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martes, marzo 07, 2017

Strange Fruits

It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.

You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.

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lunes, enero 12, 2015

Una vida de perros


Quizás antes de surgiera el calificativo de “mejor amigo del hombre”, el perro ya había ocupado un lugar privilegiado en nuestra imaginación colectiva. Humanos y mascotas abundaban por doquier compartiendo el mismo espacio, de ahí que esa coexistencia evolucionara hasta nuestros días a lo que algunos exhiben como una relación demasiado cercana. Así lo creen quienes la observan desde la distancia, incapaces de comprender cómo es posible tanta química entre humanoides y cuadrúpedos.

Tal vez esa incomprensión se justifica por el miedo, por el hándicap sensorial y físico que marca distancias entre animales y personas. Mientras unos no admiten tales separaciones, hay otros que se la pasan creando fronteras imaginarias alrededor de sus cuerpos, una especie de expandible burbuja personal para repeler cualquier premonición de peligro. Y aunque quienes contemplan en el fondo desearían prodigarle a esas extrañas criaturas innumerables mimos y caricias, intuyen que hasta que no superen la barrera invisible del temor, solo pueden aspirar a mirarlos desde lejos, viendo cómo se revuelcan juguetones en la hierba o responden a las instrucciones precisas de sus amos.

Me cuento entre tales espectadores. Perros y yo nunca hemos hecho buenas migas, a pesar del esfuerzo -de mi parte, claro- por superar nuestras diferencias. Por ejemplo, cuando entre los animales y yo ha mediado la amistad de sus dueños, he tenido que meditar sobre cómo responder a la invitación a una visita a sus casas, a sabiendas de que, por muy interesante que resulte la conversación con mis amigos, estaré más atento a cómo se comporta el animal. Si alguien –ajeno a mi miedo y antecedentes- presta atención a la posible escena de seguro ignorará el verdadero significado de cada mirada entre el animal y yo, de cada reconocimiento mutuo.

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domingo, febrero 10, 2013

La risa, ese consabido antídoto y salvavidas


Mis visitas al salón de Gëzim, mi barbero kosovar, siempre incluyen alguna conversación sobre nuestro pasado en tiempos de la Guerra Fría, cuando todavía los países del bloque socialista formaban parte de un supuesto Segundo Mundo. La denominación resultaba tan discutible como la que todavía designa a los países subdesarrollados. De cualquier manera, sobre todo hasta principios de los 90, nunca estuvimos muy claros, al menos en la isla, de cómo nos clasificaban los demás.

En poco más de dos años de visitas al Salón Arte, Gëzim y yo hemos conversado una y otra vez sobre pasadas experiencias comunes: él, en la antigua Yugoslavia; yo, en el Caribe Rojo. Nuestros intercambios, curiosamente, apenas se refieren a los líderes, sobre todo a los famosos e históricos, hoy apenas mencionados y de seguro ya parte de la acabada  Historia del Siglo XX. Alguna que otra vez hemos nombrado al tristemente célebre Enver Hoxha, pues para mi barbero, por pertenecer a la mayoría albanesa de Kosovo, la colección de anécdotas sobre el presidente de la Albania comunista le son harto conocidas.

No tengo mucha práctica en conversaciones de barberías, salvo algunas excepciones. En Cuba, a finales de los 70, en mis sesiones en el inmenso salón frente al Supermercado Luis en mi Placetas natal, mis rutinas del corte de cabello se reducían a sentarme en el sillón y esperar porque el barbero de turno acabara de recortar mi pelo, mientras conversaba con algún otro cliente conocido o con uno de sus colegas. Luego en Santa Clara, en el difunto Salón Parisién, terminé de habitual con Lorenzo hasta que este se retiró y la barbería fue clausurada poco después y añadida a las oficinas de un banco. Lorenzo conversaba según lo hiciera el cliente, aunque supongo que todos los barberos desconfiaran de mi timidez adolescente y de mis pocos deseos de chacharear sobre algunos de los temas recurrentes (baseball y misoginia), si bien debo aclarar que allí también se hablaba de lo humano y lo divino.

Mi siguiente barbero, Efrén, tampoco trababa conversación fácilmente y su espectacular habilidad con las tijeras hacía que mi tiempo en el sillón pasara volando. Teníamos, eso sí, el parco entendimiento de dos viejos conocidos, aunque a veces lo dejara rascándose la cabeza en señal de alarma, cuando le pedía algún pelado innovador o exótico. Después me adapté a pelarme con una vecina los domingos por la tarde, su único día disponible tras una semana de trabajo y labores domésticas. Luego encontré a otra peluquera unisex con la que era difícil mantenerse al margen de sus tertulias, pues en mi sesión de corte siempre me acompañaba una muy buena amiga que vivía cerca y aprovechábamos mi turno para repasar historias del barrio, la ciudad y nuestro siempre sorprendente centro laboral.

