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miércoles, febrero 11, 2015

La triste evidencia de otra guerra estúpida.

(Gleb Garanich/Reuters)
Un fotógrafo de Reuters publica esta semana la foto simple de una tragedia. Aunque su impacto es inmediato, crudo, es posible que pronto sea olvidada, en el remolino de imágenes que produce un conflicto actual y todavía sin visos de terminarse. Fue tomada por Gleb Garanich en una ciudad hasta ahora insignificante, Kramatorsk, en la región de Donetsk, al este de Ucrania. Es de esos sitios en la geografía de la antigua república soviética de los que apenas habíamos oído hablar, como Chernobil antes de 1986.

La única diferencia es que en Kramatorsk no ha habido un desastre nuclear y allí la vida de sus habitantes prosigue. Así lo muestra, paradójicamente, la foto de Garanich, aunque en su primer plano la mujer que yace enfundada en un largo abrigo negro de plumón y botas hasta la rodilla, haya fallecido puede que horas antes debido a la explosión de un mortero disparado desde las filas prorrusas. O tal vez no fueron ellos, se esforzarán en argumentar los defensores de ese bando, mientras sus oponentes se desgañiten alegando la culpabilidad de los otros y mostrando evidencias del entrometimiento, como el Presidente Poroshenko, que en la reunión de hace unos días en Munich, posaba con los pasaportes rusos de soldados capturados por fuerzas ucranianas en la región separatista.

Ese es el escenario más conocido de las guerras, el de las facciones en pugna, en constante trueque de acusaciones, como un siniestro juego de niños: tú dices, yo digo. Solo que en este escenario, además de las palabras, las posiciones se dirimen con disparos y bombas. “¿A quién se le ocurre ir a una guerra con un pasaporte?”, dirían algunos, tal vez pensando en la idea clásica de un combate, esa más propia de las secuencias de un filme bélico que recrea batallas típicas del siglo XIX, cuando los soldados combatían y se asesinaban frente a frente, en el más ridículo y puro estilo militar. No obstante, en este siglo, las guerras carecen de campos de batallas, pues transcurren en cualquier espacio donde rompan de golpe la rutina del día a día, como en Kramatorsk, Ucrania.

En la foto de Garanich se nota, al lado del cuerpo, el bolso que –es probable– la mujer llevara todos los días en su salida al trabajo o en el recorrido para procurar qué comer, algo tan normal cuando se vive en zonas de guerra. En la imagen, en lo que parece ser ya una costumbre, puede verse además un gorro de invierno cubriéndole la cara, ocultando la muerte. A lo mejor es un sistema de aviso por si aparecen a llevarse el cadáver, si es que eso llega a ocurrir, nunca se sabe. Mientras tanto, como también muestra la fotografía y las siguientes, la vida en la ciudad continúa.

La mujer yace sola, en medio de la nieve que ha quedado en esta zona residencial flanqueada por los edificios de la cuadrada arquitectura soviética. A unos metros, otros habitantes de Kramatorsk, los que han tenido la suerte de no ser alcanzados por un mortero o sus esquirlas, prosiguen con sus tareas habituales, pues cuando se vive en medio de conflictos que se prolongan indefinidamente, la tragedia adquiere un matiz menos sobrecogedor, más corriente. Hay quienes, por ejemplo, se retratan junto a los restos de un mortero, ese mismo que quizás minutos antes haya acabado con la tranquilidad de una familia, por no decir con la vida de uno o varios ciudadanos. “Es la guerra” – dirán unos. Es lo estúpido de su naturaleza, digo yo, y pienso en la pobre mujer de la foto: esposa, madre, hermana o abuela de alguien, tirada en la nieve, desarmada, víctima.

La fotografía de Garanich, en su simpleza y reflejo de lo cotidiano, me recordó a una semejante, sobrecogedora e inexplicable, que encontré en un periódico español en 1992. En una calle de Sarajevo, una mujer había sido abatida por un francotirador. Arropada igual por un largo abrigo, la también madre, esposa, hermana de alguien, había quedado inmóvil todavía asegurando dos grandes bolsas con las compras del día. Apenas llegaban noticias sobre la guerra en Bosnia a La Habana de los 90, fuera de las que pasaban por el complaciente tamiz (proserbio) de la censura oficial, de modo que era casi imposible llevarse una idea exacta de la magnitud de la contienda en aquella región inestable. Para colmo nosotros en la isla también andábamos ocupados en procurar alimentos, viviendo en una zona de guerra, aunque no había disparos o explosiones y las víctimas se cuantificaban en desconocidos padecimientos o desaparecían en el mar rumbo al Norte. En medio de tanta incertidumbre, la fotografía de aquella mujer se me había revelado como una certeza, la perturbadora potencia de las guerras para devastar la vida allí en el mismo sitio en que esta sucedía como un evento ordinario, terrenal.

Como en Bosnia, los hombres de un lado y del otro del conflicto del este de Ucrania, se parapetan detrás de ametralladoras y piezas de artillerías y gruñen sus amenazas. Cualquiera que los ve y se asusta, puede llegar a pensar que les corresponden a ellos los roles principales de guerreros, la insulsa heroicidad que otros les atribuirán. Sin embargo, las guerras, como muestra y, desgraciadamente, seguirán mostrando periodistas y fotógrafos –Gleb Garanich en este caso– ocurren en espacios más mundanos y terminan por afectar siempre a quienes intentan sobrevivir pensando que, pese a todo, la vida debe continuar.