lunes, julio 21, 2008

Adiós a los libros


Mi más reciente encuentro con una de mis tutoras de tesis, fue quizás el último que haremos en su oficina. El lugar daba una imagen muy diferente de lo que era cuando nos conocimos en diciembre de 2005. Unas grandes cajas de cartón evidenciaban la inminente mudanza. Mi profesora se retira y la gran cantidad de títulos que cubrían dos paredes laterales se van con ella, o van a ser vendidos.


Las miradas que a cada rato les dirigía a los casi 400 volúmenes resumían lo que representaban para ella, y puede que el dolor que implica dejarlos. De algún modo son la síntesis de una larga carrera académica y referentes de una vida.

Las cajas y los cartelitos de “para venderse” deben haber impulsado nuestra conversación sobre los libros durante los primeros minutos del encuentro. Otra académica amiga, también presente, comentó que nunca se deshace de los suyos, por la misma razón por la que tampoco rompe o tira a la basura las fotos viejas.

¿Y qué hacer, pensé, cuando uno tiene que salir de pronto y dejar tras de sí una importante biblioteca personal? Cuando pregunté, me miraron con expresión comprensiva, pero sólo estaba refiriéndome a una posibilidad, o sea, no estaba mostrándome particularmente dramático.

Desde hace mucho considero al libro como un compañero de viaje y de aventuras. Así, en su formato tradicional, pues no me acostumbro a leer en la pantalla de una computadora, aunque tenga que hacerlo a diario. Sabemos de sobra que hay ejercicios cotidianos que realizamos cada día, sin que por eso mostremos una satisfacción extraordinaria. Por ejemplo, ¿hay algo más aburrido que lavar los platos?

Quizás sí, pero volviendo a los volúmenes que van a desaparecer, no pude evitar una vuelta a mi colección, a los tantos que acumulé con la esperanza de tener algún día una habitación lo suficientemente grande como para que cupieran todos. Sin embargo, el problema del espacio en Cuba es casi proporcional a las dimensiones de la isla en un planisferio. Por alguna razón geográfica, mi país resulta estrecho, aunque el tema de la estrechez y su relación con la isla caribeña siempre sugiera más asociaciones.

Nunca he podido tener un estante decoroso, no ya uno sensacional y casi agonizante como el de mi profesora. Casi todos los libros que logré comprar en las librerías de segunda mano en La Habana o en las tardes de subastas, pasaron a ocupar, luego de leerlos, el poco espacio que les daban unas cajas de cartón guardadas debajo de la cama. Fue durante los años en los que apenas se imprimían textos, así que las ediciones anteriores se reciclaban o adquirían el status de reliquia y como tal comenzaban a venderse.

La primera y única vez que participé en una de aquellos remates logramos hacernos de un viejo ejemplar de La Peste de Albert Camus, por algo más de 40 pesos. Todavía esa cifra en La Habana de 1991 era todo un presupuesto, que cubría los gastos de un mes en la vida de un estudiante universitario. Tal vez nadie imaginó que en las siguientes subastas la cantidad sonaría ridícula, comparada con lo que estaban dispuestos a pagar por textos religiosos quienes pujaban.

Supongo que mi tutora haya adquirido sus títulos con menos problemas, aunque ello no quite que le sea difícil empacarlos y decidir su suerte. Sin embargo, presumo que también muchos hayan sido un mero apoyo a su labor investigativa de más de 30 años, es decir, bibliografía básica y de referencia.

Esto de la suerte de las bibliotecas personales no me recuerda tanto a la mía, cuyos ejemplares quedaron cualquiera sabe dónde, sino a la de cierta ex trabajadora del MINED*, a quien descubrí en medio de una operación de abandono a principios de los 90.
Revisaba yo lo que vendía un librero semiclandestino en Santa Clara, cuando me pareció escuchar una voz familiar. “¿Y usted compra todo tipo de literatura?” El vendedor, tal vez previendo un lote de incunables respondió que sí, esperanzado. “Porque yo tengo una cantidad de libros de Marx, Engels y Lenin, que para qué los quiero”. Cuando me viré, reconocí a una de las integrantes de la cátedra de Marxismo de mi antigua Escuela Vocacional.

Hoy, al cabo del tiempo, la escena me parece demasiado apresurada para la época. Corría el año 91, puede que ya no existiera la Unión Soviética; sin embargo, por la velocidad con que algunos tomaban ciertas decisiones, era un tanto difícil evitar una especie de shock.

*MINED – Ministerio de Educación en Cuba

jueves, mayo 29, 2008

Londres, ciudad violenta.


Sucede así, inesperadamente, como muchas cosas en la gran ciudad. Es un día cualquiera, un fin de semana en que decidimos, como de costumbre, encontrarnos con quienes nos quieren y a quienes queremos. Mayo está por terminar y hasta que no llegue el próximo mes el estado de las finanzas no va a mejorar, aunque esta mejoría no tenga mucho que ver con credit crunch y las demás predicciones espeluznantes de la bolsa.

De repente, los amigos y yo desistimos de jugar a ser teóricos de la economía mundial, sólo deseamos vernos, conversar, ahora que el verano todavía es una promesa en las islas británicas, pues luego de unos contados días de sol, el panorama ha vuelto a tornarse invernal y lluvioso.

Se busca un sitio donde montar el campamento, hacer tiempo para un café y una cuña de cake que casi acabará con las reservas del monedero. Por desgracia, están al cerrar en la Tate Modern y el encuentro, aún breve, tiene que moverse de escenario. ¿Qué hacer? Alguien sugiere el Royal Festival Hall y su enorme lobby recién inaugurado, recién amueblado, un espacioso dominio donde, por suerte, no hace falta consumir, no es preciso verificar con acciones por qué esta ciudad está entre las más caras del mundo.

Una vez allí organizamos el tradicional asedio de una mesa lo suficientemente grande como para acomodar a seis. En unos minutos comenzará el concierto de la sala principal y el inmenso salón bulle de actividad. Aparece, por fin, la mesa. Ahora charlamos, comentamos sobre esta película que no hemos ido a ver, miramos de vez en cuando hacia las esquinas o hacia las ventanas, pensando en la necesidad de una mejor tarde para un paseo por la margen sur del Támesis.

Y justo ahí, mientras se planea otra salida en grupo, alguien advierte que su bolso no está donde lo había dejado, aquí mismo, en el suelo, entre sus piernas.

La acción entonces cambia a una búsqueda rápida, se descarta lo más evidente, se piensa en todos los sitios donde hemos estado. Los recorremos mentalmente, el trayecto finaliza rápido. La certeza resulta aplastante: Nos han robado el bolso.

Reportamos a la seguridad del edificio, a la policía, hay que cancelar tarjetas de banco, pedir indicaciones. Hace un momento el día parecía gris y hasta aburrido, a partir de ahora es sinónimo de pesadumbre. Este domingo dejará de ser uno cualquiera. Ya en nuestra memoria particular se marcará como el día en que descubrimos que, además de inmensa, peculiar y por momentos habitable, Londres es también una ciudad violenta.

lunes, mayo 12, 2008

Cabo Verde, ¿nueva reserva mundial de melodías?


Quizá previo a 1992, nadie con conocimiento del mercado discográfico o de las corrientes musicales del planeta, pensó en Cabo Verde como una posible reserva mundial de música. El archipiélago africano era hasta esa fecha un terreno totalmente virgen. No se caracterizaba por una economía floreciente, ni por tener exóticos lugares de atractivo turístico.


Sin embargo, la salida de Miss perfumado de Cesária Évora, marcó un antes y después en la presencia global de la antigua colonia portuguesa, así como en la comercialización de las melodías de esas islas del Atlántico donde casi nunca llueve. Este tercer CD de “la diva de los pies descalzos” significó también un sólido espaldarazo para la disquera Lusáfrica que, dirigida por José da Silva, sería la encargada de sacar a la luz los proyectos posteriores de Cesária Évora.

De este modo, a inicios del siglo XXI, Cabo Verde constituía ya una referencia musical notable. La morna, cercana pariente del fado portugués, se convertía en un ritmo reconocible, no sólo por su origen, sino por las letras de compositores como Tito París, habituales colaboradores de Lusáfrica.

Si bien los primeros proyectos de la célebre cantora de Mindelo, pueden calificarse como muy tradicionales en cuanto a letras, temáticas y patrones rítmicos, con la fama llegaron discos más contemporáneas en materia de sonoridad. No por gusto en las grabaciones posteriores, Cize, como la llaman sus amigos, se dio el lujo de colaborar con cantantes de variada procedencia como Marisa Monte, Caetano Veloso, Bonnie Rait, Salif Keita, y nuestra Orquesta Aragón.


