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jueves, octubre 20, 2016

Pasajeros

Estatua de Sir John Betjeman,
Estación de Trenes de Kings Cross,
Londres
Viajar es un verbo tan importante como vivir. Se enuncia y asume con la misma convicción que implica realizar cualquier otra actividad relativa a la existencia. Al menos así es para mí, según me lo hicieron saber desde que era pequeño cuando mi familia decidía dejar nuestra casa para aventurarnos a explorar territorios más lejanos.

La distancia no era importante, podía ser un recorrido largo o un trayecto fugaz en un autobús local. La excitación era la misma y así se mantuvo hasta que, una década más tarde, en los tiempos del Período Especial trasladarse terminó siendo una actividad más abrumadora que placentera. Y uno se lanzaba a la carretera más por necesidad que por gusto, con la esperanza de que todo terminaría pronto, para volver a casa a arroparse de protección y sosiego. No obstante, hubo en ese triste período, viajes también agradables, que removieron los recuerdos de otras épocas, cuando salir de los dominios conocidos representaba toda una aventura.

En Europa atravesar países y ciudades es tan fácil que un viaje pierde toda esa aureola de grandiosidad que alguna vez le endilgamos nosotros, los que vivíamos en una isla de la que era casi imposible escaparse. Cuando a finales de los 90 las autoridades permitieron las salidas a cuentagotas, muchos amigos comenzaron a viajar y a establecerse fuera del Caribe. Algunos aterrizaron en naciones europeas o latinoamericanas y desde allí con el tiempo planearon sus vacaciones y futuras estancias en otros países y ciudades. Sus mensajes, fotos y correos electrónicos, reavivaron en mí la curiosidad por las exploraciones. 


Pasado el tiempo yo también emigré y comencé a acumular espacios en los que fui yo y feliz. Son esos los que a la larga van conformando mi noción de patria, un concepto personal y flexible que cada día se aleja más de los limitados cercos que los líderes nacionalistas establecen en una Europa sin fronteras y en un mundo que en realidad busca cada vez más la eliminación total de muros que impidan el libre tránsito de humanos, información y mercancías.


Si me comparo con otros compatriotas y hasta con conocidos de la diáspora, he viajado poco. Sé de algunos que han recorrido el planeta de cabo a rabo, con estancias en sitios tan alejados y exóticos como Mongolia o la Polinesia Francesa. Yo no he llegado tan lejos, aunque espero poder alcanzar tales destinos en un futuro cercano. En los últimos tiempos, al estar basado en Viena me hallo en un punto del continente donde, como en siglos anteriores, es común que se crucen rutas que conectaban todo el mundo conocido. Otra ventaja también, es el hecho de que la cercanía de algunos lugares diferentes por explorar propicia que uno deseche el avión como medio de transporte y vuelva a transitar como antaño por vías férreas o por carretera.

Es cierto que recorrí caminos británicos durante el año que viví en la capital galesa, pero allí estos viajes los hice con tal de evitar los cada vez más caros pasajes de tren. El Reino Unido posee una impresionante red de autopistas que alejan del trayecto a pueblos y ciudades, de modo que no abundan vistas espectaculares cuando uno se traslada por estas. Solo una vez, debido a un accidente de grandes proporciones en la M-4, tuve un breve acercamiento a lo que podría ser un viaje diferente. El chofer había tenido que desviarse y tomar las carreteras estrechas que conectaban el sur rural de Somerset y por tanto nos tocó atravesar pequeñas aldeas y campos roturados, para sorpresa de los habitantes, quienes, a juzgar por sus reacciones, nunca habían visto una guagua de National Express por aquella zona.
En bus pasando por la Plaza Trafalgar en Londres

En tales viajes, a diferencia de los que he hecho últimamente, a pesar de que casi siempre los realicé en buses llenos a tope, apenas recuerdo una conversación con algún otro pasajero. Tampoco guardo en la memoria algún diálogo interesante en los recorridos en tren por el sur de Inglaterra. Si en el 2004, cuando aterricé en Londres, los viajeros se aislaban de toda su circunstancia en derredor mediante los audífonos, ahora lo hacen con sus teléfonos móviles y tabletas. Nadie parece interesado en conversar con quien viaja a su lado, solo lo hacen quienes abordan los transportes en grupo o en familia, por lo que a veces es más fácil escuchar lo que comentan otros, que arriesgarse a conocer cómo piensan los compañeros de viaje. Y está claro que estos no siempre resultan los protagonistas de un diálogo agradable.

De uno de aquellos emails iniciales, de conocidos que se establecían fuera de Cuba, recuerdo el relato de una amiga residente en Bélgica, cuando se embarcó en un largo viaje en tren rumbo a Italia. Le tocó un asiento junto a un pasajero quien, tras intercambiar saludos amables al inicio, cuando descubrió que mi amiga provenía de Cuba le espetó un “yo no hablo con comunistas” y acto seguido cambió la mirada hacia el pasillo y no volvió a dirigirle la palabra en las dos horas que duró su viaje.

Por eso en ciertos trayectos me da por imaginar posibles conversaciones que hubiera tenido con algunos compañeros de viaje. Son razones puramente especulativas las que guardo como justificación para un determinado diálogo, pues si este nunca ocurre se debe sólo a mi probable timidez o a la del pasajero, o por insistir yo en respetar el derecho de cada quien a su privacidad. Sin embargo, las conversaciones quedan casi siempre como parte de las memorias del viaje, aunque nunca se hayan escenificado.

