lunes, octubre 22, 2012

Nómadas


El escenario fue la ciudad alemana de Heidelberg, pero pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar de la Vieja Europa o en otras áreas de la geografía mundial que poco a poco van despojándose del adjetivo monocultural. En las salas del InternationalesWissenschaftsforum de la Ruprecht-Karls-Universität, situado en la calle principal del casco histórico, se celebró una conferencia auspiciada por el Grupo de EstudiosTransculturales de la universidad más antigua de Alemania. 

Pero más que de las sesiones, interesantes para quien sigue investigaciones vinculadas a las cocinas nacionales en este cambiante planeta, me sorprendieron las interacciones fuera del plenario. Los organizadores, tal vez previendo que este sería un encuentro académico relativamente pequeño (poco más de una veintena de participantes), se ocuparon de ofrecer espacios para conversar, degustar las especialidades locales e intercambiar experiencias e intereses investigativos.

Estaba por primera vez en Alemania, mi primer viaje como ciudadano europeo, rodeado de expertos para quienes aquello del lugar de origen no tenía ninguna importancia. Así me lo expresó A, alemana, esposa de un canadiense de origen jamaicano, para quien cualquier lugar del mundo bastaría para vivir, sobre todo si se tienen las condiciones que precisa un matrimonio con hijos pequeños. También me lo confirmó R, belga por su pasaporte o flamenca por la región dónde nació, en un español perfecto, saturado de manierismos cubanos o tal vez caribeños, pues Cuba y la República Dominicana son destinos habituales de sus viajes de investigación.

En español conversé también con R, ibérica, aunque por su dominio del alemán intuí que sería más internacional que peninsular. En efecto, vivió durante años en Bremen, allí aprendió el idioma, aunque ahora precise más del inglés para sus clases en la isla antillana de Antigua. Otra charla con P, gallega de origen, habitante de Nueva Jersey por adopción, me ilustró sobre los contrastes del sistema educativo norteamericano. En Orlando, Florida, donde se ubica su college, apenas utiliza el inglés para comunicarse, pues sus clases son de y en castellano.

Imaginé que en este universo actual, los humanos estamos más acostumbrados a pasar de un lado a otro, a itinerarios increíbles, como el la de la familia de D, con apellido hispano y fisonomía propia del subcontinente indio. Aunque lo que él llamaría “su casa” son los barrios de Toronto en los que creció, luego de que sus padres emigraran desde Trinidad y Tobago, país al que muchos años antes fueron destinados sus antepasados desde el Indostán.

No menos apasionante habrá sido la de D, de apellido italiano, a pesar de haber nacido en Bavaria, región a la que seguro viajaron sus ancestros, en la Europa que Saskia Sassen ha definido como el producto de siglos enteros de migraciones. O la de S, de padre alemán y madre indonesia, o la de M, berlinesa con predecesores en la antigua Yugoslavia. 

Es curioso que los representantes de tantas mezclas se habían reunido para conversar sobre las particularidades de las recientes de las diásporas de este siglo. Porque estos recuentos de desarraigos y repoblaciones no terminan con la historia de generaciones anteriores. Los humanos continúan empeñados en cambiar de territorios, ya sean obligados por las circunstancias o porque tengan el convencimiento de que es necesario partir. Sólo queda esperar que en el futuro estos movimientos de un lado a otro se conviertan en algo común y natural y lo “local” vaya quedando como una referencia al pasado. 

lunes, septiembre 10, 2012

Otra vez pensando en Cuba en Londres


En los años 80, la revista Somos Jóvenes, en aquel entonces una de las más seguidas por los adolescentes y jóvenes que, como yo, habitábamos una escuela interna, recomendó cien libros para la juventud. La lista, con sus claras omisiones (sólo incluían a los publicados en Cuba), se mantuvo durante esos años como una especie de guía para quienes buscaban un conocimiento mucho más abarcador que el que propiciaban aulas y maestros.

Y que conste, a pesar del lógico adoctrinamiento (eran todavía tiempos de la Guerra Fría) y la enseñanza orientada a la exaltación del socialismo como el mejor sistema posible, en aquellos años se premiaba al interés por indagar más allá de los programas y planes de estudios. Antes que preocuparse por cuán bien se dominara el “pensamiento” de históricos líderes revolucionarios, algunos profesores se interesaban más porque nos ocupáramos de la gran literatura o las historias interesantes y asombrosas que propiciaban las ciencias exactas, gracias a los volúmenes de Física y Matemáticas Recreativas del gran Yákov Perelmán.