Gracias a Lusáfrica y a los viajes a Cuba de su productor principal, artistas cubanos como Leyanis López y Polo Montañez grabaron discos y disfrutaron de la pequeña, pero importante contribución de la disquera. Los vinculos musicales entre los dos países superaron los de décadas anteriores. Como se recuerda, Cabo Verde y su isla Sal eran la primera escala en el viaje de los cubanos hacia Angola, durante los años de guerra civil en esa otra nación africana.


Una de las canciones de Miss perfumado, Sodade, ha pasado a ser con el tiempo una especie de himno que identifica al archipiélago. Cuenta una historia triste de emigración y lejanía, como ha sido la de tantos caboverdianos que en tiempos difíciles han buscado un mejor futuro en otras tierras, ya sea en la antigua metrópoli o en España o Francia. Con ellos han viajado las tradiciones de las islas y el crioulo, ese dialecto que por ratos recuerda al acento angolano del portugués. Y es que tras asentarse en los países de acogida, los emigrados y sus descendientes lejos de cortar los lazos con la patria, se preocupan por buscar nuevos modos de vincularse a ella.

Lusáfrica no es ajena a esta búsqueda. Da Silva nació en Cabo Verde, pero creció en Dakar y en París. La creación de su disquera resulta el mejor ejemplo de la actividad de esta peculiar diáspora, que ha encontrado en la música una excelente carta de presentación.


Lura y Sara Tavares, ambas de origen caboverdiano y asentadas en Lisboa, irrumpieron a finales de los 90 en el mercado de la World Music, además de lograr amplia repercusión en medios portugueses. En el 2005 lanzaron dos producciones que sobresalieron por la madurez que ya mostraban como artistas.

Lura, con Di korpu ku alma, ponía en evidencia la variedad de la música de estas tierras bañadas por el Atlántico. Reconfortaba saber que alguien hubiera apostado por su voz tan dulce y maleable, exacta para romper cualquier prejuicio sobre los ritmos isleños; si es que acaso algunos críticos se habían apresurado a conjeturar tal cosa. Con este tercer CD tan colorido como diverso ya nadie tenía que demostrar que Cabo Verde era más que morna y letras de añoranza. Tras el éxito, Lura presentó en el 2007 su cuarto proyecto titulado M’Bem di fora.


El trayecto de Sara Tavares ha sido más largo. Nacida y formada en el continente, en su disco Balancê se escucha más el portugués que el crioulo. Sin embargo, esta prevalencia apenas pone en duda la conexión con sus orígenes, a pesar de que se trate de un proyecto más pensado para el mercado internacional.


Cuando fuimos a verla el pasado diciembre en el Queen Elizabeth Hall del South Bank londinense, notamos que su repertorio todavía no estaba concebido para llenar las casi dos horas de concierto. No obstante, en escena la Tavares lucía incansable, con una extraordinaria reserva de energía. Casi al final de su actuación, el público, que había bailado de lo lindo con algunos temas, pedía más, por lo que ella no tuvo más remedio que regresar y cantar los mismos de la parte inicial de su concierto. Y volvió entonces la fiesta.


Hace poco tuvimos el privilegio de ver a otra muchacha de Cabo Verde, Mayra Andrade. Solo seis meses antes había alternado con Angelique Kidjo y ahora llegaba con el aval de haber obtenido el premio de la BBC en el apartado Músicas del Mundo. Cantado en francés y en crioulo, Navega es una excelente compilación para cualquier debutante. Curiosamente, la jovencita Andrade se escucha mucho mejor en vivo que en el compacto grabado en París. Ella, que nació en Cuba y vivió en Senegal, Angola y Alemania, ha situado su base en la capital francesa. Allí tiene a un grupo de admiradores dispuestos a seguirla donde vaya, quienes se llenan de orgullo cuando suenan los ritmos de su nación.


Luego de días escuchando varios discos de estas cantantes, me pregunto si todavía los diversos ritmos de Cabo Verde conquistarán algún día al oyente medio. Las propuestas de Sara Tavares, Lura y Mayra Andrade, sugieren sólo la antesala de lo que en materia musical el talento de un pequeño país puede aportar al panorama sonoro de este universo.

Tal vez la próxima década sea la de los ritmos africanos más contemporáneos, ya que desgraciadamente tengo la impresión de que África es más una referencia “esencial” que “específica” en cuanto a música. Pues con frecuencia la creación musical africana es referente de “prácticas ancestrales”, “ritmos que datan del el origen de los tiempos”, “sonidos que han pasado de generación a generación y de una tierra a otra”, pero todo queda en la generalidad y pocos aciertan a nombrar al menos a una decena de músicos africanos contemporáneos.

Y quien dice África, tiene que mencionar un espacio sonoro tan diverso como el que producen las músicas del norte, sur, este y oeste del continente, cada zona con sus temas y ritmos. Visto en este contexto, Cabo Verde es apenas un punto en el mapa, pero a juzgar por las últimas grabaciones venidas del archipiélago y su diaspora, habría que darle la razón a una caboverdiana que, sentada cerca de nosotros en la platea del Barbican, le lanzó a Mayra Andrade una improvisada sentencia: somos pocos, pero somos buenos.

martes, abril 29, 2008

Vanessa Redgrave, la actriz.


"El año del pensamiento mágico" abrió el pasado 25 de abril en Londres, luego de un período de buenas críticas en Broadway. Desde que logramos entradas para la noche de apertura tenía muchas expectativas por ver la adaptación a la escena del libro que leí con sumo placer durante el verano del 2007. Además, la oportunidad me parecía estupenda, para apreciar de cerca la maestría de una de mis actrices preferidas, Vanessa Redgrave.


Esperaba una puesta esencialmente mínima, un sólo personaje narrando acontecimientos profundos y volviendo a ellos una y otra vez con la intención de entenderlos. Y así fue, cuando se levantó el telón de la sala Lyttelton del Teatro Nacional de Londres, y apareció la actriz en proscenio, recitando las líneas iniciales, todo quedó listo para que el espectáculo girara en torno a una sentencia, la de que lo que se va a contar puede ocurrirle a cualquiera, y va a ocurrirle a cualquiera.

Es curioso que un texto inicialmente concebido como una especie de memorias, se acomode tan bien a la escena. Y es que Joan Didion, autora de El año del pensamiento mágico, es más que nada, una escritora muy técnica, con amplias habilidades para concebir un argumento que, a pesar de conservar cierta línea temporal, se cuenta de manera ecléctica, pues hay constantes retrospectivas, saltos temporales y frases e imágenes que a la vez conectan gran parte de los hechos que se narran.

La lectura del libro no fue la única motivación para asistir al estreno de la pieza teatral, también estaba el atractivo esencial de tener a la Redgrave en el protagónico. Quizá la dramatización de un texto "deprimente" según los estándares más mojigatos no les resulte demasiado atractiva a algunos. Quizá sólo quien haya sufrido la muerte inesperada de un ser querido pueda entender los sucesos imprevistos que cambian completamente la vida, lo conocido, lo rutinario, lo seguro. Porque tras el efecto devastador que trae consigo darse cuenta de cuán cierto es el momento, no queda mucho espacio para reacciones coherentes. Y puede que el proceso de entender y hasta de superar esa pérdida pueda tomar meses o años.

En los últimos tiempos, sólo tengo memoria para una historia similar, la película La habitación del hijo, de Nanni Moretti y ahora este libro-obra de teatro. En ambos casos, sus autores evitan el acercamiento melodramático a la muerte y convierten sus historias en relatos sobre la búsqueda de explicaciones que a la vez expongan modos de aceptar la pérdida y de aprender a continuar con la ausencia de una persona amada.

De Vanessa Redgrave se sabe que es una actriz de experiencia, que su presencia en la escena es inevitable, que en algún momento uno va a quedarse absorto contemplando a una mujer extremadamente bella, aún a sus años. Sin embargo, todo ese preámbulo apenas impide que en esta pieza tan verbal y exacta, uno también quede admirado al comprobar que ella, además de contar la anécdota, mantiene la comunicación casi constante con el público como una manera más de reafirmar su dominio de la noche.

viernes, abril 11, 2008

Boosting confidence o razones para venerar la Imprenta Nacional de Cuba


Cada día recibo clientes en la biblioteca donde trabajo (lo mismo jóvenes que ya de cierta edad) cuyas demandas me sugieren que, de estar en un espacio abierto, convendría mirar a ambos lados para descubrir si la nave espacial que los trajo de su planeta todavía tiene los motores calientes debido al reciente aterrizaje. O sea, me da por observarlos y preguntarme, eso sí, con decencia y en voz baja, ¿de dónde rayos saliste tú? 

