrán notar que, pese a los anacronismos, el tiempo transcurre. Se vive a pesar de todo. Por el contrario, no hay vida en las abandonadas edificaciones de las Escuelas en el Campo,  a no ser en las esquinas que muestran los esfuerzos de la naturaleza por recuperar lentamente los dominios que una vez le arrebataron: un panal de avispas aquí, una copiosa enredadera florecida por allá, un nido de pájaros. Para los críticos de la idea inicial de aquellos centros, tal abandono constituye la mejor evidencia del fracaso de una política, una prueba que adquiere en su imponente visibilidad, en su aparición en medio de la naturaleza, desconchada, oxidada, pero aún desproporcionada e impactante, una magnitud demasiado acusatoria. Para quienes pasaron allí tres o seis años de sus vidas, tales imágenes se transforman en un recuerdo enmarañado cuando se evocan desde el nebuloso mundo de la memoria, donde todo no es necesariamente lo que parecía, mucho menos desde la visión que puede aportar el presente.

Como espacios deshabitados, resulta casi imposible resistirse a compararlos con un cementerio, si bien uno que no guarda restos humanos, sino los constituyentes de un universo limitado y utópico, una especie de “Camposanto de las Ideas”. Aunque, casualmente, las ideas nunca fueron más omnipresente en el discurso oficial, que cuando esos edificios en medio del campo comenzaban a ser despojados de su utilidad.
Ruinas de La ESBEC # 35 Pedro Bueno Fuentes
(Isla de la Juventud)

Y si un encuentro con similares edificaciones fantasma a lo largo del país espanta a posibles espectadores, no es una reacción nada comparable a la que provocaría un recorrido por la Isla de la Juventud, donde decenas de centros escolares fueron edificados en los 70 no sólo para internar nacionales, sino también a niños y adolescentes de varios países del mal llamado Tercer Mundo. De manera que en esas decenas de kilómetros de edificios abandonados yacen junto a las memorias truncadas de varios cubanos, las de nicaragüenses, angolanos, congoleses, sudaneses, norcoreanos y de otras muchas naciones, quienes llegaron a creer que les esperaría un futuro luminoso y por ende más fácil, dentro de las fronteras de un universo tranquilo y caluroso, alejado de guerras y enfermedades. Si las ESBECs e IPUECs abandonados a lo largo y ancho del país pueden asociarse a la imagen de un cementerio; los de la Isla de Pinos conformarían una inmensa necrópolis. En aquella porción externa del territorio nacional, el abandono ocupa un área inmensa, llena de estructuras que rememoran el fin de un pasado más cosmopolita que el gris presente.

IV.
En La Habana, la geografía local exhibe ahora espacios vacíos que la cotidianidad ha tornado comunes, ordinarios. Son pocos los que por ellos transitan y se detienen a reparar qué utilidad tuvieron, veinte o treinta años atrás, como son pocos también los que se sorprenden ante esas cifras, pues haber sobrevivido a tantos días pierde su significado cuando la supervivencia es una tarea inconclusa. En el discurso oficial cualquier retrospectiva ha sido reservada para la glorificación de un pasado no muy distante en el tiempo, construido también en oposición a una historia republicana que culmina, como casi todo en Cuba, en el año 1959.

Fuera de ese período que se estudia, se invoca y se repite en muy señaladas ocasiones, la historia común resucita siempre y cuando responda a una inquietud individual, emotiva, una anécdota peculiar de quien recuerda, o en la memoria colectiva de una remembranza también personal que alude a etapas vencidas, pero que a la vez se diferencia del acto heroico de la memoria cultural. El pasado, entonces, se recupera gracias a una voluntad personal, limitada, a veces demasiado vinculada a las emociones propias de los diferentes fases de la existencia humana. Se rememora y aunque es imposible separarlo de su contexto, se advierte tal vez un punto en el que las asociaciones con el pasado quedan sin un referente físico, una reliquia que sirva de punto de partida para relatar esa parte de la historia que es común y recuperable.