En Londres, en mi primer año, visité a un barbero chipriota de Stockwell. Recuerdo que las paredes de su salón, adornadas con fotos de George Michael, Stelios Haji-Ioannou, Peter Andre y otros famosos de su tierra o de la diáspora, contaban el devenir del negocio familiar en un barrio demasiado variopinto. En nada se parecía al espacioso salón Capello en Whitchurch Road, Cardiff, que frecuenté durante mi año de estudios en la capital galesa, en el que también describí escenas de la isla, sobre todo relacionadas con el buceo o con las imágenes paradisíacas de algún brochure turístico. Mi barbero temporal, de quien he olvidado el nombre, planeaba desembarcar en las playas cubanas como tantos compatriotas suyos.

Antes de convertirme al estilo simple, pero exacto de mi barbero kosovar, fui cliente en varias ocasiones de un atareado salón unisex cercano a la estación de Finchley Road, en el noroeste londinense, casualmente administrado por otro empresario originario de Kosovo. La relación entre la peluquería y los habitantes de la ex región autónoma yugoslava merecería una investigación aparte, pues no muy lejos de allí existe Mimosa, otro salón de belleza administrado por una albano-kosovar.

De lo que ella dialogará con sus clientes no tengo la menor idea, mas dudo que los temas de conversación ronden la vida cotidiana en los antiguos países socialistas. Y claro, aunque los cubanos nos acostumbramos a imaginar cómo se vivía allá, en realidad solo teníamos acceso a una representación más o menos aséptica de la vida cotidiana. A nos ser por medio de algún familiar o vecino allegado que hubiera estudiado o trabajo en las antiguas URSS, RDA o Checoslovaquia, las historias del Este llegaban por televisión, en dramatizados y series policiales o mediante el cinematógrafo. Lo sorprendente, sobre todo para alguien como yo, que tenía a estas naciones como el modelo de sociedad a la que algún día llegaría mi país, es comprobar como las similitudes con el nuestro sobrepasaban la política y la ideología.

Gëzim y yo hemos conversado además sobre literatura y la lengua albanesa. Le he escuchado breves charlas sobre el origen del idioma con el que los habitantes de extensas áreas en los Balcanes se han comunicado durante siglos. También hemos compartido referencias sobre Ismail Kadaré, el célebre escritor albanés. Aún no termino la lectura de El Concierto, donde Kadaré explora la relación entre Hoxha y Mao Zedong y la influencia discutible que ambos países ejercieron uno sobre el otro en la época en que eran sendos bichos raros en el desafinado concierto de las naciones de los sesenta y setenta. Sin embargo, gracias a mi barbero tengo en la lista de libros por leer a El Castillo y El general del Ejército Muerto. Hasta comenzar El Concierto, inicialmente publicado en 1988, no sabía mucho del hoy reconocido autor, salvo por el filme Abril Despedaçado, en el que Walter Salles trasladó las historias de las montañas del norte de Albania al Nordeste brasileño. Las narraciones de ajustes de cuentas, nociones familiares sobre el honor y la venganza, todavía pueden suceder, tal como lo reseñó El País hace unos meses. Sin embargo, Gëzim y yo hemos charlado poco sobre este atrasado pedazo de la geografía europea tan único y a la vez tan similar a otras atrasadas zonas de nuestro planeta.

Cada mes y medio, cuando mi cabello empieza a crecer lateral y desmesuradamente, la obligatoria visita al Art Salon me anima a pensar en la posibilidad de nuevas anécdotas. Aunque, a decir verdad, puede que el interés no sea mutuo. Para Gëzim, el capítulo de su vida socialista tiene un inicio y un final delimitados en el tiempo. Por ende, comparar los aún eventos cotidianos en una isla caribeña con su vida anterior es solo un ejercicio de su memoria, porque en su natal Kosovo el comunismo dejó de ser tal a partir de los años 90, hace ya más de dos décadas.

En nuestro último encuentro comentamos sobre un reciente programa de la BBC sobre Cuba tras lo que se ha dado en llamar “reformas económicas”. El reportaje, en el que Simon Reeve vuelve a la isla con el objetivo de conocer en qué medida ha habido una mejoría, muestra a varios nuevos emprendedores de La Habana y provincias cercanas. Amén de alegrarnos porque mis compatriotas hayan ganado algo de respiro, Gëzim y yo, cual conocedores escépticos, especulamos sobre la duración de tal apertura. “Es que la vida (-En Cuba- pensé yo) en el socialismo (añadió él) es muy difícil”. Para ejemplificarlo habló de su experiencia personal de las colas para comprar leche, harina, de las colas como rasgo fundamental de la existencia en el comunismo. ¡Y todavía los ingleses se jactan de haberlas inventado ellos!

Yo, que sé muy poco sobre la vida en la antigua Yugoslavia y que mi única referencia es el alocado retrato de los balcánicos en Montenegro de Dusan Makavejev, le comenté sobre el famoso texto de la croata Slavenka Drakulic, How we survived communism and even laughed. Le hablé de un pasaje específico del libro referido a la costumbre de la abuela de la autora de acaparar papel sanitario. Es curioso que a tantos kilómetros de distancia y sin ningún conocimiento de tal conducta, mi abuela María tenía la misma preocupación. Existía un rincón en su escaparate donde se acumulaban rollos para alguna emergencia, lo que la mayoría de las veces significaba un inesperado ingreso en un hospital.