II.

Tranvía en Budapest
El trayecto en tren de Viena a Budapest dura poco más de tres horas. Lo hicimos en septiembre del 2014. Se trata del recorrido que antes de 1989 conectaba dos mundos bien diferentes atravesando la inexistente, pero efectiva Cortina de Hierro. Aún hoy, más de veinticinco años después, cualquiera puede notar las diferencias entre ambas partes. Las pintorescas imágenes de aldeas austríacas en medio de los campos cultivados en los que sobresalen gigantescas turbinas eólicas, dan paso a un paisaje rural más desaliñado, con improvisadas casuchas de madera y metal que lucen comparativamente más empobrecidas que las del país vecino. En la primera parada en territorio húngaro, Mosonmagyaróvár, la estación de pasajeros es apenas una plataforma con techo en medio de un área con varias líneas férreas, que evidencian una actividad anterior mucho más intensa de la que ahora transcurre en el lugar.

Allí subió a nuestro vagón un peculiar viajero al que le calculé unos sesenta años. Era un día nublado de inicios del otoño, muchos andábamos ya de mangas largas, enfundados en chaquetas monocromáticas, como son las destinadas a esta estación del año en la que prima la uniformidad, pues la mayoría de la gente sale a la calle con abrigos negros o grises. Nuestro compañero de viaje, en contraste, vestía un atuendo mucho más vistoso: pantalón color vino, chaqueta roja, boina también colorida y zapatos marrones. Llevaba además un bigote boscoso, pero bien cuidado, de esos que sugieren varios minutos de preparación previa ante el espejo. Reclinado en su asiento, frente a nosotros, leía ensimismado un libro en húngaro del que no recuerdo el autor, pero cuya lectura le fascinaba a juzgar por la expresión de su rostro y el nivel de concentración con que seguía las páginas.

Antes de sentarse y comenzar la lectura nos había saludado con una sonrisa. Apenas miraba el paisaje que aparecía tras la ventanilla, por lo que intuí que lo conocía de memoria. Tampoco mostró demasiado interés en los demás que lo acompañaban en el vagón más allá de la lógica interrupción que supone una parada momentánea en la que descendían unos y subían otros. Más de uno de estos le dedicó una mirada de inspección, aunque sin mucho detenimiento. Podía resumirse en un breve reconocimiento de su presencia, seguido de un rápido retorno a la rutina personal, como si nuestro exótico pasajero fuera alguien conocido o un acompañante habitual del trayecto.


Café Águila Azul, Praga
(Kavárna Modrý Orel)
A mí, en cambio, me seguía pareciendo admirable, una pieza que no encajaba en toda la escena de la que formábamos parte, con su contexto y expectativas. Viajaba por primera vez a un país exsocialista en el que esperaba encontrar referencias a un pasado que suponía compartido, al menos a gran escala, en esa especie de esfera invisible en la que los ideales sobrepasaban a las naciones y los pueblos, en la aspiración de un bienestar común que –según nos decían a finales de los 70 y principios de los 80- aventajaba en humanismo al resto de las sociedades del planeta.

Nuestro extravagante compañeros de viaje debió haberse formado también a esa época, con todo lo que implicaría vivir en un país del Segundo Mundo. Lo imaginé tan entusiasmado, si era posible, como aquella mañana gris del trayecto, como protagonista de cualquier día similar previo a 1989. Y confieso, me hubiera gustado mucho escuchar su narración, suponiendo que la imaginaria asociación que había comenzado a construir desde que subiera al tren en Mosonmagyaróvár tenía sentido, que esa actitud ante la vida, tan irreverente y segura de sí mismo lo había definido a través de los tiempos, sobre todo en épocas donde la abrumadora versión de la mayoría se ocupaba de condenar al olvido a toda expresión de diferencia.

Y es que también lo encontraba más interesante por esa actitud que por su apariencia excéntrica, por ese aspecto que confiere la evidencia de haber vivido unas cuantas décadas. Meses atrás, el encuentro con dos jóvenes húngaros, quienes por edad debían de haber vivido siempre en la era postcomunista, había terminado en decepción. Habíamos sido colegas de un curso de alemán, en un grupo que, casualmente, estaba dominado por estudiantes del antiguo bloque socialista (2 húngaros, 2 eslovacas, 1 croata, 1 polaca, 2 rusas y 1 ucraniana). A medida que avanzaron los contenidos del curso los estudiantes intercambiaron, además de las dificultades propias de aprender a funcionar en otra lengua, sus prejuicios y resquemores. Y si estos se enunciaron con más cuidado ante el profesor, se soltaban sin restricción alguna ante el resto de los colegas. Comentarios homófobos y racistas, al estilo de “el gobierno debería expulsar a todos los gitanos”, o “los gays pueden hacer todo lo que quieran en sus casas, pero andar de manos dadas o besarse en la calle no está bien”. Solamente yo y otro colega escocés parecíamos escandalizados ante tanta juventud y conservadurismo.

Es probable que a nuestro pasajero de enfrente tales opiniones no le hubiera hecho mucha gracia. Resulta imposible asegurarlo de manera rotunda, pero uno en aquella mañana de septiembre, camino a la capital húngara, alcanzaba a suponerlo. Apenas habíamos intercambiado un par de ademanes corteses; sin embargo, yo creía conocerlo de toda la vida.

III.