Supongo que algunos tomaron la lista de Somos Jóvenes y decidieron, en el espíritu competitivo de aquella edad, leer uno por uno los libros seleccionados. Otros, con la holgazanería propia de la adolescencia y la sensación de que había demasiado tiempo en el futuro para todo, se consolaron pensando que muchos de los títulos de la lista serían incluidos en actuales y futuros cursos de Literatura Universal, Medieval, Española o Hispanoamericana. ¿Para qué apurarse entonces?

Entre las obras enlistadas había una que no apuntaba a elementales referencias literarias (al estilo de Cien Años de Soledad, Las Ilusiones Perdidas o La Ilíada), aunque sí se anunciaba de manera muy grandilocuente y ridícula: Decadencia y caída de casi todo el mundo. Su autor, Will Cuppy, resultaba un perfecto desconocido, incluso para entusiastas de la lista que uno encontraba en su círculo más cercano de la ESVOC Ernesto Guevara en Santa Clara, por supuesto, el sitio donde ocurrían todos los eventos en mi vida de escolar adolescente.

Lo que ese estudiante de secundaria desconocía era que aquel pequeño texto de tapa verde o blanca (según la edición que uno poseyera) se había convertido en una especie de libro de culto y en virtud de tal status, había desaparecido de la gran mayoría de librerías cubanas. Con el tiempo descubrí a más de una generación de humoristas visiblemente influenciados por la prosa y picardía de Cuppy, desde los Nos-y-otros Luis Felipe Calvo y Eduardo del Llano hasta el coterráneo Carlos Fundora.

Sin embargo, mi primer encuentro con el ejemplar ocurrió muchos años después de la publicación de aquella lista. Había leído fragmentos aparecidos en otras revistas o seriados en formato de historieta en la propia Somos Jóvenes, pero no había podido hacerme del texto completo. Sobre él conversé algunas veces con mi amigo Frank, que comenzaba a fanatizarse con la historia y sus grandes personajes. Hablábamos de la capacidad de Cuppy para entretener, para narrar de manera real tantos disparates cometidos en nombres de la fe o de las ideologías y nos preguntábamos, claro está, si todo lo que aparecía en las páginas de aquel librito sería creíble.

Al poco tiempo, Frank me sorprendió con un regalo, nada menos que The decline and fall of practically everybody, la edición de 1971, Instituto Cubano del Libro, la famosa de tapa verde, pues había otra, perteneciente a la Colección Cocuyo con portada y reverso en fondo blanco. Aquel libro, con una dedicatoria insuperable, como la que escriben los buenos amigos, fue motivo de lecturas y re-lecturas y de muchas tardes de incontables risotadas. Para mí sería el mejor antídoto para enfrentar el clima de desánimo e incertidumbre que ensombrecía La Habana y todo el país durante lo más especial del “Período”, según un poeta villaclareño.

Terminado el año 93 y concentrado en otras lecturas, Decadencia… pasó a ser un ejemplar de referencia en un lugar privilegiado del pequeño librero tras la puerta de la sala. Sin embargo, ahí no duró mucho. Mi primo Camilo lo descubrió en uno de sus viajes de avituallamiento a Santa Clara y se lo llevó con él para su apartamento en La Campana, en las lomas del Escambray. Y allá quedó también para ser leído y re-leído.

Una vez que intenté recuperarlo me fue prácticamente imposible. Camilo había quedado tan entusiasmado con las historias de Will Cuppy, que le resultaba inadmisible separarse de mi ejemplar. Por suerte, me topé con otro gracias al empeño de aquellos emprendedores libreros por cuenta propia de la calle Marta Abreu, cuando aún esa actividad no se había vuelto tan popular. Entonces se lo troqué a mi primo por el casi cuaderno verde con la dedicatoria de Frank que volvió a su puesto en el improvisado librero.

Luego le perdí la pista. Yo emigré y mi casa cambió de dueño. Algunos libros se salvaron, otros quién sabe dónde terminaron. Todo este preámbulo sirve para ilustrar la sorpresa que me llevé hace pocos días, paseando por el elegante barrio de Marylebone, que es famoso por sus boutiques y cafés exclusivos, pero también por una tienda de libros de segunda mano en la que se encuentran verdaderos tesoros literarios y musicales.