Cuando le comenté a Gëzim que en la isla, a excepción tal vez de La Habana, durante la mayor parte de los  sesenta y ochenta, el papel higiénico era poco menos que un lujo, su reacción fue la típica de alguien que entendía muy bien de lo que yo estaba hablando. Me narró entonces cómo, casi de la misma manera que nosotros, recortaban las páginas de los periódicos para usarlas con un fin menos instructivo. “Al menos nos reíamos” –añadió para rematar, con el consabido chiste –también popular en tierras cubanas- sobre la potencial capacidad intelectual de nuestros traseros.

No deja de sorprender, como reza el título de la Drakulic, que los períodos de escaseces más profundas nunca lograron que los habitantes del mundo socialista perdieran la capacidad de reflexionar jocosamente sobre las carencias cotidianas. 

viernes, noviembre 09, 2012

Sonata de otoño


Tal vez no haya mejor señal que identifique al del otoño que la inminencia del la noche. La corta duración de los días se anuncia en noviembre con la ausencia de luz, cuando esta comienza a desvanecerse a partir de que los relojes, al menos en el hemisferio norte, dan las cuatro de la tarde.

La estación en Londres y en gran parte de las islas británicas, se caracteriza lo mismo por la estereotipada instantánea de los árboles multicolores, debido a las hojas prontas a caer, que por la frecuencia con que la llovizna se inscribe en las escenas cotidianas.

“Noviembre es un mes difícil”, me decían los amigos ya establecidos en la Vieja Europa, cuando escribían correos nostálgicos del trópico y del omnipresente sol cubano. Para convencerme me citaban estadísticas del número de suicidios que, según ellos, aumentaban desmesuradamente en este mes. Yo los leía sin entender mucho, pues en la isla, el onceno mes era un débil indicio de cambio, la antesala para la versión nacional del invierno, ese que desanima tanto a compatriotas convencidos de que los días sin sol no cuentan.

“Es que no ocurre nada”, me cuenta una colega escocesa, habituada a un calendario regido por el consumo. Según su lógica, estos son los treinta días que median hasta que la fiebre de la Navidad se apodera de diciembre  y ayuda a simular un sentimiento colectivo de satisfacción y puede que de optimismo.

“Notarás el cambio”, me expresó un amigo en el ya lejano mes de septiembre del 2004 cuando yo exploraba impresionado los barrios sureños del gran Londres, sorprendido de lo poco que conocía sobre la estación, la capital inglesa y todo el Reino Unido. Mi amigo me pronosticó que detestaría la oscuridad, la sensación de que las horas diurnas nunca alcanzarían para nada en esta ciudad donde la ansiedad supuestamente te obliga a mostrarte productivo más de la cuenta.

“Es relativo”, comentó una profesora sueca, acostumbrada a experiencias otoñales escandinavas. Ella tiene una interesante teoría sobre la manera en la que el otoño influye en la productividad de la gente. “Afuera llueve o apenas queda luz, así que uno se concentra irremediablemente en todo lo que tiene pendiente”, sentenció.

Desde un café con enormes paredes de vidrio, ubicado en el segundo piso de un edificio situado en una bulliciosa avenida del centro comercial londinense, me doy cuenta que la estación ya comienza a exhibir sus señales más características. De un lado al otro pasan transeúntes enfundados en abrigos sombríos, en una armoniosa combinación que interrumpe de vez en cuando alguien abrigado con prendas de colores brillantes. Me separan minutos de las cuatro de la tarde, luego quedará una hora de luz natural, como máximo.

Aún así, a pesar de la consabida queja por nuevamente lamentar la extrema finitud de una jornada, los ocho otoños que he acumulado creo que me garantizan la supervivencia. Los médicos hablan del “cansancio otoñal”, de la manera en que la falta de luz condiciona al cuerpo a que sufra un poco en tanto nos readaptamos al cambio.

Mientras tanto, en esta calle de Londres, los ciudadanos se muestran imperturbables, tal parece que el otoño tiene su música particular y que los londinenses se la saben de memoria. 

miércoles, agosto 15, 2012

Londres olímpica: versión de una ciudad en movimiento

(Publicado en Diario de Cuba)

© Helena Soares
El pasado domingo 12 de agosto, una sinfonía de color y música puso fin a la trigésima olimpiada de la era contemporánea, celebrada en Londres. Tras los Juegos de la Austeridad en 1948, luego del desastre que significó la Segunda Guerra Mundial, la capital inglesa se preparó por tercera vez para organizar olimpiadas en una Europa que, a juzgar por el panorama imperante en el Viejo Continente, bien podrían llamarse los Juegos de la Crisis. Más de diez mil atletas de 204 países se concentraron en la ciudad para optar por las preseas de oro, plata y bronce, pero solo representantes de 85 naciones lograron alcanzarlas.

