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martes, enero 12, 2016

La noche en que intentamos detener el absurdo

Ocurrió en las postrimerías del 2015, recién llegados a Lisboa en el habitual viaje por Navidad y Año Nuevo. Casi al final de ese primer día en el que hay tanto por recorrer para tratar de descubrir sitios desconocidos en la ciudad que en los últimos años siempre nos sorprende, nos topamos con un evento sobre el que habíamos leído en la prensa y en las redes sociales, casi siempre cuando es noticia porque termina ocasionando algún accidente o una muerte estúpida, pero que nunca habíamos presenciado así, tan a la vista de todos.
(c)Diário de Notícias

En Portugal le llaman praxe o, como dirían sus más entusiastas defensores “praxe académica”. Con ese enunciado puede leerse una entrada en la Wikipedia, escrita en portugués, en la que se advierte el esfuerzo de los autores por adornar la descripción de un hecho bien polémico. Puede decirse que es una práctica que divide. Para los defensores es solo una broma organizada, un juego en el que las estructuras de poder se definen en la naturaleza lúdica de la praxe en sí. Para otros, se trata simplemente de un acto más de bullying, extendido al ámbito académico, para acompañar lo que debería ser la principal aspiración de un escolar cualquiera: el acceso a la Educación Superior.

La praxe consiste en un extenso ritual iniciático por el que pasan los caloiros o estudiantes de primer año en las universidades portuguesas. A simple vista parece un acto banal, intrascendente, para quien lo observa desde afuera o llega por primera vez al país y se sorprende ante lo que en otros lados sería pura humillación pública. 

En el Portugal de antaño y en el de la dictadura fascista que duró más de cuarenta años y de la que aún quedan vestigios, si bien escasos y aislados, la educación era un lujo y el acceso a la universidad, un privilegio reservado a una elite. Nada más contradictorio si se recuerda que el propio Salazar fue profesor universitario. Sin embargo, lejos de proponer el acceso mayoritario al conocimiento, el dictador se ocupó de mantener analfabeta a una gran mayoría de la población y de que no sintieran vergüenza por ello, sino orgullo. En pleno siglo XXI la situación es bien diferente, aunque la educación superior portuguesa mantiene un halo de tradicionalismo, por influencia de la imperante religión católica y los años de clientelismo, ese funesto hábito que la democracia hasta ahora no ha podido eliminar del todo. 
Traje Académico de la Universidad de Coimbra

Hace diez años, durante mi primera visita a Portugal, paseando por las calles de Oporto, me asombró encontrar a varios jóvenes caminando en grupo, vestidos de negro, con amplias capas también oscuras. Tratando de impresionar a mi guía Helena, hoy mi mujer, le pregunté si había en la ciudad alguna convención de fanáticos de Darth Vader. Ella me contó que se trataba de universitarios que llevaban el uniforme o traje académico y acto seguido me aclaró que ni ella ni sus amigas más allegadas habían sucumbido a tal tradición cuando ingresaron a la universidad.

No hay dudas de que detrás de la oscura vestimenta hay una evidente intención de mostrar estatus, de pavonearse ante el resto de la sociedad, por haber alcanzado el otrora elitista objetivo de cursar estudios superiores. Solo que en la actualidad tal propósito resulta, al menos en teoría, bastante alcanzable para quienes viven en un país con un buen sistema de educación pública que, si se aprovecha bien, garantiza el ingreso a la universidad. Y aunque el costo de la matrícula va en aumento, también hay que considerar que los portugueses pagan hasta seis veces menos que sus colegas ingleses y una cantidad mucho menor que los estudiantes norteamericanos.

De manera que la entrada a la universidad no es tan imposible. Eso sí, hacerlo vistiendo el traje puede suponer una inversión extra de más de cien euros, en dependencia de la institución a la que se asista. Es una situación que a los cubanos puede resultarnos curiosa, sobre todo porque antes de la universidad siempre llevamos uniforme, a veces teniendo que seguir reglas bastante estrictas en cuanto a su uso, por lo que la llegada a la enseñanza superior significa entonces la libertad de poder escoger uno mismo la ropa para vestirse.

Por eso imagino que muchos compatriotas, salvando las distancias, hallarían un tanto ridícula esa pretensión de aparentar estatus mediante un conjunto a todas luces pasado de moda. Quizás deba hacer la aclaración que me refiero a una generación específica de cubanos, esos que consideraban llegar a la universidad y graduarse como uno de los objetivos principales de sus vidas. Ellos, seguramente, verían a los jóvenes portugueses de traje académico y les preguntarían poco impresionados: estudias en la universidad, ¿y qué?

Sería tan irrelevante como llamar licenciado(a) a quienes completaron el ciclo de estudios de pre-grado, cuya creciente cifra mayoritaria ha despojado de novedad a tal título, a diferencia de otros años cuando sí representaba traspasar cierto umbral. En Portugal, lo de los títulos y la falsa formalidad asociada también bordean en la ridiculez, cuando los que terminan la universidad gustan de hacerse llamar doctor, doctora, aunque no hayan estudiado Medicina o ejerzan como médicos o tengan un grado científico tras terminar un doctorado.