Gatos en Viseu, Portugal.
Cada viaje a Portugal implica algún trayecto por carretera. Nosotros preferimos el tren, pero hay ciudades, como Viseu -el lugar obligado de todas las vacaciones- que desde hace años perdieron su estación de ferrocarril y con ella la posibilidad de interconectarse de manera rápida a otras zonas importantes del país. Así que siempre terminamos rodando por la asombrosa red de autopistas portuguesas. Estas, financiadas con presupuestos de la Unión Europea, parecen haber sido concebidas para otros tiempos de bonanza.

En Portugal el auto privado sigue siendo un fuerte indicativo de estatus y los gobernantes de turno se ocuparon a finales de los 90 de crear una gran infraestructura vial para que todos la utilizaran cuando consideraran imprescindible moverse de un lugar a otro sobre cuatro ruedas. La estrategia discriminó el aumento de las líneas férreas y dió prioridad a la construcción de autopistas.  Sin embargo, con la llegada de la crisis en el 2008, conducir por las llamadas autoestradas se ha vuelto costosa para los choferes portugueses, por la cantidad de puestos de peaje que el gobierno ha instalado en aras de recaudar fondos para las exiguas obras públicas. Por eso existen hoy carreteras interprovinciales llenas de vehículos, mientras en las autopistas el tránsito es mucho menor que en los años de euforia y de mensajes triunfalistas que parecían parodiar aquel famoso lema de los años 50: Usted sí puede tener un Buick.

En los autobuses portugueses, lo mismo que en el tren, tampoco es fácil entablar una conversación entre pasajeros. Allí, como en el resto del mundo, los jóvenes permanecen indiferentes a todo lo que ocurre fuera de las pantallas de sus dispositivos, a excepción de las veces en que el conductor pasa inspeccionando tickets. Los menos jóvenes también se ocupan de emplear la duración del viaje en actividades que excluyan una conversación casual sobre cualquier tema. En tal contexto no es de extrañarse que uno termine como oyente involuntario de conversaciones de otros.

De todos los viajes recuerdo dos particularmente reveladoras, de esas que a la larga le sirven a los recién llegados para llevarse una idea bastante representativa de cómo anda el país. La primera ocurrió en un bus en la Terminal de Oporto, donde estuvimos retenidos cerca de veinte minutos cuando el chofer, al intentar salir del andén, no calculó bien la distancia entre su bus y el que estaba parqueado en el andén contiguo y terminó golpeando su espejo retrovisor, que cayó y se estrelló en el suelo. Entonces hubo que esperar porque lo reemplazaran, lo que puso de mal humor a un portugués residente en Francia, quien comenzó un discurso ácido contra el país y las autoridades. El hombre alegaba que por la demora iba a perder la conexión con el siguiente bus en una de las paradas del recorrido y cargaba contra la desidia de los trabajadores del transporte que permitían semejantes retrasos, cuando en Francia, desde donde había volado esa mañana, tales percances eran impensables.
Tranvía en el Barrio Alto, Lisboa.
A las críticas se le unieron otros viajeros para quienes el gobierno nacional no le merecía el menor respeto. Parecía el inicio de una pequeña revolución ciudadana en el reducido espacio del ómnibus. Por un breve segmento de todo el intercambio los pasajeros le dieron la razón al emigrante, mientras aportaban más anécdotas sobre lo mal que funcionaba el país en tiempos de crisis. El debate tal vez alcanzó un punto de no retorno cuando un anciana comenzó a quejarse también del rumbo que tomaba la nación y la comparó con los "mejores" años del pasado, cuando -según dijo- ella vivía en Angola y todo el país bajo una dictadura retrógrada, aunque claro, no mencionó este calificativo.  Luego el bus se puso en marcha y los participantes del debate fueron poco a poco regresando a los silencios habituales del viaje. Nadie más creyó oportuno continuar argumentando sobre otras cuestiones que en algún otro lugar, con lo polarizado que anda el mundo en octubre de 2016, serían calificadas de antipatrióticas.

En otro trayecto en guagua, esta vez desde Lisboa a Viseu, me sorprendió que nuestra vecina en el asiento de delante, no contestó su teléfono tras sonar dos veces a la salida de la Terminal de Siete Ríos. Fue minutos más tarde, cuando ya andábamos en plena autopista, bastante alejados de los límites territoriales de la Gran Lisboa, que la muchacha tomó el teléfono y marcó un número. “Padre”, saludó a alguien del otro lado y acto seguido contó un relato pesado e impactante, de los que te muestran la cercanía de un hecho sobre el que has leído desde la distancia de un reporte estadístico impersonal, pero con el que nunca te habías topado hasta ahora. La chica, al teléfono, le contaba a su padre que se había ido de casa, luego de una discusión con su novio o marido y que regresaba a vivir con ellos. Sin embargo, no era una simple discordia entre los miembros de una pareja. “Esta vez él fue muy lejos” decía la pasajera, ya entre las lágrimas y la vergüenza de tener que dar más detalles en un sitio carente de privacidad.

Mientras seguíamos impresionados el relato de la mujer, nos mirábamos tratando de pensar en alguna manera de darle apoyo. Aunque en el país los hechos de violencia de género no llegan a los niveles de la vecina España, también son comunes y en algunos casos, de consecuencias fatales. Creo que a nivel nacional prevalecen los dictados patriarcales, por lo que las mujeres suelen cargar con la culpa. Lo que al final nos sirvió de alivio fue intuir que la protagonista de esta historia contaba con una familia que, según indicaba la conversación que estaba teniendo con ellos, la iban a apoyar. No creo que las demás víctimas puedan decir lo mismo. De todas formas, nos hubiera gustado haber podido ayudarla a pasar el mal rato, hacerle saber que no estaba sola.

