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lunes, julio 23, 2007

Es preciso hablar de Kevin


Tengo que hablar, necesariamente, porque luego de finalizar esta novela de Lionel Shriver, he vuelto a esa sensación agradable de disfrutar una lectura reveladora y terrible. Cuando llegué a la última página, dejé el volumen a un lado como si se tratara de una compañía indeseable. No es un alarde de sensibilidad, es sólo una manera de tomar distancia para evitar juicios demasiado apasionados.


Desde que ganara el Orange Prize en el 2005, la historia de Kevin Khachadurian ha estado por todas partes. Lo anuncian como uno de los bestsellers y a pesar de la incontrolable desconfianza con la que me acerco a esos estantes, no dejo de reconocer que el título de We need to talk about Kevin me llenaba de curiosidad.

A su autora, la había leído en alguna que otra de sus columnas en el Guardian, sin embargo, no la asociaba con el texto que encontraba omnipresente en todas las librerías. Fue a raíz de los sucesos en Virginia Tech, que le presté más atención tanto a la Shriver como a su obra. A Lionel la citaban en más de un reportaje acerca de tiroteos escolares en Estados Unidos o la entrevistaban en programas donde comentaban el más reciente asesinato de estudiantes a manos de un atormentado colega. Las reflexiones de esta norteamericana radicada en Londres, me llevaron a comprar el libro, con la esperanza de que no fuera una de esas, ahora populares, narraciones sobre las vicisitudes y miserias de infancias martirizadas.

La primera sorpresa de Tenemos que hablar de Kevin fue la estructura. A través de las cartas que Eva Khachadurian le escribe a su esposo, se construye la existencia de Kevin desde que, tres días antes de cumplir 16 años, asesina a siete condiscípulos, una profesora y un trabajador de la cafetería escolar. Cada misiva es un intento desgarrador de hallarle sentido a un hecho tan trágico y de revelar el perfil psicológico del futuro criminal.

Lionel/Eva cuenta, utilizando descripciones ingeniosas y frases inteligentemente elaboradas, su vida desde que trajo a Kevin al mundo. Ese particular instante en el que, según ella no sintió nada, parece destinado a marcar la existencia del hijo y a servir de base a un aparente sentimiento de culpa que la protagonista se propone compartir.

Solo que la culpa es una más en las posibles interpretaciones de lo que motiva a esta madre desolada a describir el horror de haber engendrado a un monstruo. La narración evidencia que no basta una simple explicación para entender la naturaleza de los acontecimientos, porque las situaciones que aparecen en la novela son complejas y cualquier dedo acusador que se levante tras leer los pasajes iniciales puede caerse con la misma velocidad con que apareció, mientras se avanza en las páginas.

Lionel Shriver logra también, a pesar de iniciar su relato con el anuncio de la tragedia, que el lector advierta la posibilidad de encontrar en el desarrollo más motivaciones y dudas para continuar hasta el desenlace. No sólo es importante conocer el por qué Kevin la emprende contra un escogido grupo de sus compañeros de clases, sino el cómo llegó hasta ese fatídico día de abril de 1999. El pormenorizado recuento de las anécdotas familiares no está exento de tensión y se puede predecir cómo continuará o finalizará este texto; sin embargo, por obra y gracia de los entresijos del argumento, antes del punto final estoy seguro que más de una teoría puede desarmarse.

Lo curioso, además, es que ese mismo punto que cierra el libro, quizá no cumpla tal función en la mente de quien lee. Esta no es una lectura que pueda olvidarse fácilmente. Cualquiera, supongo, podrá cerrar We need to talk about Kevin, pero la intensidad de esta invención cotidiana, lo traerá de vuelta a la historia de este homicida adolescente, pues cuando no se cuenta con una explicación precisa para entender un hecho particular, las dudas parecen interminables.