No es casual que el mismo año de la proclamación del Período Especial y su espeluznante Opción Cero, el nadir posible de la experiencia revolucionaria, ilustrado con escenarios de ollas colectivas, los cubanos no renunciaran a la predisposición nacional a mostrar la mejor cara ante la adversidad. De ese modo, cuando el cambiante y casi exsocialista 1990 transitaba por su duodécimo mes, se escuchaba el popular chiste alusivo al año siguiente bautizado ya por los compatriotas como “El Año del Té”, en un siempre discernible intento de burla ante una oficialidad nominativa que desde el mismo 59 había insistido en nombrar cada año de modo altisonante y patriotero. Solo que en su afán de eternos comediantes, los cubanos no se referían a la infusión de origen asiático, sino a una reducción de la coloquial frase “¿te acuerdas?” que iba a dominar las conversaciones del nuevo año y los consiguientes, cuando desaparecerían productos, servicios y estructuras. Así, recordar sería a la vez evocación a lo perdido, pero también la imposibilidad de contar con memorias comunes. 

Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.

Sin embargo, tal vez en todos aquellos años trascendentales de cambios en actitudes, a contrapelo de una jerarquía estática que se resistía al menor movimiento institucional y que aún hoy reacciona con exasperación ante la más mínima crítica a su inmovilismo, el “¿te acuerdas?” nunca dejó de sonar tan extraño, como cuando era usado en referencia a extensas áreas dejadas a la intemperie o rápidamente convertidas en inusuales parques sin árboles o diversiones. 

Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.

Tal vez pocos hoy recuerdan aquella futura sede del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) reflejo también inconcluso del intento nacional por proclamar a Cuba como una nación avanzada, “en vías de desarrollo”, poseedora de un diversificada industria, como repetían los medios de prensa del país. A mediados de los 90, luego de un complicado proceso que incluyó explosivos y varias alertas a la población de los alrededores, el edificio despareció, como desapareció también el CAME y en su lugar quedó un área extensa, desolada, que poco a poco fue llenándose de bancos y farolas según un apresurado boceto de parque en el que hoy se sientan viajeros esperanzados y negociantes parlanchines que seguramente apenas hablan de lo que existió allí antes por considerarlo de una importancia menor, irrelevante.

Hospital Infantil Pedro Borrás
(c) Arquitectura Cuba
Sucede que las ruinas así casi nunca trascienden, pues no acumulan siglos o están asociadas a acontecimientos que hoy le resultan muy remotos a esa población capitalina en atareo constante, sobre todo la que se aventura por esa zona de la Avenida Boyeros, que se enlaza calle arriba, rumbo al mar, con la Avenida de los Presidentes, donde hasta hace muy poco languidecían las edificaciones de uno de los primeros y todavía en pie hospitales estilo Art Déco. El antiguo Pediátrico Pedro Borrás dejó de existir a finales del 2014, tras una década clausurado y otras más de dejadez y negligencia. Con su desaparición quedó expuesta otra explanada de algo más de 400 metros, en pleno Vedado, esa zona tan verde y pizpireta de la capital donde los derrumbes –hasta hace muy poco- no eran ni tan comunes, ni tan comentados.


V.
De los espacios incompletos que a la vez terminaron siendo áreas de abandono y chatarra, tal vez no haya uno que resuma de modo tan excelente el contraste entre el contexto y la utopía, como los restos de la proyectada Central Electronuclear (CEN) de Juraguá en Cienfuegos. Luego de la incertidumbre que ensombreció, a inicios de los 90, el patriotismo militante de otras épocas y tras las subsiguiente desaparición de la URSS y campo socialista, la “Obra del Siglo” fue finalmente paralizada en 1998.

Como Chernobil, Juraguá evoca desastre, un punto en el mapa nacional, donde casi nadie se aventura, a sabiendas de que el panorama no ofrece muchos atractivos, si acaso el asombro ante gigantescas estructuras de concreto y materiales estratégicos entre las que resalta el inacabado primer reactor. A diferencia de muchas otras ruinas que uno encuentra en recorridos por la isla, la armazón constructiva apenas cuenta algo de la vida anterior, pues esta solo existe en referencia a un futuro que nunca se tornó presente. Son ruinas sin utilidad histórica, apenas parte de un proyecto que alcanzaría toda su importancia en el porvenir, cuando se concluyera el improbable complejo que garantizaría de una vez y por todas la energía imprescindible para el desarrollo.