Semanas atrás, una abuelita, muy aplicada ella, vino buscando un libro de cierto autor japonés. Mi respuesta de que teníamos sólo una copia y que estaba en préstamo no fue suficiente. Dispuesta a no darse por vencida tan temprano, me sacó la lista de bibliografía de su curso e indagó si, por alguna casualidad, había en nuestros estantes algo de otro escritor, también del Japón, de apellido Tanizaki.



¿Junichiro Tanizaki? – le pregunté yo, acordándome del novelista de Hay quien prefiere las ortigas, texto editado y reeditado en la isla. La ancianita, impresionada ella, me suelta: ¿ah, lo conoce? Yo, “sí, claro (con énfasis adverbial, en tono de: sí-inglesa-prepotente-imperialista-snob-usted-también-lo-debiera-conocer-pues-es-un-escritor-universal). Accioné unas teclas, le busqué el título que pedía, no teníamos ejemplares en inglés sino en japonés. Y en español en mi país—pensé – ¡Viva la Imprenta Nacional de Cuba! 

Supongo que la lectura en caracteres chinos debe haberle parecido insuperable y, decepcionada, la mujer insistió con otro autor asiático, esta vez Eileen Chang. Me quedé meditando mientras escribía su nombre en el buscador del catálogo. “Ah, ¿esa no es la de la película? (Lust, Caution, de Ang Lee). Mi cliente, con algo de sorpresa, me dice: sí, sí, es la de la película, es que tengo que hacer un ensayo sobre ella. Encontré uno de sus libros y le anoté la clasificación. 

Y, por último, como si faltara alguna opción en el “servicio completo”, la mujer vuelve a la carga, entre apurada y dudosa: ¿y no sabrá si tienen aquí alguna película en DVD de este realizador chino... ¿Cuál? —le pregunto. “Este que hizo... ah, ¿cómo se llamaba esta película... La linterna roja?”. ¿Zhang Yimou? — imposible olvidar el título de aquel filme que tuvimos que ver y editar simultáneamente, pues la proyeccionista del Acapulco comenzó por el rollo dos. “Ah, sí, ese mismo” me responde y añade: Oiga, pero usted lo sabe todo. 

Yo, modesto al fin, le contesté que no, como quien desea añadir: para eso trabajo en una biblioteca. Aunque en realidad y en mi mente, siempre con la voz interior, siempre cortés, le fui soltando aquello de: ¡toma!, de tres, tres; o tres a cero, porque uno tiene que darse su lugar, así sea de manera diplomática en este país donde de vez en cuando aparecen personajes con aires de lords y ladies que resultan respingadamente insoportables.

lunes, marzo 10, 2008

Camden Town o el movimiento browniano


Londres se define como hiper diversa. Conozco varios estudios sobre este tema, varias caracterizaciones de barrios enteros no sólo interesantes para académicos preocupados por entender un poco el planeta partiendo del análisis de esta capital, punto de reunión de tribus humanas. Sus peculiares zonas devienen en campos de batalla para los políticos y en fuente inagotable de inspiración para comediantes. Cada una es particular en su geografía cotidiana, además de en su arquitectura, en sus habitantes y en la importancia que adquieren como referente de toda la ciudad.


Camden Town pusiera ser, por ejemplo, una de esas plazas singulares en el panorama londinense. No es fácil caracterizarlo con una simple palabra, aunque cosmopolita le venga bien. Este trazado urbano que se extiende al norte se asemeja a una especie de muestrario diverso de una agitada urbe. Hay áreas más organizadas y otras más de vanguardia; sin embargo, todo aparenta estar en una invisible vidriera para que cada quien o cada cosa se exhiba tal cual es.

A veces desconfío del adjetivo “alternativo” usado en demasía para referirse a esta parte de Londres famosa a inicios de los 90 en las acciones anti-globalización. Hoy es difícil distinguir, entre los miles de personas y personajes transitando de un límite a otro del barrio, a aquellos esforzados en un activismo específico, tal vez porque en el trayecto hay espacio para todo, desde la compra y venta de objetos inusuales como los de The Hemp Store, confeccionados con fibras de cannabis, hasta las tan vilipendiadas o codiciadas zapatillas Nike de JDSports.

En Camden Town cabe todo y caben todos. Empezando por las tiendas de los más recientes productos de la industria musical, y siguiendo por otras de discos de acetato, verdaderas joyas míticas de un pasado musical esplendoroso, un pasado que sugiere estar muy vinculado al barrio. En este punto del paisaje londinense la música no se encarece. Ya sea en clubes para saltar y ocupar la noche a las órdenes de djs de culto, o en santuarios de las bandas más de moda (Koko), pasando por oasis de intimidad e improvisación (Jazz Café) y recalando en lo que anuncian como la esquina más habanera de la Londres (The Cuban).

Si bien en estos se encuentran las melodías más tradicionales, hay otros sonidos que quizás no puedan grabarse para ser interpretados a puertas cerradas, aunque alguien siempre quiera intentarlo. Porque Camden es el escenario donde la ciudad ejecuta su sinfonía urbana más anárquica e innovadora, no solo a través de las bocinas de los comercios y restaurantes. La composición surge del aleteo de palomas asustadas, del pregonar de los vendedores, de cláxones y silbatos del tráfico imparable, del concierto de voces e idiomas, o de las emisiones de un paquebote interrumpiendo el aburrimiento de las aguas del canal.


Sin embargo, nada define tanto al lugar como sus habitantes, diversos e irreverentes como el planeta, esquivos y exhibicionistas, como todos los capitalinos. Y puede que la atracción por esta zona se remonte a otras épocas. No es únicamente el sitio preferido por peculiares ejemplos de la farándula contemporánea al estilo de Amy Winehouse, o la mejor galería abierta de Banksy, artista del graffiti. En Royal College Street vivieron, se amaron y pelearon dos poetas malditos (Rimbaud y Verlaine). A principios de siglo pintores ingleses como Walter Richard Sickert, Spencer Gore, y Robert Bevan, entre otros, recrearon en lienzos imágenes del entorno camdeano y aún es posible encontrar por aquí a entusiastas del punk, con sus pelos coloreados, estirados, pavoneándose por esas calles como si todavía les pertenecieran, atentos a las cámaras que intentan capturarlos, a cuyos dueños no reparan en recordarle que todo tiene un precio, así sea un inocente encuadre como recuerdo de una visita.


Entre el bullicio, el ir y venir de ingenuos y esperanzados, de melancólicos y aventureros, de desesperados y curiosos, asoman igualmente los góticos con sus vestimentas sombrías, confundidos con turistas, casi siempre españoles seguros de que un recorrido turístico sin pasar por Camden Town no cuenta, porque aquí es donde único se aprecia la “mucha marcha” de la capital inglesa. Y llegan además las procesiones de escolares desafiantes, escandalosos y gregarios, como felinos marcando el territorio a conquistar,

Aunque las marcas no se distingan, pues aquí no se piensa tanto en lo de la burbuja personal como en otras partes de la urbe británica. Sobre todo hay que moverse, no basta imaginar el ritmo del lugar, es preciso sentirlo. La inmovilidad no tiene cabida en este entorno a veces destartalado y frágil como una edificación de La Habana, luego del paso de un huracán.

Y si es difícil permanecer inmóvil es imposible mantenerse inerte, porque el espacio agudiza los sentidos exige un sensorial estado de alerta. ¡Cómo no escuchar la polifonía del barrio! ¡Cómo no ver los contrastes, los rostros, los colores! ¡Cómo limitar el tacto a un mero reconocimiento de superficies! ¡Cómo resistirse a los olores de humeantes combinaciones asiáticas, medio-orientales, mediterráneas, africanas e incluso centroamericanas! ¡Cómo no sentir este pedazo de Londres!

Semanas atrás un incendio devastó parte del barrio. Las llamas se elevaron lo suficiente como para presagiar la completa destrucción de esta especie de pulmón norteño londinense. No obstante, el fuego sólo consumió un puñado de edificaciones, lo que apenas influyó en el palpitar constante de todo el barrio.

La vida, al parecer, empieza y continúa aquí, a juzgar por ese gesto de invitación con que ofrecen montañas de fideos las vendedoras chinas, el buen talante de la joyera lituana que negocia con ámbar del Báltico, la indiferencia del anticuario, la complacencia del moderno mercader de alfombras marroquíes, la alegría casi bovina del traficante invitándote a ya sabes qué viajes, o la apatía del simple ciudadano que, camino al trabajo, advierte su llegada a Camden Town por la ventanilla del autobús. Mientras él pasa, la ciudad indiscutiblemente se mueve y zumba, como dijera un gran amiga, al ritmo de una colmena atareada.

miércoles, febrero 20, 2008

Un nuevo Enrique VIII


Se presentó esta semana The other Boleyn girl , con las actuaciones de Scarlett Johansson, Natalie Portman y Eric Bana. Una duda nos asaltó cuando vimos el cartel de la película en los pasillos del metro. La verdad que el australiano protagonista de Hulk, Munich y Troya no se parece a Enrique VIII. Por eso me animé a buscar entre quienes han interpretado al famoso rey, y me sorprendió encontrar nombres destacados de Hollywood: Charles Laughton, Ray Winstone, Rex Harrison, Charlton Heston y Richard Burton, entre otros.