Y aunque la conversación por teléfono se extendió más allá del anuncio inicial que le había hecho a su padre, los minutos siguientes no aportaron muchos detalles más acerca de la situación que había vivido, aunque esos fueran lo menos que uno deseaba escuchar. Por suerte la atormentada pasajera fue recuperando la calma y cuando terminó de hablar parecía más resuelta. Imaginamos que viviría unas semanas difíciles, pero con la esperanza de que tal vez los días terribles habrían pasado. Fue entonces, en el primer alto del camino en Fátima, que la joven mujer bajó del bus hacia donde la esperaban sus familiares.

IV.

Costa sur inglesa en la distancia
No todas las conversaciones tienen que resultar imaginadas, algunas suceden espontáneamente. En el 2012 viajé por primera vez a Alemania, a la hermosa y acogedora ciudad de Heidelberg. Habíamos decidido previamente, de mutuo acuerdo con unos amigos franceses de la Lorena, que pasaríamos el fin de semana con ellos. Yo iría a una conferencia por dos días y luego me uniría a ellos viajando de Heidelberg a Karlsruhe, de ahí a Estrasburgo y luego hasta Sarrebourg, una pequeña ciudad cercana a Nancy. Helena viajaría directo desde Londres. Hice todas las reservas por Internet, primero el viaje en avión hasta un aeródromo en el sur alemán y luego los consiguientes trayectos en tren. Tenía ciertos temores antes de comenzar, que se resumían en el viaje hacia un país del que no dominaba la lengua, por más que muchos me calmaran diciendo que sería posible orientarme en inglés, que todo el mundo hablaría ese idioma.

Volé en Ryanair hasta lo que anunciaban como el Aeropuerto Internacional de Baden-Baden/Karlsruhe. Al final resultó ser una antigua base aérea norteamericana de postguerra que acondicionaron como terminal aérea, muy pequeña si se comparaba con otros aeropuertos continentales y, lo peor de todo, muy alejada de las dos ciudades alemanas que el vuelo aseguraba conectar. Quedaba en un punto medio de la nada, desde el que había que esperar por un autobús para trasladarse a cualquier núcleo urbano importante.


Por la ribera del Lago Lemán, Suiza.
En la cola para comprar el boleto del bus, me situé detrás de un estudiante que también venía de Londres. Cuando llegó al mostrador comprendió que se había olvidado de cambiar las libras esterlinas, de modo que no podía comprar su ticket, pues la cajera del buró de turismo no aceptaba tarjetas. Él se retiró a buscar un cajero automático, pero regresó frustrado a los pocos minutos, pues la terminal también carecía de tal servicio. Yo había comprado ya mi ticket, pero aún estaba cerca del buró revisando el itinerario de los buses, para asegurarme de que tomaría el indicado. Entonces, el estudiante se me acercó, me explicó su problema y me pidió si le podía comprar su ticket en euros, que él me pagaría la equivalencia en libras. Acepté, sin problemas, había notado que él hablaba alemán, cosa que yo no hacía, y que dominaba también la manera de conducirse en un terreno extraño para mí.

Entonces nos presentamos, de ahí supe que estudiaba Física y completaba su doctorado en Oxford, pero que había nacido en Frankfurt, donde sus padres habían emigrado desde Irán. No recuerdo su nombre, tal vez porque lo dijo demasiado rápido, pero sí que conversamos mucho mientras esperábamos por el bus y en el corto trayecto hacia una extraña estación de tren desde donde debí tomar un suburbano hacia la Hauptbahnhof de Karlsruhe.

Yo le hablé de mi investigación y de la ponencia que presentaría en Heidelberg y él también me explicó la suya. Supongo que le advertí que había estudiado Física en mi preuniversitario de Ciencias Exactas, en largas jornadas de experimentos y de resolver problemas y ejercicios complicados de un compendio elaborado por una autora soviética de origen judío: Valentina Wolkenstein, pero es muy probable que le haya confirmado el haber olvidado aquellas lecciones y fórmulas.

Él me comentó sobre su elección de Oxford y sobre sus deseos de regresar a Alemania, el país que consideraba su casa. Lo imagino ahora en algún puesto en un importante centro de investigación, pues además de inteligente y honesto, me sorprendió su nivel de resolución, su convencimiento de haber escogido la profesión con la que se sentía más a gusto.

Mientras intercambiábamos opiniones, el bus atravesaba el paisaje rural del sur germano, pasando por aldeas de construcciones casi perfectas, como de juguete. En algún momento le comenté a mi interlocutor mi desconcierto ante las vistas de nuestro recorrido. Sabía de la fama que acompaña a los destinos de Ryanair, la compañía aérea notable por usar aeropuertos que distan bastante de la ciudad que indica el vuelo, pero en esta ocasión, creo que se habían llevado el Premio Gordo.

Cuando llegamos a la estación de Rastatt y nos despedimos, cada uno para proseguir viaje en dos direcciones diferentes, ya habían desaparecido todos mis temores iniciales acerca de viajar hacia lo desconocido. El estudiante de Oxford me había dado indicaciones precisas, así que tomé el tren hacia Karlsruhe y en minutos estaba allí, a la espera del próximo tren a Heidelberg. Europa Central aparecía muy bien conectada, pensé mientras aprovechaba el acceso a Internet para comentarle a una amiga en Madrid sobre el éxito de haber llegado ileso. Ella y su marido, que nos habían visitado meses antes en Londres, me habían confesado su reticencia a moverse hacia otros destinos europeos, pues imaginaban que tendrían muchas dificultades para hacerse entender en inglés. Yo, por mi parte, les aseguraba ahora que todo era posible.