Como en Chernobil, el sitio goza de un extraordinario renacer natural en el que la maleza y la vida salvaje tratan de recuperar el territorio usurpado por el progreso. Aunque si en la contaminada zona ucraniana, los científicos se sorprenden del renacer de la flora y la fauna; en Juraguá tal parece que nadie se interesa por descubrir cualquier cosa en esa región casi olvidada. Para ilustrarlo basta indagar por Internet y descubrir imágenes como las de vacas que deambulan por los restos de una antigua carretera en la que a lo lejos se divisa la imponente presencia del inconcluso reactor.

Para quienes cuentan con acceso ilimitado a Internet y pueden realizar una pesquisa fotográfica, el significado de la magnitud de una obra como la CEN puede resumirse esa foto de animales vagabundos en los confines de una antigua zona industrial. Tal vez fueron tomadas por turistas en plan kamikaze, imbuidos por la aventura de conocer el verdadero país, el que no muestran las guías, o por compatriotas de la diáspora, en viajes de regreso a la patria, motivados por un afán reporteril para mostrarle al mundo el estado actual de lo que décadas atrás representaba la utopía.

VI.
La llamada Estética del Período Especial ha trascendido fundamentalmente como un término acuñado por investigadores académicos para englobar al repertorio de imágenes que comenzaron a aparecer a mediados de los 90 sobre Cuba, en especial La Habana y su entorno decadente, con las heridas frescas del deterioro provocado por los años más terribles de la crisis económica y estructural que siguió a la caída del bloque socialista. La representación de la capital como una ciudad ataviada con galas inimaginables al borde del hundimiento, denotaban una imbricación peculiar entre el pasado y el presente. La peculiaridad estaba dada por lo novel que resultaban las imágenes para una gran parte del mundo occidental que hasta esos años de ligera apertura apenas conocía de su existencia. La Habana era, para un limitado número de interesados turistas de Occidente, en su mayoría simpatizantes con la Revolución Cubana, una no menos limitada área cuyos puntos culminantes eran la Plaza de la Catedral y La Bodeguita del Medio, atracciones generalmente ofrecidas como parte de un paquete turístico que incluía días de sol y playa en la entonces casi carente de infraestructuras Varadero. Las impresiones sobre la ciudad y su gente se reducían a estas áreas mejor conservadas de un entorno todavía lejos de ser descubierto. Por semejante lógica, barrios como Centro Habana o El Cerro, apenas clasificaban en las posibles postales capitalinas. Ni siquiera el hoy visitado Barrio Chino existía en su actual proyecto de restaurantes y mercaderías.
(c) John Seith

Con los planes iniciales para desarrollar el turismo internacional, una de las estrategias salvadoras de la economía nacional del gobierno cubano, arribaron a la ciudad los primeros turistas con un marcado interés por saltarse los entonces circuitos turísticos carentes de cubanos por obra y gracia de la legalidad socialista y aventurarse por los recovecos de la vida cotidiana. Fuera de los hoteles, la ciudad se presentaba sin cosmética, con las huellas propias de la escasez, la innovación criolla y el haber sobrevivido a un Período Especial en Tiempos de Paz que se asemejaba más al momento en que ha culminado una larga guerra.

Las palabras casi proféticas del personaje de Diego en la multipremiada e icónica película Fresa y Chocolate quizás podrían explicar a la vez el disparatado interés foráneo e igual nivel de estupefacción entre los cubanos. Tras contemplar la ciudad en su predecible colapso y poco antes de su partida hacia el exilio, Diego exclama que viven en una de las ciudades más maravillosas del mundo. La historia literaria original ocurre en los años 70, pero la del filme tiene lugar en un tiempo más cercano al 1993 en que se rodó. La cámara, de modo más bien profético, se detuvo en las edificaciones finiseculares, ampulosas, llenas de ornamentos, maltratadas por el salitre o tiznadas del hollín del tráfico habanero. En la amplia colección de imágenes que presentaban a la capital como obra de arte, si bien decadente y frágil, temporal, la prioridad la ocuparon aquellas en que el esplendor de antaño había perdido, en apariencia, toda la importancia en la vida cotidiana. Podía ser la impresionante instantánea de un edificio ya desplomado, que únicamente conservaba en pie la antigua fachada con algunos de sus elementos arquitectónicos todavía visibles o la sobrecogedora escena de un habanero emprendedor, dedicado al entonces casi lucrativo negocio de rellenar fosforeras, en un portal majestuoso flanqueado por columnas, carente de la mayoría de los mosaicos del piso.