Casi todos, a excepción de Laughton, protagonizaron aquellas películas no solamente por sus dotes histriónicas, sino también por sus atractivos físicos. El mismo Laughton, quizás el de menor porte de toda la lista, incluso ganó un Oscar en 1933 por su interpretación del notorio gobernante.

En los últimos tiempos ha habido en la televisión británica cierto intento de darle más glamour a la figura del personaje histórico. Una serie televisiva de la BBC presentó su reinado como una especie de guerra familiar en el mejor estilo de la mafia siciliana. Jonathan Rhys Meyers, en el papel del soberano, carecía no sólo de una apariencia similar a Enrique VIII; sino también de un guardarropa como el del Tudor, al punto asemejarse más un cantante de rap contemporáneo que a un monarca medieval.

Porque a Enrique VIII siempre lo muestran con un rostro que no cabe en los cánones actuales de belleza masculina, así que qué dejar para Edad Media. Su perfil regordete e inexpresivo no parece tener mejor comparación que con el inicio de la viñeta que escribió el norteamericano Will Cuppy en su Decadencia y caída de casi todo el mundo. Cuppy sugirió que era conocido, entre otros sobrenombres, por el de Enrique Cara de Torta.

En la Galería Nacional de Londres los cuadros sobre el rey no se apartan mucho de esta descripción irónica. Cualquier examen quizá sólo sirva para aumentar el asombro o dar la razón a una vieja sentencia de que el poder subyuga, o de lo contrario cómo fue posible que tuviera a sus seis esposas, amén de imaginables aventuras cortesanas.

Cuando visitamos su castillo en Hampton Court, nos enteramos que además de sus pocos encantos físicos, también lo caracterizaba cierto complejo relativo al tamaño de su miembro viril. Según el relato de nuestra guía en el palacio, hoy museo, las pinturas trataron invariablemente de corregir los defectos de modelo.

En Hampton Court las guías visten trajes propios de los tiempos de Enrique VIII, tienen nombres y títulos de damas de la corte y hasta hablan en un inglés lleno de giros antiguos, tal vez medievales. Así la descripción del “problema” del soberano y la referencia a una permanente entrepierna abultada en la mayoría de los lienzos que lo retratan, resultó bastante divertida.


Ya habíamos oído sobre esto, durante la visita a la Catedral de Salisbury. A una pregunta de nuestra amiga Deepa, que como practicante del hinduismo no conocía mucho de la religión católica, otra amiga, Mireya, le contó del cisma del Tudor con el papa de Roma y el nacimiento de la Iglesia Anglicana. Y como pincelada añadió el tema de las proporciones, con ese gesto que no sé si es único en Latinoamérica, cuando el índice y el pulgar de la mano casi se tocan como indicación de algo minúsculo.


De todas formas, no creo que a Justin Chadwick, el director de The other Boleyn Girl le interese aclarar o recrear este detalle anatómico de Enrique VIII. Aunque en realidad tampoco haya hecho demasiado por que su filme se aparte de esa casi constante pretensión de los productores de resumir la historia como un mínimo episodio lleno de caras bonitas. Para algunos, por suerte o por desgracia, el cine sigue siendo un mero vehículo para entretener.

jueves, febrero 07, 2008

Ella (Julie Christie) y yo


Mi primer encuentro con Julie Christie fue definitorio. Antes de verla en pantalla en Billy Liar, me había tropezado con su rostro en más de una ocasión. Ella aparecía en una veintena de fotos representativas de los años 60, que ilustraban cierta enciclopedia del cine disponible en la biblioteca de Casa de las Américas. Yo además la recordaba en los fotogramas de Miss Mary, una cinta hoy casi olvidada en la carrera de la británica.


Para muchos, esta historia de la institutriz inglesa en medio de la aristocracia argentina, significó el reencuentro con una cara familiar en otras épocas. Aún no he visto esta realización de María Luisa Bemberg, y no fue hasta a inicios de los 90, cuando la Cinemateca de Cuba le dedicó uno de sus ciclos a John Schlesinger, que logré, por fin, apreciar uno de aquellos filmes otrora tan comentados.

Y la oportunidad no pudo ser mejor, aunque no alcanzara ver Darling, actuación por la cual ella obtuvo un Oscar en 1966. Quizás se debió a un olvido de los programadores de La Rampa, o a un inesperado apagón, tan común en aquellos tiempos, o tal vez fue mi culpa por no asistir a todas las presentaciones del ciclo.

Años después, en una temporada como la actual, de elecciones en Estados Unidos, la Televisión Cubana sorprendió con la exhibición de Power en el espacio de La película del sábado. Se trataba de una propuesta interesante, una realización pre-The West Wing, así que ignoro si la recibirían igual ahora, quienes tienen en la serie televisiva al principal referente sobre cómo funciona la maquinaria presidencial, electoral y un poco todo ese gran país norteamericano, cuyo mundo farandulero centrado en California nunca sedujo del todo a Julie Christie.

Mi fascinación y evidente afinidad crecieron con cada película que, protagonizada por ella, proyectaron en algún lugar accesible. Recuerdo incluso, cuando un grupo de amigos entusiasmados con la novedad del video-beam, ante la palpable extinción del largometraje de 35 milímetros en los cines cubanos, me llevaron a visionar una deplorable y granulosa copia de Doctor Zhivago.

Cuando terminó no sabía si darle la razón a otro buen colega y a su teoría personal sobre el rostro de la Christie. Para él, mi adorada rubia tenía un defectuoso cutis demasiado fino, donde las arrugas y los pliegues de la piel aparecerían más temprano que en el resto de los mortales. Entonces los conocimientos de ambos en el arte de la cosmética eran nulos, así que imaginando los estragos que el sol tropical causaría en aquel perfil icónico de los 60, y desalentado por la diferencia de edad, mi pasión se fue reduciendo.

A finales del 2007 fuimos a ver Away from her. La presencia de Julie Christie era el principal atractivo, pero también la de Sara Polley como directora. A la canadiense la recordaba tierna y frágil en Mi vida sin mí, el hermoso filme de Isabel Coixet. Confieso que en lo menos que reparé fue en las arrugas de la Christie, no sólo porque había envejecido espléndidamente, sino porque protagonizaba una historia sobre el envejecimiento.

Lo impresionante fue la habilidad de la realizadora para captar con recursos mínimos, lo doloroso, frustrante y devastador que puede resultar la pérdida de facultades. Y digo recursos mínimos, aunque la frase sea discutible. Es sabido que los actores deben dar cuerpo a personajes, mostrarlos enteramente, lo que, por supuesto, incluye a las emociones. Sin embargo, más de una estreno reciente del cine contemporáneo evidencia que no siempre ocurre así.

En Away from her, ciertos primeros planos de la Christie, angustiada y ausente, sin asideros, diría que resumen su capacidad histriónica. Son esos instantes los que a mi juicio validan esta película y la acercan a cualquier espectador. Se trata de un relato fílmico intenso, porque intensa es la propia existencia humana. Lo demás es la actriz, su semblante algo envejecido, pero bello, en un filme sin demasiadas referencias a un lugar específico o a un país, quizá porque a todos puede tocarnos el asistir a los días finales de alguien muy querido, cuando el pasado, los sucesos en la vida común, van borrándose lentamente.

En la próxima entrega del Oscar, Julie Christie esperará, tal vez sin muchas expectativas, que la academia norteamericana le conceda el premio. Se lo merece, aunque tiene en Marion Cotillard, a una difícil contendiente. La francesa saca a flote, y a puro pulmón, un biopic menor como La vie en rose. No llevarse a casa la estatuilla dorada supongo no que afecte mucho la vida de Christie. A mí, por otra parte, me gustaría que Away from her no fuera la última visita al plató para esta maravillosa mujer, a quien le debo momentos inolvidables en mi breve existencia de cinéfilo empedernido.

miércoles, noviembre 14, 2007

Ciertas etiquetas musicales


Un colega de mi recién estrenado trabajo me preguntó hace poco qué tipo de música me gustaba. Se me hace difícil responder esta pregunta, porque no tengo solo un estilo preferido, o una predilección específica por tal o más cual género, tal o más cual cantante o grupo. Las melodías de este mundo me resultan la mejor evidencia de que nuestro planeta es diverso y sonoro.