Dejando Lausana en 2005
Quiero imaginar que me esperan muchos viajes en el futuro. Sigo pensando que dejar los sitios en los que uno ha estado durante mucho tiempo hace bien al cuerpo y a la mente. Por supuesto, hablo de movimiento voluntarios, pues no hay nada más traumático que tener que abandonar por la fuerza el lugar donde se vive, donde uno ha echado raíces. Espero también que en los próximos trayectos, así vaya bien acompañado, encuentre pasajeros asombrosos, de esos con los que me gustaría entablar conversaciones reveladoras e inquietantes aunque al final estas solo ocurran en mi hasta ahora siempre activa imaginación.

(c) Fotos: Helena Soares

martes, enero 12, 2016

La noche en que intentamos detener el absurdo

Ocurrió en las postrimerías del 2015, recién llegados a Lisboa en el habitual viaje por Navidad y Año Nuevo. Casi al final de ese primer día en el que hay tanto por recorrer para tratar de descubrir sitios desconocidos en la ciudad que en los últimos años siempre nos sorprende, nos topamos con un evento sobre el que habíamos leído en la prensa y en las redes sociales, casi siempre cuando es noticia porque termina ocasionando algún accidente o una muerte estúpida, pero que nunca habíamos presenciado así, tan a la vista de todos.
(c)Diário de Notícias

En Portugal le llaman praxe o, como dirían sus más entusiastas defensores “praxe académica”. Con ese enunciado puede leerse una entrada en la Wikipedia, escrita en portugués, en la que se advierte el esfuerzo de los autores por adornar la descripción de un hecho bien polémico. Puede decirse que es una práctica que divide. Para los defensores es solo una broma organizada, un juego en el que las estructuras de poder se definen en la naturaleza lúdica de la praxe en sí. Para otros, se trata simplemente de un acto más de bullying, extendido al ámbito académico, para acompañar lo que debería ser la principal aspiración de un escolar cualquiera: el acceso a la Educación Superior.

La praxe consiste en un extenso ritual iniciático por el que pasan los caloiros o estudiantes de primer año en las universidades portuguesas. A simple vista parece un acto banal, intrascendente, para quien lo observa desde afuera o llega por primera vez al país y se sorprende ante lo que en otros lados sería pura humillación pública. 

En el Portugal de antaño y en el de la dictadura fascista que duró más de cuarenta años y de la que aún quedan vestigios, si bien escasos y aislados, la educación era un lujo y el acceso a la universidad, un privilegio reservado a una elite. Nada más contradictorio si se recuerda que el propio Salazar fue profesor universitario. Sin embargo, lejos de proponer el acceso mayoritario al conocimiento, el dictador se ocupó de mantener analfabeta a una gran mayoría de la población y de que no sintieran vergüenza por ello, sino orgullo. En pleno siglo XXI la situación es bien diferente, aunque la educación superior portuguesa mantiene un halo de tradicionalismo, por influencia de la imperante religión católica y los años de clientelismo, ese funesto hábito que la democracia hasta ahora no ha podido eliminar del todo. 
Traje Académico de la Universidad de Coimbra

Hace diez años, durante mi primera visita a Portugal, paseando por las calles de Oporto, me asombró encontrar a varios jóvenes caminando en grupo, vestidos de negro, con amplias capas también oscuras. Tratando de impresionar a mi guía Helena, hoy mi mujer, le pregunté si había en la ciudad alguna convención de fanáticos de Darth Vader. Ella me contó que se trataba de universitarios que llevaban el uniforme o traje académico y acto seguido me aclaró que ni ella ni sus amigas más allegadas habían sucumbido a tal tradición cuando ingresaron a la universidad.

No hay dudas de que detrás de la oscura vestimenta hay una evidente intención de mostrar estatus, de pavonearse ante el resto de la sociedad, por haber alcanzado el otrora elitista objetivo de cursar estudios superiores. Solo que en la actualidad tal propósito resulta, al menos en teoría, bastante alcanzable para quienes viven en un país con un buen sistema de educación pública que, si se aprovecha bien, garantiza el ingreso a la universidad. Y aunque el costo de la matrícula va en aumento, también hay que considerar que los portugueses pagan hasta seis veces menos que sus colegas ingleses y una cantidad mucho menor que los estudiantes norteamericanos.

De manera que la entrada a la universidad no es tan imposible. Eso sí, hacerlo vistiendo el traje puede suponer una inversión extra de más de cien euros, en dependencia de la institución a la que se asista. Es una situación que a los cubanos puede resultarnos curiosa, sobre todo porque antes de la universidad siempre llevamos uniforme, a veces teniendo que seguir reglas bastante estrictas en cuanto a su uso, por lo que la llegada a la enseñanza superior significa entonces la libertad de poder escoger uno mismo la ropa para vestirse.

Por eso imagino que muchos compatriotas, salvando las distancias, hallarían un tanto ridícula esa pretensión de aparentar estatus mediante un conjunto a todas luces pasado de moda. Quizás deba hacer la aclaración que me refiero a una generación específica de cubanos, esos que consideraban llegar a la universidad y graduarse como uno de los objetivos principales de sus vidas. Ellos, seguramente, verían a los jóvenes portugueses de traje académico y les preguntarían poco impresionados: estudias en la universidad, ¿y qué?

