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jueves, octubre 19, 2017

Un libro...


Ocurre que uno escribe y gusta de contar historias y un día, en un año lleno de incertidumbres personales, se sienta ante la siempre intrigante cuartilla en blanco y comienza a armar un cuento sobre alguien que no existe, pero que uno conoce, porque casi siempre pasa así con los personajes que uno crea.
Y sucede también, que al cabo de unos meses hay un receso en las actividades de la investigación que uno viene realizando y esta pausa resulta productiva, como para que surja otro cuento que, a pesar de la distancia temporal que lo separa del anterior, comparte el mismo tema o el mismo escenario.
Ahí justo cuando termina de conformarse esta segunda historia, uno se convence de que puede salir una colección de ficciones similares. Aunque casi enseguida uno rechaza la idea, porque apenas hay tiempo que emplear en lecturas necesarias para continuar un grado académico y siguen apareciendo imperiosas presiones cotidianas que pueden poner en peligro cualquier proyecto personal, sobre todo si es literario.
Sin embargo, llega otro respiro en el largo proceso de escribir una tesis doctoral y hay disciplina, voluntad e inspiración para una tercera historia, otra que se concluye. Más de un año después, uno se las ha arreglado para escribir otro par de cuentos, siguiendo la misma línea temática, adentrándose en el lento transcurso de 24 horas en las vidas de un grupo de ancianos habaneros, esos que siguen en la isla o que la han abandonado físicamente, peor aún es imposible que alguien pueda arrebatársela de la memoria.
Y con suerte uno termina sus compromisos académicos, se gradúa, arma un grupo de artículos de investigación; logra, con mucho esfuerzo, publicarlos en revistas científicas y decide entonces volver a su colección de historias de cierta Habana que todavía hasta parece dispuesta a esperar otro par de años hasta que alguna editorial les quiera dar formato de libro.
Esto afortunadamente sucedió a comienzos de año. Los de Chiado Editorial, una casa editora luso-española, decidieron incluir mis cuentos, ahora agrupados bajo el título de Viejos Retratos de La Habana en su plan de publicaciones para el 2017.
El pasado 27 de septiembre, en la librería del Centro de Arte Moderno de Madrid, el editor y ensayista Pío E. Serrano lo presentó ante un grupo de lectores curiosos y unos cuantos muy buenos amigos.

Unas semanas antes el también escritor y ensayista Carlos Espinosa había publicado en el sitio de Cubaencuentro una reseña del libro con el título de "No es país para viejos"
Y uno, al final, se alegra. 

domingo, noviembre 15, 2015

Los iluminados salvadores de Cubanistán

(c) Jean Jullien
Los ataques de extremistas islámicos en la ciudad de París son tristemente una nueva acción en la lista de eventos que nos dejan desesperanzados y ansiosos. Terrorismo y extremismo son sinónimos, pienso yo, fenómenos que hasta en el mejor de los casos pueden incluirse en una relación causal: los extremistas, en muchas ocasiones, llegan a entender el terror como la mejor arma, la más certera justificación para su causa. Estos días de tragedia en la Ciudad Luz y en otros tantos lugares siempre me recuerdan a todas las víctimas de estos hechos, las que mueren en el acto y las que perecen luego, por reacciones derivadas del extremismo, en circunstancias más bien absurdas.

Jean Charles de Menezes, el brasileño asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él “parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo acribillaron.

Por esos días me alojaba en casa de un amigo en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.

Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo. Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano. Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.

Así que uno de esos días de película, de estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño, o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de dirigirme miradas de desconfianza.

Los oficiales determinaron que yo no representaba una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.

Luego me dieron una especie de recibo al terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros” o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar, Ahmed o Jair.

Porque hay dos realidades o muchas más que dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi nadie me toma por nacional.

Por eso cuando veo y leo lo que comentan algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no importa; los demás, tampoco.

Son esos quienes tal vez nunca contemplarían hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos, una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes? Casi nadie.

Sin embargo, ellos insisten en analizarlo  todo según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo, la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta humanidad que somos todos.