Allí, en la sección de humorismo, me topé con el viejo Cuppy. Al hojear el texto, comprobé que la tan entrañable edición cubana es sólo un fragmento de la que el escritor norteamericano consideró su obra maestra. En ella trabajó durante años, con la profundidad de un conocedor y la rigurosidad de un académico y es que, por muy cómico que parezca, ningún dato que ofrecen las viñetas del libro resulta desacertado.

Helena me lo compró, imagino que también con la curiosidad de quién ha escuchado más de una vez referirse a The decline… y justo a pocos pasos de la librería comencé a leer y a comparar. Quería comprobar si en el inglés original, el autor sonaba tan hilarante como en la versión cubana. Dos o tres carcajadas más tarde, no me quedaba ninguna duda.

Pensé que mi amigo Frank, sea cual sea la dimensión en la que se encuentre, estaría la mar de contento. 

miércoles, agosto 15, 2012

Londres olímpica: versión de una ciudad en movimiento

(Publicado en Diario de Cuba)

© Helena Soares
El pasado domingo 12 de agosto, una sinfonía de color y música puso fin a la trigésima olimpiada de la era contemporánea, celebrada en Londres. Tras los Juegos de la Austeridad en 1948, luego del desastre que significó la Segunda Guerra Mundial, la capital inglesa se preparó por tercera vez para organizar olimpiadas en una Europa que, a juzgar por el panorama imperante en el Viejo Continente, bien podrían llamarse los Juegos de la Crisis. Más de diez mil atletas de 204 países se concentraron en la ciudad para optar por las preseas de oro, plata y bronce, pero solo representantes de 85 naciones lograron alcanzarlas.

De cualquier manera, los alarmistas salieron más derrotados que quienes no consiguieron medallas. Estos juegos se adecuaban al habitual estereotipo de los británicos, reacios al entusiasmo. La queja es una actitud característica aquí, donde convergen las más disímiles tribus urbanas. Fallaron desde los que pronosticaron un caos total justo al primer día de competencias, hasta los que esperaban que colapsaran, según efecto dominó, el transporte público, los servicios de sanidad y que en el centro se aglomeraran hordas de turistas indisciplinados. Para rematar quedaba la siempre inoportuna sospecha de un atentado terrorista que impediría la normal continuidad del evento o su suspensión indefinida. No por gusto los juegos atraían una indeseable asociación con el fundamentalismo islámico. Sólo un día después del anuncio de la concesión de la sede, apenas transcurridas unas horas de que una multitud lo celebrara en la Plaza Trafalgar, Londres se unió a la lista de ciudades víctimas del terrorismo.

Sin embargo, aún en la primera semana, toda Londres y puede que hasta la Gran Bretaña, comenzaron a despojarse poco a poco de los malos presagios y decidieron, si es cabe semejante acción, disfrutar del espectáculo. Los londinenses, fuera de los miles de voluntarios uniformados de violeta y rojo que partían a animar las sedes de las diversas competencias, continuaron sus vidas con metódica normalidad. Mientras acontecían dramáticos torneos o parsimoniosos desafíos olímpicos, los puntos más neurálgicos del atareo londinense apenas mostraban alteraciones. Porque, claro, no se puede hablar de un “centro” en un Londres que crece y se divide en cuanto a barrios temáticos, solventes y depauperados. No obstante, la Calle Oxford, Leicester Square, Covent Garden y hasta el marchoso Camden Town, lucían semi-vacíos en estos días olímpicos.


Anfitriones, el antes y el después


En el 2004, la actuación británica se redujo a los éxitos de Kelly Holmes, los relevistas del 4x100, los ciclistas Chris Hoy y Bradley Wiggins, un jinete, dos tripulaciones de velas y un bote de remos. Cuatro años más tarde, el equipo británico llegó a Beijing con la indiferencia de los principales medios de prensa. Antes del 2008, las noticias sobre la mayoría de los deportes olímpicos ocupaban minúsculas columnas en las páginas finales de los diarios, mientras que el resto se llenaba con entrevistas, reportajes y moralizantes comentarios sobre fútbol, cricket, rugby, tenis, carreras de caballos o de automóviles fórmula 1.

Grandes cantidades de tinta apuntalaban la grandeza de un espíritu deportivo enraizado en tradiciones y anticuadas nociones de nobleza o localismos. Y siempre desde la perspectiva clasista que aún rige la nación inglesa, según la cual los niños de bien juegan al cricket, visten de blanco y compiten en inmaculados estadios de césped reluciente, mientras que los pobres tienen que conformarse con la vulgaridad de correr tras un balón blanquinegro acosados por igualmente vulgares espectadores.