Sería tan irrelevante como llamar licenciado(a) a quienes completaron el ciclo de estudios de pre-grado, cuya creciente cifra mayoritaria ha despojado de novedad a tal título, a diferencia de otros años cuando sí representaba traspasar cierto umbral. En Portugal, lo de los títulos y la falsa formalidad asociada también bordean en la ridiculez, cuando los que terminan la universidad gustan de hacerse llamar doctor, doctora, aunque no hayan estudiado Medicina o ejerzan como médicos o tengan un grado científico tras terminar un doctorado.

Sin embargo, el traje, el pavoneo propio de mostrar el ingreso a la universidad, quedaría en una referencia pintoresca sino fuera porque a veces el disfraz no basta. En el 2010 viajamos de vacaciones a Portugal a inicios de septiembre y, por circunstancias de la vida, terminamos pasando varios días en Coimbra, la ciudad universitaria por excelencia del país. Allí era muy común ver a uniformados con capas negras y uno hasta llegaba a sentir pena por las muchachas, negociando su andar en las calles empedradas con aquellos zapatos de tacón cuadrado que solo de verlos presagiaban incomodidad. Pero lo que realmente me sorprendió fueron los grupos que aparecían por cualquier esquina proclamando a toda voz su filiación. En una zona más bien alejada del centro y del campus principal nos topamos con uno que de cuando en cuando voceaba “Aquí va Sociología”. O sea, que además del traje, los estudiantes deseaban dejar bien claro a qué facultad pertenecían, aunque aquella mañana ni nosotros ni el resto de los transeúntes ocupados le hiciéramos mucho caso.

En la praxe es usual ver a los abusadores vestidos de traje académico. Tal vez no haya mejor representación del mal que esos extraños juegos en los que un ser encapotado ordena a otros que realicen cualquier estupidez que se le antoje.

“Esto es un juego”, nos dijo con tono despectivo uno de los trajeados del séquito de acosadores que acompañaban a dos jóvenes estudiantes empeñadas en que un grupo de iniciados completaran una secuencia de flexiones en una de las entradas de la bulliciosa estación de Cais do Sodré en Lisboa. Antes habíamos intentado, mi esposa y yo, detener tal avasallamiento. Sin embargo solo alcanzamos a causar algo de desconcierto entre los llamados caloiros que nos miraban como a turistas incapaces de comprender una parte de la realidad local.

Hasta sonreían, los pobres, cuando le aclarábamos que no tenían que someterse a tales pruebas. Mi esposa fue hasta las líderes que indicaban los castigos y les preguntó de qué facultad procedían, pero ambas se dieron la vuelta sin responder, aunque una de ellas quedó pasmada cuando Helena le hizo saber lo extraño de una praxe en diciembre, puesto que son más comunes a inicios del curso. Cerca del sitio del “performance” un agente de la policía nacional observaba, pero fingió no darse por enterado.

Como mencioné al principio, el tema de la praxe causa numerosas polémicas en Portugal y estas se avivan cuando ocurre un hecho lamentable, como el de la playa de Meco en diciembre de 2013. A los que la defienden como tradición les bastaría una lectura de Eric Hobsbawm para comprender que todas las tradiciones fueron inventadas, por lo que no hay nada de autenticidad en ellas. Si el propósito es conservar prácticas culturales que puedan atribuírseles a un determinado pueblo o nación, cuenta Portugal ya con varias de estas, menos abusivas, en las que los participantes tienden a celebrar la vida en común en lugar de someter a castigos corporales a sus semejantes.

Es posible también que quienes abogan por la no prohibición de la praxe aleguen que las “bromas” ocurren sin dejar secuelas en los caloiros, salvo en los familiares de los que fallecen, claro está. Los que tratamos de “salvar” de la humillación pública en Cais do Sodré no parecían traumatizados sino más bien aburridos, ¿no tendrían algo más interesante qué hacer en Lisboa, ahora que la capital lusa abre nuevos espacios, como el cercano Mercado da Ribeira, para regodearse en una vida social activa?

En medio de nuestra fugaz intervención pude observar a las castigadoras. Noté su estudiada severidad, sus rituales del abuso, parte de una actuación tan creíble como sólo lo son ciertos comportamientos humanos. Ellas, junto a los demás abusadores del séquito, seguramente se graduarán y ocuparán puestos de trabajo en el país o emigrarán, si la economía nacional no mejora. Sin embargo, imagino que el carácter que exhibieron aquella noche, esa facilidad para suprimir la empatía, esa tranquilidad para mortificar a semejantes, quedará en su repertorio de habilidades. Les tocará a sus jefes y colegas celebrar o censurar tales comportamientos, pues en definitiva  estos no son propios únicamente de estudiantes con un mínimo de poder sobre otros, sino que pertenecen a todos los que sí ocupan posiciones de autoridad en las que la degradación a subordinados está a la orden del día.