De cualquier manera, los alarmistas salieron más derrotados que quienes no consiguieron medallas. Estos juegos se adecuaban al habitual estereotipo de los británicos, reacios al entusiasmo. La queja es una actitud característica aquí, donde convergen las más disímiles tribus urbanas. Fallaron desde los que pronosticaron un caos total justo al primer día de competencias, hasta los que esperaban que colapsaran, según efecto dominó, el transporte público, los servicios de sanidad y que en el centro se aglomeraran hordas de turistas indisciplinados. Para rematar quedaba la siempre inoportuna sospecha de un atentado terrorista que impediría la normal continuidad del evento o su suspensión indefinida. No por gusto los juegos atraían una indeseable asociación con el fundamentalismo islámico. Sólo un día después del anuncio de la concesión de la sede, apenas transcurridas unas horas de que una multitud lo celebrara en la Plaza Trafalgar, Londres se unió a la lista de ciudades víctimas del terrorismo.

Sin embargo, aún en la primera semana, toda Londres y puede que hasta la Gran Bretaña, comenzaron a despojarse poco a poco de los malos presagios y decidieron, si es cabe semejante acción, disfrutar del espectáculo. Los londinenses, fuera de los miles de voluntarios uniformados de violeta y rojo que partían a animar las sedes de las diversas competencias, continuaron sus vidas con metódica normalidad. Mientras acontecían dramáticos torneos o parsimoniosos desafíos olímpicos, los puntos más neurálgicos del atareo londinense apenas mostraban alteraciones. Porque, claro, no se puede hablar de un “centro” en un Londres que crece y se divide en cuanto a barrios temáticos, solventes y depauperados. No obstante, la Calle Oxford, Leicester Square, Covent Garden y hasta el marchoso Camden Town, lucían semi-vacíos en estos días olímpicos.


Anfitriones, el antes y el después


En el 2004, la actuación británica se redujo a los éxitos de Kelly Holmes, los relevistas del 4x100, los ciclistas Chris Hoy y Bradley Wiggins, un jinete, dos tripulaciones de velas y un bote de remos. Cuatro años más tarde, el equipo británico llegó a Beijing con la indiferencia de los principales medios de prensa. Antes del 2008, las noticias sobre la mayoría de los deportes olímpicos ocupaban minúsculas columnas en las páginas finales de los diarios, mientras que el resto se llenaba con entrevistas, reportajes y moralizantes comentarios sobre fútbol, cricket, rugby, tenis, carreras de caballos o de automóviles fórmula 1.

Grandes cantidades de tinta apuntalaban la grandeza de un espíritu deportivo enraizado en tradiciones y anticuadas nociones de nobleza o localismos. Y siempre desde la perspectiva clasista que aún rige la nación inglesa, según la cual los niños de bien juegan al cricket, visten de blanco y compiten en inmaculados estadios de césped reluciente, mientras que los pobres tienen que conformarse con la vulgaridad de correr tras un balón blanquinegro acosados por igualmente vulgares espectadores.

Para sorpresa de comentaristas, la delegación regresó de Beijing con 47 medallas, diez de oro más que en Atenas y con el rompecabezas que significaba entender posible tal éxito. Por ejemplo, los dos oros de la nadadora Rebecca Adlington nadie los había pronosticado por lo imposible de que surgiera un campeón de natación si en la ciudad australiana de Sydney existen más piscinas olímpicas que en todo el Reino Unido.

De modo que tras el voto de confianza por el desempeño en el 2008, los británicos se prepararon para más sorpresas en Londres 2012. La preparación, no obstante, puede considerarse mesurada en un año en que Isabel II debía celebrar, por todo lo alto, sus seis décadas en el trono. Doce meses antes del comienzo, las vallas publicitarias se llenaron de aspirantes olímpicos. Algunos como Hoy y Jessica Ennis partían como favoritos en sus eventos; otros, como Liam Tancock y Phillips Idowu terminaron la olimpiada sin medallas. Peor fue el caso del vallista William Sharman, que ni siquiera llegó a integrar el equipo a pesar de que las gigantografías con su rostro todavía adornan algunas gasolineras en Gran Bretaña.


En la Olimpiada de las marcas y las grandes transnacionales, el “Equipo GB” logró adueñarse de una fuerte identidad corporativa, un símbolo que, con los colores de la Bandera de la Unión, fue apropiado por participantes y espectadores. Así lo mostraron en las competiciones de los días iniciales, cuando la exigua cosecha de medallas de oro parecía darle la razón a los escépticos de scones y té con leche. Así también lo agitaron en la segunda semana cuando el país se despertó sorprendido y hasta asustado de ubicarse en el tercer lugar en la tabla de medallas y de calificarse como una potencia deportiva.


Para cualquier analista formado en los tiempos de la Guerra Fría, cuando el deporte se usaba con fines políticos, ligado a esa débil construcción social que es el patriotismo, la actuación de los anfitriones viene a ser una continuidad. Para quien escuchó a los atletas británicos hablar de su preparación, de los triunfos y sobre todo de la amargura de fracasar cuando se esperaba tanto de ellos, los juegos fueron una simple oportunidad para pasarla bien y competir.