Le comenté sobre algunas bandas norteamericanas que sigo desde los años 90, pero no las conocía. Opté por nombrar a otras más identificables y tampoco tuve éxito. Mi colega me confesó que despreciaba el pop, el rock, y entonces empecé a pensar cuál podría ser una lista posible que él identificaría. Por supuesto, no tenía sentido hablar de mis preferencias en el ámbito iberoamericano, pues sólo aumentarían su ya perceptible sensación de ignorancia.

Fue entonces cuando me dijo que le agradaba la música étnica. ¡Maldito imperialista!, le solté en tono de broma, sabiendo que seguro se refería a esa variedad particular de ritmos que las disqueras agrupan bajo el rótulo de World Music o Músicas del Mundo. Creo que hay que culpar a críticos y estudiosos de las clasificaciones, pues generalmente parecen establecidas para justificar teorías tendenciosas.

Para ejemplificar, me mencionó a un grupo húngaro. Yo le comenté sobre las interpretaciones de Márta Sebestyén, incluidas en la banda sonora de El paciente inglés, aunque esto no sirvió de mucho. Quizá él no estaba muy seguro de que mis referencias formaran parte de su clasificación. Traté de no juzgarlo y, para nivelar la situación, le aclaré que seguro él podría nombrar a otros tantos que yo desconocía. Por ejemplo, no estoy muy al corriente de las más últimas creaciones de rap y hip-hop.

Además, no confío mucho en la nomenclatura musical, máxime cuando me parece demasiado basada en medidores comerciales. Si repasamos las ediciones de los premios Grammys y sus decenas de categorías, es fácil comprender lo complejo que resulta a veces ubicar a algunos intérpretes en un apartado específico, sobre todo si estos exceden las convenciones de la industria discográfica,.

Lo peor es que la gran mayoría de estas clasificaciones se convierten en verdaderas camisas de fuerza, de modo que a veces, es más conveniente crear una nueva que tratar de situar en una que ya existe a algún cantante recién descubierto o a un nuevo disco producido. No en balde la lista ya luce interminable.

A la música étnica la asocio más con la etnomusicología, disciplina que estudia las creaciones melódicas de grupos humanos con frecuencia alejados de los mecanismos del mercado y hasta de la civilización. Es el canto “de la tribu” en su estado más puro, quizás emparentado el mítico griot africano que tanto popularizó a mediados de los 70 la revista El Correo de la UNESCO.

Por añadidura, las maneras de clasificar se orientan por patrones occidentales, o mejor, por cánones definidos según la tradición musical de un determinado país que casi siempre es Estados Unidos. Nada ejemplifica mejor esta tendencia que las secciones de Amazon o el peculiar término “folk”. Sobre el primero basta revisar las páginas de venta de discos. Hay una que agrupa, como si se tratara de géneros afines, lo cubano y lo latino. Así, bajo el vínculo de Cuban and Latin, uno puede encontrar lo mismo a Compay Segundo que a Ricky Martin.

En cuanto a “Folk” la apreciación es más problemática. A pesar su claro origen, de folclor o folklore, que no alude a una nación específica, ya que todas poseen sus propias tradiciones folclóricas, la palabra ha quedado como referente único de los ritmos más tradicionales de Estados Unidos. En el mejor de los casos, también se utiliza para denominar a producciones de otros países angloparlantes con apellidos como Irish Folk o el Celtic Folk.

El día siguiente a nuestra conversación, le pregunté a mi amigo si le gustaba la música africana. Traté de hacerle ver que me estaba refiriendo más a ciertas creaciones antes que a una muestra diversa que abarcara todo lo que se hace en el continente desde las melodías de argelina Souad Massi hasta las de la Orquesta Baobab, pasando por la extensa producción discográfica de la caboverdiana de Cesarea Évora.

Estaba pensando más en la beninesa, ya casi internacional, Angelique Kidjo, a quien escucho por estos días tras obtener su más reciente compacto titulado Djin Djin. ¿La incluiría mi colega en sus referencias de música étnica, por el hecho de que la Kidjo canta varios temas en el dialecto de su país natal? ¿La clasificarían otros como de Rhythm and Blues por los dúos con Alicia Keys y Joss Stone? ¿Acaso como una propuesta más jazzeada por canciones como Pearls, donde participan Josh Groban y Carlos Santana? ¿O como World Music por los duetos con otros afamados representantes de esa tendencia como Youssou N´Dour y Amadou & Mariam?

De todas formas no deseaba ponerlo en aprietos, ni alentarlo a que siguiera guiándose por un método de clasificación que más que incluir, excluye. Por lo pronto, le cedí una colección de temas de artistas internacionales y lo invité a escucharlos con detenimiento. Mi objetivo no era tratar de convencerlo de que no valen tanto los calificativos o de la certeza de que sólo hay buena y mala música, pues se hace tanta que nunca llega a la nominación para un premio como el Grammy, que pienso que es criminal no tratar, al menos, de mostrarse curioso por descubrirla.

martes, agosto 21, 2007

Sobre noticias insólitas y muertes desatinadas


Desde que vivo en Londres mi rutina ha cambiado mucho, aunque no he podido zafarme de la costumbre de amanecer con la radio. Ahora tengo a Today como clásico despertador. Escucho el programa en Internet mientras me desperezo y reviso además lo que publican una serie de webs y blogs de periódicos y medios de prensa de mi lista de favoritos.


La radio me resulta una excelente compañera en ese ejercicio de repasar las escenas cotidianas y confieso que me atraen, más que nada, las voces. Esa diversidad de acentos y tonos, de juicios y crónicas, me conecta de inmediato con el latir de esta ciudad caótica y diversa.

Today me deja bastante satisfecho, ya sea por su equipo de profesionales, por las entrevistas en vivo y hasta por el comentario de personas autorizadas titulado “Reflexión para el día”. Me interesan los temas del acontecer británico pues son parte de mi empeño constante por entender este país, pero de vez en cuando el noticiero me sorprende con relatos que se apartan de lo cotidiano para caer en lo insólito.

Esta semana amanecí con la historia de una australiana que murió a causa de su mascota, nada menos que un camello. El animal se lo habían obsequiado en su cumpleaños 60, sólo tenía diez meses, no obstante pesaba ya más de 150 kilos. Lo curioso es que, según la policía, el camello intentó aparearse con la granjera de Queensland. El trance le costó la vida a la mujer y quedar para la posteridad en una pose mortuoria algo ridícula.

Cuando todavía no me había olvidado del shock por tamaña estupidez, las páginas de El País me reservaban otra escena entre espeluznante y tonta: el caso de un joven serbio que, borracho y desnudo, penetró en la jaula de los osos del zoológico de Belgrado. Los guardias del parque belgradense ni siquiera pudieron recuperar el cadáver del intruso.

Semanas atrás, también en el diario español, había visto estupefacto el video de un argentino igualmente sin ropas y pasado de tragos, que trepó por la fachada de la Catedral de La Paz, Bolivia. Luego de que intentara agarrar una soga que le pasaron los bomberos, al tratar de rescatarlo, el turista de 26 años resbaló y cayó hacia su propia muerte.

No niego que hechos como estos me deprimen un poco, aunque me dejen dudoso entre vapulear la irresponsabilidad de tales actos o desestimarlos con una concesión al pragmatismo. Es elemental que los humanos somos frágiles por naturaleza. Los superhéroes sólo existen en las historias que cuentan ciertos escritores o muestran algunas películas, no en la realidad. Ya veo que los fabricantes de uno de los juegos de mi teléfono móvil, en el que el protagonista sale disparado como bala humana de un cañón, no están tan desorientados cuando alertan a los usuarios de que no traten de repetir las escenas animadas que observarán en la mínima pantalla de sus celulares.

Sin embargo, lo que de verdad me inquieta es el aparente desprecio por la vida, conclusión a la que llego tras el análisis de casos como estos que he descrito. Las personas mueren, irónicamente, cuando alcanzan el límite de su capacidad para divertirse. La diversión consiste en beber en abundancia, o en satisfacer un determinado deseo o fantasía, hasta perder la conciencia de los propios actos. Un exceso y ¡zas!, el último.

No quiero caer en radicalismos mesiánicos, ni hacer una elegía emancipadora sobre la felicidad de estar vivo. Al menos para mí queda claro que existir es, entre otras cosas, reconocer que uno está en el universo quizá por una razón y la propia confirmación de esa certeza (o su negación) merece que permanezcamos alerta y respirando mientras los días transcurren. Puedo comprender que no siempre haya motivos para celebrar el trayecto personal por este mundo, pues sé de aquellos que, debido a tal o más cual causa, malviven en el planeta. Hasta entiendo a los suicidas, aunque hay una notable diferencia entre morir como un acto individual consciente y perecer por imbecilidad.