Para sorpresa de comentaristas, la delegación regresó de Beijing con 47 medallas, diez de oro más que en Atenas y con el rompecabezas que significaba entender posible tal éxito. Por ejemplo, los dos oros de la nadadora Rebecca Adlington nadie los había pronosticado por lo imposible de que surgiera un campeón de natación si en la ciudad australiana de Sydney existen más piscinas olímpicas que en todo el Reino Unido.

De modo que tras el voto de confianza por el desempeño en el 2008, los británicos se prepararon para más sorpresas en Londres 2012. La preparación, no obstante, puede considerarse mesurada en un año en que Isabel II debía celebrar, por todo lo alto, sus seis décadas en el trono. Doce meses antes del comienzo, las vallas publicitarias se llenaron de aspirantes olímpicos. Algunos como Hoy y Jessica Ennis partían como favoritos en sus eventos; otros, como Liam Tancock y Phillips Idowu terminaron la olimpiada sin medallas. Peor fue el caso del vallista William Sharman, que ni siquiera llegó a integrar el equipo a pesar de que las gigantografías con su rostro todavía adornan algunas gasolineras en Gran Bretaña.


En la Olimpiada de las marcas y las grandes transnacionales, el “Equipo GB” logró adueñarse de una fuerte identidad corporativa, un símbolo que, con los colores de la Bandera de la Unión, fue apropiado por participantes y espectadores. Así lo mostraron en las competiciones de los días iniciales, cuando la exigua cosecha de medallas de oro parecía darle la razón a los escépticos de scones y té con leche. Así también lo agitaron en la segunda semana cuando el país se despertó sorprendido y hasta asustado de ubicarse en el tercer lugar en la tabla de medallas y de calificarse como una potencia deportiva.


Para cualquier analista formado en los tiempos de la Guerra Fría, cuando el deporte se usaba con fines políticos, ligado a esa débil construcción social que es el patriotismo, la actuación de los anfitriones viene a ser una continuidad. Para quien escuchó a los atletas británicos hablar de su preparación, de los triunfos y sobre todo de la amargura de fracasar cuando se esperaba tanto de ellos, los juegos fueron una simple oportunidad para pasarla bien y competir.

Habrá más de un interesado en teorías conspirativas que se atreva a descontextualizar eventos y a presentarlos como una estratégica labor de los británicos para despojar de medallas a contrarios más débiles. Es posible que otros se empeñen en demostrar que las victorias locales fueron pura casualidad. Quedará; sin embargo, una gran masa de voluntarios, londinenses de origen y por adopción, que cuando se apagaron las últimas luces del estadio tras la ceremonia de clausura sintieron que las palabras de Sebastian Coe agradeciéndoles el haber hecho posible Londres 2012 tenían un significado especial.


Héroes y heroínas de lidias y arenas


© Helena Soares
Como en pasados eventos similares, muchos deportistas llegaron con el adjetivo de superfavoritos, pero cada jornada, ante el empuje de adolescentes y la habilidad de vencer de los más experimentados, demostró la veracidad de aquel viejo refrán de que lo difícil no es llegar sino mantenerse. Se recordarán estos juegos como los probables últimos del nadador norteamericano Michael Phelps, pero su actuación estará para siempre relacionada con la de los no menos talentosos Yannick Agnel (FRA) y Chad Le Clos (RSA), quienes impidieron que la cuenta total de medallas del más laureado deportista de nuestros días fuese aún mayor.

De los adolescentes, la lituana Ruta Meilutyte se reveló como una excepcional pechista para quien el epíteto de campeona olímpica, a los 15 años, todavía no tiene una dimensión extraordinaria. El que sí no tendrá ninguna duda al respecto es el velocista jamaicano Usain Bolt, quien con otras tres doradas tras igual éxito en Beijing, se autocalificó como una leyenda. Legendario fue también el triunfo de la gimnasta Gabrielle Douglas, primera afro-americana en conseguir el título de máxima acumuladora, o del luchador uzbeko Artur Taymázov, campeón de lucha libre por tercera vez consecutiva, o de la esgrimista italiana Valentina Vezzali, quien se llevó sus medallas número 8 y 9 compitiendo desde Atlanta 1996.