Habrá más de un interesado en teorías conspirativas que se atreva a descontextualizar eventos y a presentarlos como una estratégica labor de los británicos para despojar de medallas a contrarios más débiles. Es posible que otros se empeñen en demostrar que las victorias locales fueron pura casualidad. Quedará; sin embargo, una gran masa de voluntarios, londinenses de origen y por adopción, que cuando se apagaron las últimas luces del estadio tras la ceremonia de clausura sintieron que las palabras de Sebastian Coe agradeciéndoles el haber hecho posible Londres 2012 tenían un significado especial.


Héroes y heroínas de lidias y arenas


© Helena Soares
Como en pasados eventos similares, muchos deportistas llegaron con el adjetivo de superfavoritos, pero cada jornada, ante el empuje de adolescentes y la habilidad de vencer de los más experimentados, demostró la veracidad de aquel viejo refrán de que lo difícil no es llegar sino mantenerse. Se recordarán estos juegos como los probables últimos del nadador norteamericano Michael Phelps, pero su actuación estará para siempre relacionada con la de los no menos talentosos Yannick Agnel (FRA) y Chad Le Clos (RSA), quienes impidieron que la cuenta total de medallas del más laureado deportista de nuestros días fuese aún mayor.

De los adolescentes, la lituana Ruta Meilutyte se reveló como una excepcional pechista para quien el epíteto de campeona olímpica, a los 15 años, todavía no tiene una dimensión extraordinaria. El que sí no tendrá ninguna duda al respecto es el velocista jamaicano Usain Bolt, quien con otras tres doradas tras igual éxito en Beijing, se autocalificó como una leyenda. Legendario fue también el triunfo de la gimnasta Gabrielle Douglas, primera afro-americana en conseguir el título de máxima acumuladora, o del luchador uzbeko Artur Taymázov, campeón de lucha libre por tercera vez consecutiva, o de la esgrimista italiana Valentina Vezzali, quien se llevó sus medallas número 8 y 9 compitiendo desde Atlanta 1996.

No obstante, pese a la avasalladora imagen de los campeones, queda siempre la menos complaciente versión de quienes no alcanzaron lugares en el podio. Las pantallas reflejaron la representación de la derrota, aunque algo diferente ocurriera en la arena donde acontecieron los eventos. El caso del maratón es bien ilustrativo: un puñado de corredores que se aprestan a alcanzar la gloria, aunque esta en teoría corresponda solo a tres escogidos. Sin embargo, recompensa ver como los espectadores británicos, londinenses y visitantes, apostados a ambos lados de la enorme avenida The Mall, permanecían en sus puestos aplaudiendo y vitoreando hasta que pasaba el último deportista. Para ellos, la consabida sentencia de que lo importante es competir, justificaba todo el reconocimiento.

La celebración, más tarde, corría a cargo de los compatriotas residentes en la urbe británica, a veces tan hiperdiversa como para asociarla al resto de las ciudades inglesas. Porque cualquier deportista extranjero puede encontrar, si los busca, a entusiastas de su nación de origen en Londres. En estos días, así sucedió con las decenas de orgullosos seguidores que se reunían en la gradas, fuera de las diferentes sedes o simplemente aparecían por la calle, con la sonrisa y la bandera de su país anudada al cuello. Y estas podían ser símbolos familiares, como las de los antiguos dominios coloniales del imperio, ahora miembros de la Mancomunidad de Naciones (Kenya, Uganda, Jamaica); o exóticas y ajenas como las de Armenia o Timor Oriental.

La isla y los juegos

Sobre la actuación de los cubanos baste decir que la obtención de medallas resultó menos agónica que hace cuatro años. Dos títulos dorados en boxeo aliviaron la supuesta vergüenza de la capital china y complacieron a una afición todavía apasionada por esos aires de superioridad nacional tan socorridos en un ambiente de competición internacional. El super-pesado luchador Mijaín López, tal vez el deportista con mejores credenciales según la prensa especializada británica, volvió a demostrar por qué es el mejor en su categoría.

Y es que, a excepción de conocidos nombres del atletismo nacional, los miembros de la delegación cubana eran una verdadera incógnita. El por qué lo resumió la comentarista Nicola Fairbrother, de la BBC, cuando aseguró que los cubanos participaban tan poco en el circuito internacional que resultaba imposible emitir un vaticinio sobre ellos. Por muy bien que lucieran en las sesiones eliminatorias, se contaba con tan pocas referencias sobre pasadas actuaciones que escogerlos como favoritos parecía demasiado. Los del campo y pista, al menos los habituales en torneos internacionales como la Liga del Diamante, merecerían otro comentario. De cualquier manera, ningún seguidor de tales competencias esperaba una actuación descomunal de Dayron Robles, mucho menos el título como en Beijing. Quizá el revés de la capital china y el discreto, pero admirable desempeño en Londres, signifique que ya es tiempo de adaptar las expectativas nacionales de la isla a las realidades de un movimiento olímpico que no reacciona siempre según redundantes referentes culturales y geopolíticos.

