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miércoles, abril 04, 2018

Ella, toda ella

Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.  

 

Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería. 

 

Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad. 

 

Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.

 

En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar. 

 

Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después. 

 

En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70. 

 

Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.  

 

Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto. 

 

En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”. 

 

En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.  

 

Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores. 

 

Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino. 

 

Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.  

 

La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.

 

martes, marzo 07, 2017

Strange Fruits

It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.

You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.

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sábado, diciembre 21, 2013

Aquellos parques del Vedado

A inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de embajadas o residencias diplomáticas.

En realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o 23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar, La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de llamarlos héroes.

Nunca, pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores, sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente, como si uno siempre estuviera cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior, pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes
De todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes después de clases.

En los bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine, actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad, aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.

Sin embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus asientos de mármol o concreto.

El de 21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994, unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera cambiaban de un año a otro.

Volví al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con nuestro diálogo de ponernos al día.

En medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo, aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”. Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los voy a dejar hoy”. 

Cuando pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después, pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.