No obstante, pese a la avasalladora imagen de los campeones, queda siempre la menos complaciente versión de quienes no alcanzaron lugares en el podio. Las pantallas reflejaron la representación de la derrota, aunque algo diferente ocurriera en la arena donde acontecieron los eventos. El caso del maratón es bien ilustrativo: un puñado de corredores que se aprestan a alcanzar la gloria, aunque esta en teoría corresponda solo a tres escogidos. Sin embargo, recompensa ver como los espectadores británicos, londinenses y visitantes, apostados a ambos lados de la enorme avenida The Mall, permanecían en sus puestos aplaudiendo y vitoreando hasta que pasaba el último deportista. Para ellos, la consabida sentencia de que lo importante es competir, justificaba todo el reconocimiento.

La celebración, más tarde, corría a cargo de los compatriotas residentes en la urbe británica, a veces tan hiperdiversa como para asociarla al resto de las ciudades inglesas. Porque cualquier deportista extranjero puede encontrar, si los busca, a entusiastas de su nación de origen en Londres. En estos días, así sucedió con las decenas de orgullosos seguidores que se reunían en la gradas, fuera de las diferentes sedes o simplemente aparecían por la calle, con la sonrisa y la bandera de su país anudada al cuello. Y estas podían ser símbolos familiares, como las de los antiguos dominios coloniales del imperio, ahora miembros de la Mancomunidad de Naciones (Kenya, Uganda, Jamaica); o exóticas y ajenas como las de Armenia o Timor Oriental.

La isla y los juegos

Sobre la actuación de los cubanos baste decir que la obtención de medallas resultó menos agónica que hace cuatro años. Dos títulos dorados en boxeo aliviaron la supuesta vergüenza de la capital china y complacieron a una afición todavía apasionada por esos aires de superioridad nacional tan socorridos en un ambiente de competición internacional. El super-pesado luchador Mijaín López, tal vez el deportista con mejores credenciales según la prensa especializada británica, volvió a demostrar por qué es el mejor en su categoría.

Y es que, a excepción de conocidos nombres del atletismo nacional, los miembros de la delegación cubana eran una verdadera incógnita. El por qué lo resumió la comentarista Nicola Fairbrother, de la BBC, cuando aseguró que los cubanos participaban tan poco en el circuito internacional que resultaba imposible emitir un vaticinio sobre ellos. Por muy bien que lucieran en las sesiones eliminatorias, se contaba con tan pocas referencias sobre pasadas actuaciones que escogerlos como favoritos parecía demasiado. Los del campo y pista, al menos los habituales en torneos internacionales como la Liga del Diamante, merecerían otro comentario. De cualquier manera, ningún seguidor de tales competencias esperaba una actuación descomunal de Dayron Robles, mucho menos el título como en Beijing. Quizá el revés de la capital china y el discreto, pero admirable desempeño en Londres, signifique que ya es tiempo de adaptar las expectativas nacionales de la isla a las realidades de un movimiento olímpico que no reacciona siempre según redundantes referentes culturales y geopolíticos.

Además, vale recordar que quienes compiten hoy, sobre todo los más jóvenes, fueron los niños y adolescentes del llamado Período Especial. Ellos nunca pudieron aspirar a la formación atlética de sus predecesores, a entrenarse en instalaciones modernas o elementales, a satisfacer necesidades nutritivas propias de su actividad o a contar con asesoría técnica extranjera, aunque esta viniera del campo socialista. Tampoco sacaron provecho del otrora eficiente sistema de alto rendimiento originado en un “área especial” de base, debido a que según avanzó la crisis, contaron cada vez con menos y menos recursos, a veces importados, pero otras tan de sentido común como el de tener una piscina, con agua, para entrenarse todos los días. Cuando estos niños promesas despuntaron en sus disciplinas, se encontraron también sin muchos entrenadores, esparcidos ahora por varias naciones ya fuera siguiendo un proyecto personal, o alguna alocada o consciente misión a lo internacionalismo proletario.

Pero en la Mayor de las Antillas, las estructuras deportivas tampoco escapan al anacronismo imperante en las demás esferas de la sociedad. Tal vez la ausencia de nacionales en las competiciones por equipos, en otro tiempo fuente de incontables premios y emociones, quede como el mejor ejemplo de que los proyectos colectivos cubanos pasaron a mejor vida. Lógicamente, algunos cuestionarán tal sentencia, apelarán a la casualidad, a la pretendida injusticia de la clasificación y puede que tengan razón. Sin embargo, si algún espectador curtido en los torneos de los ochentas observó con detenimiento los partidos de volleyball femenino, dos posibles dudas le vendrán a la mente: o las “Morenas del Caribe” andan muy necesitadas de una potente dosis de amor propio, de ahí su ausencia, o el nivel del juego de net y pelota ha decaído extraordinariamente.