Me vienen a la mente las historias recientes en Londres y otras ciudades inglesas, en las que más de una docena de adolescentes han sido tiroteados por rivalidades de pandillas juveniles, apuñaleados con desidia y hasta por error. Además de haber creado un clima de inestabilidad y de ocupar titulares en tabloides, estos hechos me parecen el mejor ejemplo de cuanto se desprecia la vida en la Tierra. La lista de casos similares se me hace interminable ahora, podría añadir tanto a los fundamentalistas musulmanes que abogan por la interminable masacre de infieles, como a los grupos rivales en las zonas conflictivas del planeta, donde las victorias se relatan no como el resultado de previas estrategias militares, sino como un básico recuento de cadáveres.

A diario se escuchan y observan escenas dolorosas de pérdidas y víctimas, aunque puede que en el ánimo de quienes dirigen y producen programas noticiosos como Today, haya al menos un deseo de animar a sus oyentes. Por eso cuando tantas personas mueren por causas inevitables, uno de repente se queda sin saber cómo reaccionar ante noticias de muertes absurdas. Tal vez con sorna, admirándonos del grado de estupidez de los protagonistas; tal vez con lástima, previendo una explicación racional para semejantes disparates, o tal vez con moralizante indiferencia, cuestionándonos la necesidad de ventilar tales estupideces. En lo personal, siempre me queda la duda de ¿seré solo yo el único preocupado con tanto desprecio por la existencia humana?

lunes, julio 23, 2007

Es preciso hablar de Kevin


Tengo que hablar, necesariamente, porque luego de finalizar esta novela de Lionel Shriver, he vuelto a esa sensación agradable de disfrutar una lectura reveladora y terrible. Cuando llegué a la última página, dejé el volumen a un lado como si se tratara de una compañía indeseable. No es un alarde de sensibilidad, es sólo una manera de tomar distancia para evitar juicios demasiado apasionados.


Desde que ganara el Orange Prize en el 2005, la historia de Kevin Khachadurian ha estado por todas partes. Lo anuncian como uno de los bestsellers y a pesar de la incontrolable desconfianza con la que me acerco a esos estantes, no dejo de reconocer que el título de We need to talk about Kevin me llenaba de curiosidad.

A su autora, la había leído en alguna que otra de sus columnas en el Guardian, sin embargo, no la asociaba con el texto que encontraba omnipresente en todas las librerías. Fue a raíz de los sucesos en Virginia Tech, que le presté más atención tanto a la Shriver como a su obra. A Lionel la citaban en más de un reportaje acerca de tiroteos escolares en Estados Unidos o la entrevistaban en programas donde comentaban el más reciente asesinato de estudiantes a manos de un atormentado colega. Las reflexiones de esta norteamericana radicada en Londres, me llevaron a comprar el libro, con la esperanza de que no fuera una de esas, ahora populares, narraciones sobre las vicisitudes y miserias de infancias martirizadas.

La primera sorpresa de Tenemos que hablar de Kevin fue la estructura. A través de las cartas que Eva Khachadurian le escribe a su esposo, se construye la existencia de Kevin desde que, tres días antes de cumplir 16 años, asesina a siete condiscípulos, una profesora y un trabajador de la cafetería escolar. Cada misiva es un intento desgarrador de hallarle sentido a un hecho tan trágico y de revelar el perfil psicológico del futuro criminal.

Lionel/Eva cuenta, utilizando descripciones ingeniosas y frases inteligentemente elaboradas, su vida desde que trajo a Kevin al mundo. Ese particular instante en el que, según ella no sintió nada, parece destinado a marcar la existencia del hijo y a servir de base a un aparente sentimiento de culpa que la protagonista se propone compartir.

Solo que la culpa es una más en las posibles interpretaciones de lo que motiva a esta madre desolada a describir el horror de haber engendrado a un monstruo. La narración evidencia que no basta una simple explicación para entender la naturaleza de los acontecimientos, porque las situaciones que aparecen en la novela son complejas y cualquier dedo acusador que se levante tras leer los pasajes iniciales puede caerse con la misma velocidad con que apareció, mientras se avanza en las páginas.

Lionel Shriver logra también, a pesar de iniciar su relato con el anuncio de la tragedia, que el lector advierta la posibilidad de encontrar en el desarrollo más motivaciones y dudas para continuar hasta el desenlace. No sólo es importante conocer el por qué Kevin la emprende contra un escogido grupo de sus compañeros de clases, sino el cómo llegó hasta ese fatídico día de abril de 1999. El pormenorizado recuento de las anécdotas familiares no está exento de tensión y se puede predecir cómo continuará o finalizará este texto; sin embargo, por obra y gracia de los entresijos del argumento, antes del punto final estoy seguro que más de una teoría puede desarmarse.

Lo curioso, además, es que ese mismo punto que cierra el libro, quizá no cumpla tal función en la mente de quien lee. Esta no es una lectura que pueda olvidarse fácilmente. Cualquiera, supongo, podrá cerrar We need to talk about Kevin, pero la intensidad de esta invención cotidiana, lo traerá de vuelta a la historia de este homicida adolescente, pues cuando no se cuenta con una explicación precisa para entender un hecho particular, las dudas parecen interminables.

martes, julio 10, 2007

El circo de acróbatas alárabes


Cuando a finales de los 90 conocí al Cirque du Soleil, pensé que sus espectáculos resumían lo que precisaba el circo para no perecer en estos tiempos de culto a lo súper entretenido. Mis referencias al arte circense eran muy específicas: el célebre Oleg Popov, las visitas que hice de niño a la carpa del Circo Nacional (Cuba) de gira por el país y los actos de variedades y magia que pasaban de vez en cuando en la televisión nacional.


No estoy al tanto de los debates actuales sobre este arte tan antiguo. Quizá al Cirque du Soleil le corresponda el mérito de haberlo llevado a los teatros y de haberlo convertido en algo más dramático que acrobático. Supongo que habrá quienes defiendan la carpa, la intimidad y el ambiente que propicia el enorme telón, y otros que sugieran la salida del espacio circular y la búsqueda de escenarios más diversos. Quizá teatro y circo estuvieron siempre vinculados. Tampoco me interesa contar esa historia.

Este verano, la Roundhouse auspició un extenso programa con agrupaciones que parten del tradicional arte circense, pero que lo adaptan según sus diversas propuestas creativas. El Collectif Acrobatique de Tangier (C.A.T.), por ejemplo, ofreció Taoub, nombre que viene de una aparentemente interminable sábana que usan en su presentación.

Lo que me sorprendió de este grupo marroquí fue la simplicidad con que montan su función. No tienen una complicada escenografía, ni siquiera los andamios que uno espera encontrar en una muestra de cabriolas y piruetas. El Colectivo, que mayormente conforman miembros de una familia, compone un acto de más de una hora a partir de recursos mínimos que incluyen música en vivo, acrobacia y proyecciones. Los sonidos remiten al Magreb, a un clima desértico que evocan las imágenes proyectadas en telas y en los vestuarios tradicionales. Las rutinas combinan la destreza, el peligro y a veces apelan a la complicidad del público, que advierte satisfecho el humor de algunas situaciones.

El hecho de que no usen ningún aditamento de seguridad es singular y refuerza lo auténtico de su performance. No son estas demasiado extraordinarias, mas por la familiaridad del show adquieren un mayor realce. Taoub es por momentos telón de fondo, cortina, cobertor, espacio escénico.

El Colectivo Acrobático no cabe en las variantes más occidentales del circo, sus integrantes no visten trajes ajustados y llamativos, confeccionados con materiales especiales que garantizan al cuerpo mayores movimientos. Los acróbatas actúan en ropas de diario, llevan jeans, camisetas, camisas y alguna que otra corbata.

Creo que la primera referencia que me quedó cuando finalizaron, fue la confirmación de una sentencia personal que relaciona la sencillez con la grandeza. Me atrajo además el impacto tan cotidiano de una función teatral. Para colmo, al día siguiente, por pura casualidad, nos topamos en la calle con los miembros del C.A.T., que salían de la estación del metro rumbo a la parada donde esperarían el ómnibus para la Roundhouse.