Además, vale recordar que quienes compiten hoy, sobre todo los más jóvenes, fueron los niños y adolescentes del llamado Período Especial. Ellos nunca pudieron aspirar a la formación atlética de sus predecesores, a entrenarse en instalaciones modernas o elementales, a satisfacer necesidades nutritivas propias de su actividad o a contar con asesoría técnica extranjera, aunque esta viniera del campo socialista. Tampoco sacaron provecho del otrora eficiente sistema de alto rendimiento originado en un “área especial” de base, debido a que según avanzó la crisis, contaron cada vez con menos y menos recursos, a veces importados, pero otras tan de sentido común como el de tener una piscina, con agua, para entrenarse todos los días. Cuando estos niños promesas despuntaron en sus disciplinas, se encontraron también sin muchos entrenadores, esparcidos ahora por varias naciones ya fuera siguiendo un proyecto personal, o alguna alocada o consciente misión a lo internacionalismo proletario.

Pero en la Mayor de las Antillas, las estructuras deportivas tampoco escapan al anacronismo imperante en las demás esferas de la sociedad. Tal vez la ausencia de nacionales en las competiciones por equipos, en otro tiempo fuente de incontables premios y emociones, quede como el mejor ejemplo de que los proyectos colectivos cubanos pasaron a mejor vida. Lógicamente, algunos cuestionarán tal sentencia, apelarán a la casualidad, a la pretendida injusticia de la clasificación y puede que tengan razón. Sin embargo, si algún espectador curtido en los torneos de los ochentas observó con detenimiento los partidos de volleyball femenino, dos posibles dudas le vendrán a la mente: o las “Morenas del Caribe” andan muy necesitadas de una potente dosis de amor propio, de ahí su ausencia, o el nivel del juego de net y pelota ha decaído extraordinariamente.

© Helena Soares
En los setentas cuando aún no eran tan frecuentes los escándalos por dopaje, la frase “el extra de los campeones” resumía el complemento esencial que garantizaba cualquier hazaña deportiva. Se precisaba de una excelente forma física, de visualizar el triunfo como una actividad natural, pero dado el nivel de la competencia –Juegos Olímpicos- cualquier esfuerzo extra era primordial. Si algo distinguió a los anfitriones y pocos cubanos mostraron, fue el ansia de competir y ganar: competir como un premio al desgaste previo, a las jornadas interminables de entrenamientos, pero con el beneficio de pasarla bien; ganar, como el mayor estímulo a una decisión personal y autoindulgente, por mucha presión que hubiera para que los británicos se lucieran en casa. Aunque para vencer a este nivel, la victoria no puede dejarse a la providencia, al criterio subjetivo de un panel de árbitros y jueces, hay que desearla más que nada.

En la clausura del evento, entre los reflejos coloridos de los miles de focos y al compás de un repertorio representativo de la producción musical británica, podían verse tímidas banderitas cubanas siendo agitadas por manos perdidas en el concierto gestual de los deportistas. Habrían sido más si a los nacionales no los forzaran a regresar a la isla una vez terminadas las competiciones en las que toman parte.

Para un cubano nacido a inicios de los 70, con vagas memorias de la Olimpiada de Moscú, privado de disfrutar las dos citas estivales siguientes, los Juegos Olímpicos de Barcelona seguirán siendo una referencia demasiado fuerte como para calificar estos de Londres “los mejores de la historia”. Para un londinense por adopción, no obstante, estas poco más de dos semanas sirvieron para añadirle a la ciudad el mérito de agrupar a entusiastas de todo el mundo que la despojaron de ser simplemente el mero espacio de mi acontecer cotidiano. A gente se vê no Rio!

lunes, marzo 10, 2008

Camden Town o el movimiento browniano


Londres se define como hiper diversa. Conozco varios estudios sobre este tema, varias caracterizaciones de barrios enteros no sólo interesantes para académicos preocupados por entender un poco el planeta partiendo del análisis de esta capital, punto de reunión de tribus humanas. Sus peculiares zonas devienen en campos de batalla para los políticos y en fuente inagotable de inspiración para comediantes. Cada una es particular en su geografía cotidiana, además de en su arquitectura, en sus habitantes y en la importancia que adquieren como referente de toda la ciudad.


Camden Town pusiera ser, por ejemplo, una de esas plazas singulares en el panorama londinense. No es fácil caracterizarlo con una simple palabra, aunque cosmopolita le venga bien. Este trazado urbano que se extiende al norte se asemeja a una especie de muestrario diverso de una agitada urbe. Hay áreas más organizadas y otras más de vanguardia; sin embargo, todo aparenta estar en una invisible vidriera para que cada quien o cada cosa se exhiba tal cual es.

A veces desconfío del adjetivo “alternativo” usado en demasía para referirse a esta parte de Londres famosa a inicios de los 90 en las acciones anti-globalización. Hoy es difícil distinguir, entre los miles de personas y personajes transitando de un límite a otro del barrio, a aquellos esforzados en un activismo específico, tal vez porque en el trayecto hay espacio para todo, desde la compra y venta de objetos inusuales como los de The Hemp Store, confeccionados con fibras de cannabis, hasta las tan vilipendiadas o codiciadas zapatillas Nike de JDSports.

