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sábado, diciembre 21, 2013

Aquellos parques del Vedado

A inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de embajadas o residencias diplomáticas.

En realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o 23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar, La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de llamarlos héroes.

Nunca, pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores, sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente, como si uno siempre estuviera cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior, pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes
De todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes después de clases.

En los bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine, actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad, aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.

Sin embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus asientos de mármol o concreto.

El de 21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994, unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera cambiaban de un año a otro.

Volví al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con nuestro diálogo de ponernos al día.

En medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo, aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”. Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los voy a dejar hoy”. 

Cuando pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después, pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.