De modo que, ante una situación en la que puedan –como en la pasada noche de diciembre- exhibir sus dotes de tiranos, de represores, lo harán gustosos, satisfechos. Solo espero que siempre encuentren a quienes se les enfrenten y los desarmen de tanta propensión al abuso. Para entonces, tal vez, nadie llegará a justificar la praxe como una inocente e inofensiva travesura entre estudiantes.

lunes, octubre 24, 2011

Fantasía Lusitana




Uno de los méritos de Fantasía Lusitana, documental de Joao Canijo, es haber conformado la narración de una país ficticio. La dictadura salazarista, a través de un eficiente uso de los medios de propaganda, se encargó de conformar una idea de Portugal que, como el título del documental revela, resulta pura ilusión. Bajo el argumento de la neutralidad y de que tal política de Salazar “salvó” al país de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se pretendió una idea colectiva de autocomplacencia y un mensaje de agradecimiento al dictador como salvador y líder de la nación.


Canijo ha creado un documento casi etnográfico de la vida portuguesa y sobre todo Lisboeta, durante un año crucial para el país y para Europa. En 1940 Lisboa fue el centro de estadía y tránsito de miles de judíos europeos cuyos países habían sido ocupados por la Alemania nazi. La sociedad del Estado Novo, tradicional y pacata como la que más, de repente se tornó cosmopolita. El país más occidental de Europa descubría, sin embargo, la falsedad de tal aseveración pues la otrora Lusitania, empobrecida y casi feudal, compartía con el Viejo Continente solamente la realidad geográfica de ser parte de él.

Para quienes llegaban desde otras naciones centroeuropeas, cunas de imperios y de nacionalismos modélicos, Portugal era una realidad contradictoria. A pesar del aún notable poderío colonial, la nación y hasta la propia capital resultaban sitios de una pobreza desconocida.

El relato de escritores llegados a la ciudad a orillas del Tejo constituye la mejor crónica de ese desencuentro y así lo muestra el cineasta portugués. Intercalados con una asombrosa colección de fotografías de la época, los textos de Alfred Döblin, Erika Mann y Antoine de Saint-Exupéry detallan, con la pericia de un observador foráneo, la no menos peculiar paz de una nación neutral en un continente que comenzaba a despedazarse.

 Dos estrellas del cine alemán, Rudiger Vogler y Hanna Schygulla prestan sus voces a las narraciones de Döblin y Mann. Ellas relatan lo caótico del encuentro, de las calles lisboetas repletas de transeúntes apurados, casi todos hombres, como era lógico en una nación tan machista. A primera vista parece un escenario idílico: hoteles y cafés llenos de visitantes que dejan a la ciudad en una cacofonía nunca antes vista. En 1940 los cafés de la rivera o de la costa de Estoril mostraban una vida cultural tan rica como las de Viena o Berlín durante décadas anteriores. Tras esa diversidad coyuntural se escondía un país de economía deficiente y pocos prospectos de desarrollo, pero “en paz” y de “buenas cuentas”, un país estable. De ello se encargaban la policía política y el impresionante catálogo de imágenes que la dictadura creó para reforzar esa idea de l Portugal perfecto en el mejor de los mundos posibles.

Para colmo de la representación mediática, 1940 es el año de la Exposición del Mundo Portugués, donde se exhibirán las conquistas del imperio. Para contrastar con una Europa que sufre los embates de los blitz (bombardeos aéreos), el desespero y la escasez, Lisboa se convierte en el pabellón expositivo por excelencia. En las márgenes del Tejo se montan, cual salas de un museo viviente, aldeas guineanas, casas timorenses, se traen elefantes asiáticos de las posiciones coloniales de Goa y se exhiben también sus habitantes exóticos, conscientes de la grandeza de la metrópolis, un país en el que “manda quien puede y obedece quien debe”.

La utilidad de este documental resulta inobjetable en un país en el que todavía no se ha hecho la reflexión colectiva sobre el régimen salazarista. Joao Canijo ha optado por exponer sus argumentos de la misma manera que en otro tiempo fueron usados con un fin muy diferente. A través de los filmes con los que la dictadura de Salazar intentó convencer, sobre todo a los portugueses que podían verlos, de la grandeza del país, pueden ser ahora re-apropiadas por un espectador más crítico. Fantasía Lusitana es también un testimonio contra lo que no se puede olvidar o suplantar por una versión editada de la historia nacional. Está claro que todos los regímenes autoritarios se obsesionan con el pasado, con modos de presentar los hechos ocurridos siempre en una luz favorable. En este sentido, la anécdota de Canijo sobre un profesor de historia de su hijo vale como referencia. Según el treintañero instructor, “de Salazar podía decirse lo que se quisiera, pero sus políticas salvaron a Portugal de la Segunda Guerra Mundial”.

Espero que Fantasía Lusitana abra una expectativa en torno a la historia reciente de la dictadura salazarista y sirva al menos para dinamizar espacios de debate en la sociedad portuguesa actual. A más de 40 años de la muerte del dictador, creo que todavía es preciso conversar sobre ese tiempo pasado cuando el país, para muchos, era una miniatura de nación estable y tranquila. Lo que sorprende y asusta un poco es que aún hoy los medios portugueses, sobre todo los estatales, no se diferencian mucho de la autocomplacencia con la que los propagandistas de Oliveira Salazar retrataban la difícil realidad lusitana.

domingo, abril 08, 2007

Encuentros con el fado y con Mariza


Mi primer encuentro con el fado no pudo ser mejor: el disco Antología de los Madredeus. A través de la singular y armonizada voz de Teresa Salgueiro, me llegó el sonido y el relato de esta melodía portuguesa que tiene a Lisboa y al barrio de Alfama, como su lugar de origen.