En Camden Town cabe todo y caben todos. Empezando por las tiendas de los más recientes productos de la industria musical, y siguiendo por otras de discos de acetato, verdaderas joyas míticas de un pasado musical esplendoroso, un pasado que sugiere estar muy vinculado al barrio. En este punto del paisaje londinense la música no se encarece. Ya sea en clubes para saltar y ocupar la noche a las órdenes de djs de culto, o en santuarios de las bandas más de moda (Koko), pasando por oasis de intimidad e improvisación (Jazz Café) y recalando en lo que anuncian como la esquina más habanera de la Londres (The Cuban).

Si bien en estos se encuentran las melodías más tradicionales, hay otros sonidos que quizás no puedan grabarse para ser interpretados a puertas cerradas, aunque alguien siempre quiera intentarlo. Porque Camden es el escenario donde la ciudad ejecuta su sinfonía urbana más anárquica e innovadora, no solo a través de las bocinas de los comercios y restaurantes. La composición surge del aleteo de palomas asustadas, del pregonar de los vendedores, de cláxones y silbatos del tráfico imparable, del concierto de voces e idiomas, o de las emisiones de un paquebote interrumpiendo el aburrimiento de las aguas del canal.


Sin embargo, nada define tanto al lugar como sus habitantes, diversos e irreverentes como el planeta, esquivos y exhibicionistas, como todos los capitalinos. Y puede que la atracción por esta zona se remonte a otras épocas. No es únicamente el sitio preferido por peculiares ejemplos de la farándula contemporánea al estilo de Amy Winehouse, o la mejor galería abierta de Banksy, artista del graffiti. En Royal College Street vivieron, se amaron y pelearon dos poetas malditos (Rimbaud y Verlaine). A principios de siglo pintores ingleses como Walter Richard Sickert, Spencer Gore, y Robert Bevan, entre otros, recrearon en lienzos imágenes del entorno camdeano y aún es posible encontrar por aquí a entusiastas del punk, con sus pelos coloreados, estirados, pavoneándose por esas calles como si todavía les pertenecieran, atentos a las cámaras que intentan capturarlos, a cuyos dueños no reparan en recordarle que todo tiene un precio, así sea un inocente encuadre como recuerdo de una visita.


Entre el bullicio, el ir y venir de ingenuos y esperanzados, de melancólicos y aventureros, de desesperados y curiosos, asoman igualmente los góticos con sus vestimentas sombrías, confundidos con turistas, casi siempre españoles seguros de que un recorrido turístico sin pasar por Camden Town no cuenta, porque aquí es donde único se aprecia la “mucha marcha” de la capital inglesa. Y llegan además las procesiones de escolares desafiantes, escandalosos y gregarios, como felinos marcando el territorio a conquistar,

Aunque las marcas no se distingan, pues aquí no se piensa tanto en lo de la burbuja personal como en otras partes de la urbe británica. Sobre todo hay que moverse, no basta imaginar el ritmo del lugar, es preciso sentirlo. La inmovilidad no tiene cabida en este entorno a veces destartalado y frágil como una edificación de La Habana, luego del paso de un huracán.

Y si es difícil permanecer inmóvil es imposible mantenerse inerte, porque el espacio agudiza los sentidos exige un sensorial estado de alerta. ¡Cómo no escuchar la polifonía del barrio! ¡Cómo no ver los contrastes, los rostros, los colores! ¡Cómo limitar el tacto a un mero reconocimiento de superficies! ¡Cómo resistirse a los olores de humeantes combinaciones asiáticas, medio-orientales, mediterráneas, africanas e incluso centroamericanas! ¡Cómo no sentir este pedazo de Londres!

Semanas atrás un incendio devastó parte del barrio. Las llamas se elevaron lo suficiente como para presagiar la completa destrucción de esta especie de pulmón norteño londinense. No obstante, el fuego sólo consumió un puñado de edificaciones, lo que apenas influyó en el palpitar constante de todo el barrio.

La vida, al parecer, empieza y continúa aquí, a juzgar por ese gesto de invitación con que ofrecen montañas de fideos las vendedoras chinas, el buen talante de la joyera lituana que negocia con ámbar del Báltico, la indiferencia del anticuario, la complacencia del moderno mercader de alfombras marroquíes, la alegría casi bovina del traficante invitándote a ya sabes qué viajes, o la apatía del simple ciudadano que, camino al trabajo, advierte su llegada a Camden Town por la ventanilla del autobús. Mientras él pasa, la ciudad indiscutiblemente se mueve y zumba, como dijera un gran amiga, al ritmo de una colmena atareada.

miércoles, enero 18, 2006

Acostumbrándose al mundanal ruido


Cada ciudad, sobre todo si es grande, tiene su ritmo propio. Por ejemplo, Londres. En ella el ritmo puede ser tan vertiginoso que termina por cambiar la visión que tenemos de los sucesos que acontecen en la ciudad. Se convierten en hechos ordinarios y al final uno termina por pensar que nuestra vida es agitada porque todo alrededor se mueve constantemente. El ritmo de la ciudad nos convierte en seres humanos sin rostro o nombre, siempre apurados, siempre ocupados en llegar a algún lugar.