Luego de Taoub no he cambiado mi opinión del Cirque de Soleil, pero tras el encuentro casual con los marroquíes, creo que si alguna vez puedo ir a las funciones del proyecto nacido en Canadá, dudo que tenga una secuela tan cotidiana como la siguió a la actuación de los de Tánger.

viernes, junio 08, 2007

El gusto de los demás, con permiso de Agnès Jaoui


¿Qué es lo que más me gusta de Inglaterra? De vez en cuando me sorprenden con esa pregunta. Me pillan, porque llega sin previo aviso en el medio de cualquier intercambio informal, en las contadas ocasiones que converso con ingleses. Me resulta curioso que la mayoría de quienes indaguen sean personas de mediana edad a quienes tal vez les resulte imprescindible la contestación. No los debo llevar muy recio. Si se mira de cierto lado, es casi lógico que un recién llegado a un sitio extraño debe tolerar, además del recelo típico con que lo observan los locales, que alguno le suelte de sopetón tal interrogante. Quizá esperan una confirmación de una hipotética grandeza al estilo de “qué bien se está aquí”, quizá aguarden por el menor aviso de inconformidad para responder con una preparada sarta de razones ensalzando las ventajas del lugar.


Reconozco que no ubico a Inglaterra, con ese nombre tan atronador e histórico, entre mis referencias más cercanas. Vivo y no vivo en una ciudad inglesa. Habito por estos días un territorio llamado Londres, una especie de versión anglosajona del punto de encuentro de todas las tribus del planeta. Esta capital es hiperdiversa y multicultural, basta caminar de un barrio a otro, notar las desigualdades, los rostros y las actitudes. Subirse a un autobús es suficiente para escuchar los pequeños diálogos de otros que puede hablen tanto inglés como español, portugués o italiano y también ruso, polaco, árabe, urdu, punjabí o hindi. Por eso mi reacción inicial a la pregunta siempre es cerebral y defensiva: es que yo no vivo en Inglaterra, sino en Londres.

Una explicación simple partiría del hecho de que saliendo de los contornos de la gran urbe, ya se está en territorio digamos que más inglés. Pudiera ser, aunque en realidad no hallo muchas características que diferencien a una comarca (shire) de otra. Las ciudades anglas, salvo por los centros urbanos donde se concentran las principales actividades económicas y culturales, se asemejan demasiado entre sí.

El pasado fin de semana visitamos Oxford. No resultó el paseo habitual y turístico por las antiguas universidades, pues pasamos la mayor parte del tiempo recorriendo los alrededores en una caminata con fines de caridad. Me atrevería a decir que no hallé muchas disparidades entre los paisajes que vi en la campiña de Oxforshire y los del centro de Cuba. Por añadidura, tuvimos un día caluroso y de sol intenso toda la tarde que trajo esa luz tan singular en esta latitud, que dura hasta eso de las diez de la noche.


Las diferencias pueden ser sutiles, tal vez de haber sido una habitual jornada lluviosa y gris, supongo que serían más evidentes. Digo sutiles aunque, por ejemplo, la aparición de una casa campestre, o una granja, con sus arquitecturas singulares bastaría para identificar la vista como inglesa y no cubana. En general, diría que no hallé demasiadas variedades de verdes o azules, esos parches cromáticos que tanto obsesionan a muchos compatriotas. Yo, en lo personal, no creo en los nacionalismos, si bien me gusta distinguir las cuestiones que por historia, tradición o cultura hacen peculiares a las partes de este mundo.


Dos escenas del campo inglés me recordaron momentos de mi niñez y adolescencia, por esas maneras curiosas en que la memoria se activa con ciertas señales. Junto a una cerca clásica, tan de cuento infantil, las amapolas me llevaron a aquel programa Escenario Escolar de finales de los 70 y a una canción específica que decía “novia del campo, amapola”. Un árbol seco, solitario y desafiante, me recordó un casi olvidado poema de Antonio Machado. Sin embargo, ninguna de las asociaciones mentales sirvieron minutos antes para responder a la impertinente pregunta de una no-menos pedante señora sobre qué encontraba desagradable de Inglaterra.


Me digo que, al menos por cortesía, debo ensayar una repuesta para estos casos. La visita a Oxford fue fugaz, dependíamos del horario justo para llegar, dar la caminata y regresar. Apenas quedó tiempo para tomar el Earl Gray de rigor que nuestros anfitriones, todavía sudorosos y colorados, se apresuraron a beber. Yo opté por una cerveza, creo que para sobrevivir a una taza humeante cuando la temperatura roza los 26 grados, hay que tener una predilección sobrenatural por esta infusión o haber nacido en este país. Definitivamente, la invitación a un té en verano es lo que menos me gusta de Inglaterra.

lunes, mayo 14, 2007

Boleros esenciales para remover el alma


La primera referencia de Descemer Bueno me llegó a través de las canciones de Gema y Pável. Sabía que este músico cubano con base en Nueva York, no era sólo un excelente compositor sino un exitoso productor discográfico. Luego conocí su paso por Yerbabuena, aunque apenas pude acceder a lo que hacían. Cuando me llegó el disco Art Bembé, me sorprendió su notable acabado y comprobé que Descemer era en gran medida responsable de esta magnífica obra realizada bajo influencias muy contemporáneas. Eso sin desestimar el aporte de las voces de Gema Corredera y Pavel Urquiza.


Es curioso que para esa época, Descemer era ya uno de los principales creadores de la isla, además de un reclamado maestro para producir discos exitosos. En el 2005, la banda sonora de Habana Blues añadió más comentarios favorables a su currículum. Su Sé feliz iba camino a convertirse en lo que es hoy, un tema imprescindible en la cancionística nacional. Solo pude ver la película a finales del 2006, insertada en un Festival de Cine de América Latina en Londres; sin embargo, antes me había llegado una colección en la que varios artistas interpretaban boleros de Descemer Bueno.

En un principio me pareció raro que se incluyera este género, que casi no tiene compositores jóvenes, sobre todo si estos son más conocidos por creaciones donde prima la fusión y no por el seguimiento a ciertas pautas estilísticas propias del bolero. Pero luego de escuchar la compilación y reconocer a voces de consagrados como Manolo del Valle y Anaís Abreu, junto a otros como Haydée Milanés y la propia Gema, no me quedaban dudas sobre la autenticidad aquel puñado de canciones.

Aún no sé si llegó a editarse en formato de compacto, pues tras una rápida investigación descubrí que muchos de los temas habían formado parte inicial de otros álbumes grabados por mismos cantantes. Mas en el descubrimiento no había nada sorprendente. La manera en que la música circula en Cuba serviría para el argumento de una o varias novelas policiales, esas con muchas pistas y datos. Por obra y gracia del intercambio, es posible que uno termine teniendo acceso a grabaciones que no pasaron de una matriz discográfica.

Además, creo que todo el que trabaje en la Radio de la isla se contagia de cierta necesidad incontrolable de buscar y explorar lo que se hace musicalmente en el país, sobre todo si le interesa promoverlo en sus programas. Los mecanismos de distribución entre las disqueras y el Instituto Cubano de Radio y Televisión resultan tan desastrosos que mucho de lo que se produce en los estudios de grabación, nunca se da a conocer a través de la radio nacional o provincial. Por suerte, tanto en la capital como en provincias, hay realizadores que no se resignan a radiar solo lo que llega por “envíos” oficiales, siempre exiguos y anticuados y, por supuesto, parcializados en cuanto a ritmos y tendencias.

Por eso cuando el conocido bolerista Fernando Álvarez falleció en el 2002, no fue casual que no recordara haber leído nada referido al CD que grabara poco antes con el título de Sé feliz. Meses atrás, mi buena amiga Mercedes Borges me lo incluyó en uno de sus tradicionales “envíos” musicales. Desde la primera sesión, he vuelto más de una noche a este álbum de boleros tan tradicionales como modernos. Confieso que no tenía al cantante entre mis preferidos, aunque no dejara de reconocer sus excepcionales cualidades como intérprete, no por gusto calificado como “la voz del bolero” por algunos especialistas. Sin embargo, tras escucharlo en esta grabación, lo he puesto definitivamente en mi lista.

En Sé feliz, Fernando Álvarez se oye demasiado nasal por momentos, pero qué a tono con las letras desgarradoras y tiernas a la vez. Él canta, casi con el último aliento, con esa habilidad que acaban adquiriendo los boleristas para trasmitir emociones, sobre todo si se trata de baladas que, como se dice, acaban con uno. ¡Cómo logró adaptar el estilo más enérgico de sus clásicos de antaño a esa cadencia tan íntima que identifican los boleros de este compacto!

Sin duda, a ello también contribuye la melodía. Los arreglos remedan en ocasiones la sonoridad de las orquestas de los años 50 por la protagónica presencia de los metales y de esas trompetas que suenan como si fueran capaces de cortar de un solo tajo la noche, la soledad o el desamor. En otros momentos, es innegable el énfasis más contemporáneo en la orquestación, pues en medio de la melodía de fondo surge un solo más jazzeado, o más cercano al blues.