Madredeus es también un ejemplo particular cuando se habla de esta música. Al menos así lo comprobé tras leer las notas de Internet que usé para introducirlos en mis programas de radio. Ellos gozaban de cierto status de celebridad europea y, lo que es casi lo mismo, de seguidores acostumbrados a propuestas bien elaboradas en términos musicales y de interpretación.

La música portuguesa sigue siendo tan ignorada en Cuba como lo es en otras partes del mundo. Poco se sabe de intérpretes y agrupaciones del país ibérico. Así que cuando en el 2005 asistí a la presentación de Mariza, me sentí tan sorprendido como avergonzado por tanto desconocimiento.

Cada país tiene sus referencias melodiosas y sus divas. En Portugal, hasta finales de los años 90, Amalia Rodrigues encarnó para la gran mayoría de sus compatriotas el espíritu y la voz del fado. Cuando escuché a Mariza, todavía no me había tropezado con ninguna grabación de la grande Amalia. Sin embargo, eso no impidió que tras el concierto le comentara a Helena a modo de valoración apresurada que cualquiera no podía cantar un fado.

A Mariza, por ejemplo, la beneficia tener una voz extraordinaria, afinada, potente. En sus recitales sobresale por su capacidad de decir y sentir el texto. Ella es, sobre todo, una intérprete. Puede aparentar estar alegre o sobria según la ocasión, pero siempre sobresale por su intensidad. Creo que el fado tiene, como el bolero, un pacto singular con la tristeza. No es que le haga un culto fácil, sino que parece partir de la premisa de que las escenas del desamor y los imposibles nos tocan más de cerca porque nos recuerdan historias personales específicas, y la alegría, a veces es tan compartible y simple, que la encontramos demasiado ordinaria como para que nos pertenezca.

Con semejante preámbulo, los conciertos de esta portuguesa nacida en Mozambique no necesitarían de otros añadidos. Además de sus excelentes cualidades como cantora, Mariza posee una presencia escénica para tener en cuenta. En cualquier escenario, esta mujer extremadamente alta, vestida con faldas enormes, recuerda a ratos a ciertas imágenes sobre apariciones y milagros. Es curioso que una producción basada en elementos tan simples gane tanto en espectacularidad. Mariza, en el centro, adquiere la relevancia icónica de cualquier mito.

Si la intérprete impresiona por su manera de trasmitir texto y música, también lo hace por sus ya frecuentes proezas vocales. En sus conciertos es habitual que regale algún que otro tema cantado según manda la tradición fadista; es decir, como si todo sucediera en un bar de Lisboa, donde no hay micrófonos. Así ocurrió a finales del 2006 cuando Mariza cantó por primera vez en el Royal Albert Hall de Londres.

Antes de terminar su actuación, la fadista bajó a la platea y, ante la euforia de sus coterráneos y la sorpresa de muchos en el público, regaló un fado tradicional. Sería muy categórico si aceptara que su voz llenó el coliseo londinense, pues por las dimensiones del R.A.H. es virtualmente imposible que cualquier humano, sin ayuda técnica, pueda realizar tal proeza. No obstante, el esfuerzo de la cantante no pasó desapercibido y su voz pudo oírse más allá del segundo círculo, ante el asombro de espectadores quizá acostumbrados a espectáculos más comedidos.


Mientras espero por nuevas grabaciones, me atrevo a calificar a Transparente, el disco del 2005, como uno de sus trabajos más acabados. Mariza tiene un modo peculiar de escoger canciones, sus álbumes generalmente incluyen fados populares junto a obras de compositores más contemporáneos. En este disco, fue igualmente responsable del éxito el brasileño Jacques Morelenbaum, quien ha producido discos de Caetano Veloso, Tom Jobim, Gal Costa, Cesaria Évora, Ryuichi Sakamoto y Marisa Monte, entre otros muchos. Con la incorporación de varios instrumentos además de las clásicas guitarras, contribuyó a que el resultado fuera apreciable tanto por conocedores como por neófitos. El disco es un inusual acercamiento a un género tradicional y un buen ejemplo de la música del Portugal menos tradicional y más moderno, más diverso.


Algo que distingue a Mariza es su trabajo con los poetas lusitanos. En sus grabaciones aparecen los versos de Fernando Pessoa, ese adorado fantasma de la lírica lisboeta, y también de autores menos conocidos. En Transparente descubrí Desejos vaos (Deseos vanos) de Florbela Espanca (1894 – 1930). Me atrajo el modo de filosofar de esta poeta, a partir de escenas simples y naturales, como las piedras de las calles, los árboles y el ocaso en Lisboa, esa ciudad que el sol torna multicolor cuando la ilumina y que el Atlántico bordea en su afán sobreprotector,.

Desde entonces han sido muchos los encuentros con el fado, pero eso es parte de otra historia...

Desejos vãos
Florbela Espanca

Eu queria ser o Mar de altivo porte
Que ri e canta, a vastidão imensa!
Eu queria ser a Pedra que não pensa,
A pedra do caminho, rude e forte!

Eu queria ser o Sol, a luz intensa,
O bem do que é humilde e não tem sorte!
Eu queria ser a Árvore tosca e tensa
Que ri do mundo vão e até da morte!

Mas o Mar também chora de tristeza...
As árvores também, como quem reza,
Abrem, aos Céus, os braços, como um crente!

E o Sol, altivo e forte, ao fim de um dia,
Tem lágrimas de sangue na agonia!
E as Pedras... essas... pisa-as toda a gente!...