Por tanto, luego de un día agitado, sólo queremos regresar a casa y ver televisión, especialmente los noticiarios, la narración detallada de acontecimientos en los que no hemos tomado parte. Tranquilos en la comodidad de nuestras salas, nos reconforta saber que Iraq queda muy lejos, o que hay guerra en Nepal, pero no estamos seguros de dónde exactamente queda ese país. Todo ocurre como en otra dimensión, y así se refleja en la tele, porque a lo mejor hasta nos resulta entretenido. Realidad es una palabra muy general, estamos demasiado separados de ella, sobre todo si vivimos en Londres.

Una mañana de viernes en noviembre, entrando a la estación de metro de Stockewell, fui parado por la policía. Me informaron amablemente que estaban realizando cacheos al azar y yo no pedí más detalles. De alguna manera, cuando crucé la calle rumbo a la estación noté demasiados chalecos amarillos de los que usa la policía británica alrededor de las puertas. Entonces me di cuenta que llevaba una mochila, pequeña y verde, pero mochila al fin y por tanto lucía sospechosa. Antes de meter mis cosas en ella había considerado si debía llevarla, pero instantáneamente pensé que todo el alboroto por los atentados del mes de julio en el metro de Londres ya había pasado.

Por un momento no me preocupé. Mi mochila fue inspeccionada, olisqueada por un perro y luego me la devolvieron. Respondí con disciplina de escolar aplicado todas las preguntas que el oficial todavía más amable me hizo. Ni siquiera me molesté en comprobar si en aquel momento las demás personas que entraban en la estación me estaban digiriendo miradas de desconfianza o si me habían considerado ya alguien potencialmente amenazador.

Por desgracia el trágico incidente en esta estación del sur de Londres ha cambiado la manera en que los latinoamericanos somos percibidos, máxime los que como Jean Charles de Menezes y yo, podemos ser tomados por musulmanes. Sin embargo, yo no estaba furioso por esa posibilidad, no me quejé ni me sentí tan mal como para gritar acaloradamente mi origen.

Fue más tarde, cuando ya estaba aparentemente a salvo en el tren, que mi cerebro comenzó a trabajar, uniendo todos los eventos y comprendiendo en verdad lo que había ocurrido. ¿Acaso estaba satisfecho de que la policía hubiera preguntado antes de disparar? No. Solo pensé en la frase que alguien días antes, cuando se había enterado de que vivía en Stockwell me había comentado: por favor, no corras en dirección al metro.

Cuando me bajé en la estación de Finchley Road, compré el periódico, revisé los titulares, comencé mi rutina diaria. Fuera de la estación la ciudad comenzaba a recuperar su ritmo, aunque el barrio de Hampstead no es el mejor para mostrar cuan agitada puede ser la vida en Londres.

En mi mente, no obstante, todas las experiencias recientes de la ciudad comenzaron a aparecer. Y recordé la noche de sábado en la estación de Victoria, cuando vi a una muchacha en la plataforma del metro, no muy detrás de la línea amarilla que define la zona de peligro, con una copa de vino en su mano, lo que me hizo reflexionar sobre cuan problemático irse de juerga puede ser en Gran Bretaña, sobre todo como se entiende aquí lo que significa compartir un trago con amigos en un bar. También recordé mi aterrizaje en Brixton, luego de un largo viaje desde La Habana. La palabra multiculturalismo comenzó a significar algo de pronto y el nuevo significado me causó el impacto de una bofetada en pleno rostro.

Internamente me preguntaba si todos estos eventos eran una señal de que tenía que ser estar más al tanto de mis experiencias. ¿Acaso era yo demasiado ignorante? ¿Estaba tan despistado respecto a las personas que murieron el siete de julio en los atentados? Para nada. Solo estaba pagando el precio de haber estado tan absorto por el ritmo caótico de Londres.

Me gusta pensar que siempre aprendo algo de todo lo que me ocurre. Aquel viernes en Stockwell me ha despertado de alguna manera. Un buen día comenzamos a sentir la abrumadora presencia del ritmo de las ciudades, este te asimila en lo que está pasando y una voz interior te dice que lo tienes que tomar como una lección.Desde ese viernes miro diferente a la ciudad y al resto del mundo. Ahora trato de pensar con más interés en los sucesos en los que no tomo parte, pero que también me afectan de un modo u otro. Eso no significa que tenga que ser una estrella de Hollywood para ir de gira a África y descubrir que hay niños sin padres por causa del SIDA, o que me golpeen en Australia para entender lo que es el racismo. Al final los hechos sí ocurren, aunque los humanos sigamos tercamente aferrados a la idea de que a menos que nos involucren, nunca romperán la pacífica burbuja en la que vivimos.