Sin embargo, el traje, el pavoneo propio de mostrar el ingreso a la universidad, quedaría en una referencia pintoresca sino fuera porque a veces el disfraz no basta. En el 2010 viajamos de vacaciones a Portugal a inicios de septiembre y, por circunstancias de la vida, terminamos pasando varios días en Coimbra, la ciudad universitaria por excelencia del país. Allí era muy común ver a uniformados con capas negras y uno hasta llegaba a sentir pena por las muchachas, negociando su andar en las calles empedradas con aquellos zapatos de tacón cuadrado que solo de verlos presagiaban incomodidad. Pero lo que realmente me sorprendió fueron los grupos que aparecían por cualquier esquina proclamando a toda voz su filiación. En una zona más bien alejada del centro y del campus principal nos topamos con uno que de cuando en cuando voceaba “Aquí va Sociología”. O sea, que además del traje, los estudiantes deseaban dejar bien claro a qué facultad pertenecían, aunque aquella mañana ni nosotros ni el resto de los transeúntes ocupados le hiciéramos mucho caso.

En la praxe es usual ver a los abusadores vestidos de traje académico. Tal vez no haya mejor representación del mal que esos extraños juegos en los que un ser encapotado ordena a otros que realicen cualquier estupidez que se le antoje.

“Esto es un juego”, nos dijo con tono despectivo uno de los trajeados del séquito de acosadores que acompañaban a dos jóvenes estudiantes empeñadas en que un grupo de iniciados completaran una secuencia de flexiones en una de las entradas de la bulliciosa estación de Cais do Sodré en Lisboa. Antes habíamos intentado, mi esposa y yo, detener tal avasallamiento. Sin embargo solo alcanzamos a causar algo de desconcierto entre los llamados caloiros que nos miraban como a turistas incapaces de comprender una parte de la realidad local.

Hasta sonreían, los pobres, cuando le aclarábamos que no tenían que someterse a tales pruebas. Mi esposa fue hasta las líderes que indicaban los castigos y les preguntó de qué facultad procedían, pero ambas se dieron la vuelta sin responder, aunque una de ellas quedó pasmada cuando Helena le hizo saber lo extraño de una praxe en diciembre, puesto que son más comunes a inicios del curso. Cerca del sitio del “performance” un agente de la policía nacional observaba, pero fingió no darse por enterado.

Como mencioné al principio, el tema de la praxe causa numerosas polémicas en Portugal y estas se avivan cuando ocurre un hecho lamentable, como el de la playa de Meco en diciembre de 2013. A los que la defienden como tradición les bastaría una lectura de Eric Hobsbawm para comprender que todas las tradiciones fueron inventadas, por lo que no hay nada de autenticidad en ellas. Si el propósito es conservar prácticas culturales que puedan atribuírseles a un determinado pueblo o nación, cuenta Portugal ya con varias de estas, menos abusivas, en las que los participantes tienden a celebrar la vida en común en lugar de someter a castigos corporales a sus semejantes.

Es posible también que quienes abogan por la no prohibición de la praxe aleguen que las “bromas” ocurren sin dejar secuelas en los caloiros, salvo en los familiares de los que fallecen, claro está. Los que tratamos de “salvar” de la humillación pública en Cais do Sodré no parecían traumatizados sino más bien aburridos, ¿no tendrían algo más interesante qué hacer en Lisboa, ahora que la capital lusa abre nuevos espacios, como el cercano Mercado da Ribeira, para regodearse en una vida social activa?

En medio de nuestra fugaz intervención pude observar a las castigadoras. Noté su estudiada severidad, sus rituales del abuso, parte de una actuación tan creíble como sólo lo son ciertos comportamientos humanos. Ellas, junto a los demás abusadores del séquito, seguramente se graduarán y ocuparán puestos de trabajo en el país o emigrarán, si la economía nacional no mejora. Sin embargo, imagino que el carácter que exhibieron aquella noche, esa facilidad para suprimir la empatía, esa tranquilidad para mortificar a semejantes, quedará en su repertorio de habilidades. Les tocará a sus jefes y colegas celebrar o censurar tales comportamientos, pues en definitiva  estos no son propios únicamente de estudiantes con un mínimo de poder sobre otros, sino que pertenecen a todos los que sí ocupan posiciones de autoridad en las que la degradación a subordinados está a la orden del día.

De modo que, ante una situación en la que puedan –como en la pasada noche de diciembre- exhibir sus dotes de tiranos, de represores, lo harán gustosos, satisfechos. Solo espero que siempre encuentren a quienes se les enfrenten y los desarmen de tanta propensión al abuso. Para entonces, tal vez, nadie llegará a justificar la praxe como una inocente e inofensiva travesura entre estudiantes.