Los visitantes encontraban reveladores tales encuadres inéditos. Los cubanos, al inicio, se cuestionaban qué particular atractivo podían tener semejantes ruinas. Hasta que el ímpetu de progresar y la siempre evocadora necesidad de salir adelante, propició en los nacionales el convertir las descuidadas estructuras en sitios de renovada actualidad y así tornarlas en ofertas atractivas para el ahora siempre creciente interés foráneo. Surgieron hostales y restaurantes en aquellas otrora ruinosas edificaciones. Y en algunas, a pesar de los inobjetables beneficios del negocio, sus dueños decidieron alterar lo menos posible la impresión de finitud, de proximidad al colapso. De manera que en muchos de los nuevos establecimientos las reparaciones y remodelaciones fueron limitadas a contener el peligro de caída total. Lo demás se adaptó a las exigencias de una ya existente demanda por una representación específica del antiguo esplendor. La Habana de entonces comenzaba a ser una ciudad semi-eterna, obligada a detenerse aún más en el tiempo, para satisfacer a una audiencia atraída por una ya establecida imagen de la ciudad que propiciaba a la vez la rentabilidad necesaria para que el esplendor colonial a punto del desplome continuara manteniéndose inmutable.

Por aquellos años, una canción dedicada a la urbe de más de dos millones de habitantes pasaba a colocarse como la representación más auténtica de la capital. “Sábanas blancas” de Gerardo Alfonso, resumía la afectividad habanera con la enumeración de zonas distintivas de la geografía local y el posible efecto devastador de la distancia, adosada con un virginal comienzo en tiempo de guaguancó que proseguía in crescendo hacia sonoridades más elaboradas. La renovada atracción que La Habana causaba en el extranjero parecía haber encontrado en el panorama nacional una contraparte más festiva, tal vez más auténtica que el optimista, pero imposiblemente inclusivo lema de “la capital de todos los cubanos”, que también comenzaba a asociarse con La Habana.

Poco tiempo después, luego del éxito global del Buena Vista Social Club (disco, proyecto musical y documental de Win Wenders), la nostalgia se añadió a los remanentes del período republicano y las ruinas encontraron otra audiencia interesada en sus historias con el añadido de temas musicales también anclados en el amplio catálogo discográfico de las creaciones de los años 40 y 50. Aunque el espíritu retro sigue considerándose una importación, una capacidad de observación que pertenece más al visitante que al habitante local, en especial en lo relacionado con los sonidos musicales de la ciudad. Los cubanos, en un número cada vez más creciente van pasando de la Estética de la Necesidad a la del Consumismo. Y como ocurre en los videoclips de los reggaetoneros, lo antiguo se valida siempre que su estado actual no comprometa también su antiguo valor y sugerencia de estatus. Como ornamento, como telón de fondo, son parte de una lista pretenciosa de efectos de consumo, bienes para adquirir, en un claro objetivo exhibicionista de esos cantores de gruesas cadenas doradas, tatuajes multicolores y cabezas entorchadas de gel, reflejo de las actuales divisiones sociales del país. Se prefieren las viejas mansiones y autos, siempre que brillen, que mantengan el lustre y valor añadido de antaño.

Las ruinas, los espacios vacíos, permanecen en silencio, ajenos a toda creación musical, a no ser que algún otro emprendedor nacional los utilice para rodearlos de bocinas y amplificadores e invite a una multitud perennemente deseosa de mover el cuerpo a convertirlos en calientes pistas de baile. Y esas también cautivarán la atención de visitantes, incluyendo a la supuesta avalancha de norteamericanos, a quienes tanta alegría en medio de tanto abandono y precariedad les parecerá otro de los enigmas indescifrables de la isla caribeña que en esta ocasión escogieron como destino turístico.