Es una pena que Sé feliz tenga un consumo underground, ya que no recuerdo que en el 2002 o en los posteriores, estas canciones se divulgaran. Ni siquiera, en mi memoria, logro ver el CD en los estantes de las tiendas de ARTEX, esos donde tantos discos pierden el color original de sus portadas como marca de envejecimiento ante la indiferencia de turistas desconocedores y la imposibilidad monetaria de los nacionales. Mientras tanto guardo mi copia como un verdadero tesoro sonoro y esperaré pacientemente a que esta última grabación de Fernando Álvarez se vuelva todo un clásico de la música cubana del siglo XXI. A Descemer Bueno le hago ya la reverencia correspondiente por su genialidad y le deseo muchos años de provechosa creatividad poética y musical.

sábado, mayo 05, 2007

Y el cine olía de pronto a ajo


Estuve hojeando y leyendo parte de las viñetas de El sabor de Cuba (Tusquets, 2002), de René Vázquez Díaz. Me enteré que este escritor cubano y villaclareño, quien vive desde más de 40 años en Suecia, es todo un apasionado por la cocina. Descubrí además que, antes de adquirir notoriedad literaria, trabajó durante un tiempo como chef en un hotel de Malmö.


A este libro tendré que volver por razones académicas, pues me interesa el papel que juega la comida como elemento de la identidad cubana. Las abundantes referencias a la familia de Vázquez Díaz, me han puesto a pensar en las historias que cada uno tiene, donde los alimentos se vuelven verdaderos protagonistas. Resulta que en ocasiones, la memoria de un acontecimiento personal no aparece de manera visual, sino que primero lo hace a través de olores, o sabores. Entonces es posible que, parafraseando a García Márquez, Abbas Kiarostami o Anh Hung Tran, sea más fácil acordarse del aroma de una fruta que comimos cuando puede que estábamos a punto de tomar decisiones trascendentales, que de la decisión en sí.

El cine, con sus imágenes, contribuye a que se recuerde mejor cierto sabor, o la importancia de determinada comida en nuestra existencia. Cuando vi El olor de la papaya verde, por ejemplo, me quedó la duda de a qué sabrían aquellas hebras blancas de la masa carnosa de la fruta bomba, cortadas con paciencia y destreza orientales, que luego se servían a manera de ensalada.
En mi caso, provengo de una familia que no se caracterizaba por la intransigencia culinaria de algunos cubanos, los que si falta en la mesa el obligatorio plato de arroz y frijoles, lo toman como señal de que el mundo está por acabarse. Las cocinas de las casas donde viví siempre fueron pequeñas, con poca capacidad para maniobrar, pero verdaderos laboratorios para experimentar con salsas y especias.

Eso sí, mis padres tenían bien claro dónde quedaban los límites. Durante el Período Especial, cuando ciertas plantas adquirieron sorpresivas potencialidades alimenticias, en casa no pasamos de ensayar la llamada pizza de yuca o la compota de plátano burro. Las demás “recetas” de la época fueron desdeñadas con un ¡Jesús!, dicho por mi madre y rematado con un ¡dónde se ha visto!, en voz de mi abuela.

Lo curioso es que las invenciones culinarias de los 90 sólo pudieron verse en el ambiente hogareño o escucharse en las ondas invisibles de Radio Bemba. Hacía años que Nitza Villapol envejecía alejada de la televisión nacional y la producción cinematográfica era tan escasa que no alcanzaba ni para mostrar qué comían los cubanos.

En aquel tiempo de alimentos escasos y recetas tremebundas, comenzamos a ir al cine, sobre todo a la Cinemateca en La Rampa, con asiduidad religiosa. A excepción de algún que otro concierto perdido y ante la poco atractiva oferta de los programas televisivos, la visita al cine era además de la más barata y asequible oportunidad para entretenernos, una experiencia educativa. No se enseñaba lo suficiente en la Universidad de La Habana, digo yo.

Cualquiera sabe por qué razones o caprichos del azar, según Serrat, durante el Período Especial se programaron ciclos excelentes de películas. “En saludo” al centenario del cine se proyectaron los cien mejores filmes de la historia, según una encuesta que situaba a El ciudadano Kane, El Acorazado Potemkin y Napoleón, entre los primeros diez. Luego se hicieron habituales los dedicados a grandes cineastas de los 60 y 70 (Antonioni, Truffaut, Altman, Kubrick, Ettore Scola y Claude Chabrol), a los cuales también íbamos con entusiasmo, pero nunca sin apetito.

Siempre he detestado a los conversadores en el cine, no sé si por una herencia familiar o gracias a la educación primaria de los 70 centrada en la disciplina. Aún hoy cuando la sala se oscurece y ruedan los créditos de apertura, se activa en mí un mecanismo de concentración que sólo disminuye si ocurren a mi alrededor demasiados incidentes sonoros.

Para ir a La Rampa siempre partíamos en pandilla. En dependencia de cuán interesante sonara la sinopsis del programa, o inminente fuera la entrega de un trabajo de clase, el grupo de cinéfilos se agrandaba o reducía. Ya sentados, seguíamos silenciosos el desarrollo de la trama. La paz se rompía cuando llegaba algún momento del filme que hacía referencia a vivencias cotidianas y alguien se veía obligado a soltar un chiste. Quiero recordar que pese al posible escándalo, procurábamos no llamar la atención. De todas formas, el público nunca era numeroso, así que por mucha risa que provocara la ocurrencia, pocas veces molestaba a los espectadores, situados quizá a la distancia de cinco o diez filas de butacas.

Sin embargo, cuando se ambientaban en el celuloide banquetes y cenas desbordadas, coloridas y apetitosas, nuestra tranquilidad desaparecía por completo. Viendo aquellas comilonas filmadas en los escenarios dieciochescos de un Barry Lyndon, o de una Noche de Varennes, o hasta más modernos como en Amarcord, o lastimosamente rústicos como en El regreso de Martín Guerre, teníamos la impresión de que las glándulas salivales perderían sus inexistentes válvulas de contención y nos dejarían a un paso de transformarnos en el perro de Pavlov, o en toda la perrera.

Bastaban frases como “¡mira para eso!”, “¡no es justo!” o “¡abusadores!”, para que la apreciación cinematográfica bajara a niveles mínimos y la posibilidad de soñar con semejantes bacanales, se instalara en nuestras mentes con preeminencia mortal. Por suerte las escenas pasaban rápido, lo que liberaba de culpa a los realizadores, ¿acaso eran responsables ellos de haber filmado en los 70 largometrajes que se verían en el contexto específico de una Cuba desamparada, desolada y hambrienta, dos décadas más tarde?

En 1991 Humberto Solás estrenó su versión de El siglo de las luces. En la cartelera del Festival de Cine de ese diciembre, la película tenía visos de superproducción, al menos para los austeros ideales de presupuesto que tendrían por aquel entonces los directivos del ICAIC. Fuimos a verla en el Cine Yara, que por tradición era uno de los focos del evento. Todo iba bien hasta que la cámara se detuvo en un mercado de plaza, ¿o era un almacén? En pantalla comenzaron a distinguirse los contornos de unas colosales ristras de ajo. Puede que fueran de atrezzo, lo cierto es que tras de la primera exclamación de sorpresa, la voz de “¡ajo!” corrió de un extremo a otro de la sala, y precedió a una carcajada relativamente general.

El hecho se me asemejaba a los puntos luminosos de la pantalla de un radar, en una sala de control de vuelos. Las intermitencias que indican la proximidad o alejamiento de un aparato aéreo ilustraban muy bien la manera en la que la palabra ajo se propagó por el cine. Hasta creo que, debido a la intensidad, alguien consiguió, a una velocidad tremenda y tal vez con un poquito de angustia, encontrar en su memoria el casi olvidado aroma del ajo. Aunque cueste creerlo, ese tan esencial condimento de la cocina cubana también escaseaba por aquellos años.

Los cines en Londres huelen a rositas de maíz, a gaseosas, a chocolatinas y, por la cantidad de basura que dejan los espectadores cuando termina la película, es mejor no deterse a examinar cuán aromatizada está la sala. De todos modos, no hay que abstraerse, los olores son "físicos", no imaginarios como en la sesión del Yara del 91. Y eso que cine no olía a ajo, sino a maní (¿tostao y garapiñao?). Los cucuruchos iniciaban su reinado como accesorio indispensable del certámen habanero. Hoy son tan identificables con el Festival de Cine, como el tema musical Desde la aldea, de José María Vitier, una melodía que siempre antecede a cada proyección en concurso y que también, evocadoramente, puede llenarnos la memoria de olores y sabores.