© Helena Soares
En los setentas cuando aún no eran tan frecuentes los escándalos por dopaje, la frase “el extra de los campeones” resumía el complemento esencial que garantizaba cualquier hazaña deportiva. Se precisaba de una excelente forma física, de visualizar el triunfo como una actividad natural, pero dado el nivel de la competencia –Juegos Olímpicos- cualquier esfuerzo extra era primordial. Si algo distinguió a los anfitriones y pocos cubanos mostraron, fue el ansia de competir y ganar: competir como un premio al desgaste previo, a las jornadas interminables de entrenamientos, pero con el beneficio de pasarla bien; ganar, como el mayor estímulo a una decisión personal y autoindulgente, por mucha presión que hubiera para que los británicos se lucieran en casa. Aunque para vencer a este nivel, la victoria no puede dejarse a la providencia, al criterio subjetivo de un panel de árbitros y jueces, hay que desearla más que nada.

En la clausura del evento, entre los reflejos coloridos de los miles de focos y al compás de un repertorio representativo de la producción musical británica, podían verse tímidas banderitas cubanas siendo agitadas por manos perdidas en el concierto gestual de los deportistas. Habrían sido más si a los nacionales no los forzaran a regresar a la isla una vez terminadas las competiciones en las que toman parte.

Para un cubano nacido a inicios de los 70, con vagas memorias de la Olimpiada de Moscú, privado de disfrutar las dos citas estivales siguientes, los Juegos Olímpicos de Barcelona seguirán siendo una referencia demasiado fuerte como para calificar estos de Londres “los mejores de la historia”. Para un londinense por adopción, no obstante, estas poco más de dos semanas sirvieron para añadirle a la ciudad el mérito de agrupar a entusiastas de todo el mundo que la despojaron de ser simplemente el mero espacio de mi acontecer cotidiano. A gente se vê no Rio!

sábado, noviembre 12, 2011

Era sábado...


Ah, la nostalgia, esa vil y traicionera conocida. Cuando ya crees que estás vacunado contra su influencia y sus intempestivos ataques, te sorprende otra vez con un golpe bajo. 

Así pasa, esperas que amanezca, te aguarda un sábado doméstico, una jornada de limpieza que comienza con Irakere de background y Bacalao con pan. Cómo es posible, te cuestionas, ¿esto fueron los setentas?

Prosigue la mañana. Tú en control total, la energía hasta parece que quita ella misma el polvo y la suciedad. Hasta que descubres que no has escuchado en su totalidad ese kilométrico CD mp3 que un amigo te quemó antes de despedirse y volver a la isla, ese compacto que no tiene mejor nombre que el de Cuba a pulso. 

Pasan pistas y pistas, sale Carlos Varela, Free Hole Negro, Kelvis Ochoa, Orishas y ese muchacho que canta como si fuera Frank Delgado. Todo fluye, el otoño ocurre afuera, donde no llega la algarabía. 

Entonces, en medio de la jornada te descubres ridículo y envejecido sosteniendo la fregona como pie de micrófono, vociferando junto a Polito Ibáñez su Diagnóstico de siglo y pensando si alguien le importa aún aquello de “la política eclosiona tu cerebro en espiral”. Los vecinos, allá ellos. 

¡Clásico!, por un momento, sucumbes a tu historia personal, a alguna tarde perdida del 93, o del 99, o del 2003, las fechas previas a lo que sabes, el antes y el después. Pero es solo un instante, otro mp3 ya suena en tu tan soñado y nunca mejor apreciado equipo SONY. 

Y hay que hacer de tripas corazón sobre todo porque recuerdas que están por aparecer Xiomara Laugart, las pistas del segundo Querido Pablo y tú sólo quieres música de fondo. Con todo lo que falta por hacer, la única que quisieras que tocara a tu puerta es aquella Teresa a la que le cantó el gran Arsenio Rodríguez. 

¿Buena Fé? ¿a esta hora? Tecla skip. Edesio Alejandro y Adriano Rodríguez, lo que faltaba para entrarle al baño con fuerza. Agotado, contemplas tu obra, casa presentable, la mujer puede quedarse orgullosa; las feministas, realizadas. 

La música sigue, la vida también, reflexionas mientras degustas tu merecido sándwich y los de Habana Abierta proponen los primeros acordes de aquella historia tan graciosa y dramática que se inicia con: se compró un pantalón, un perfume matador, era sábado...

lunes, octubre 24, 2011

Fantasía Lusitana




Uno de los méritos de Fantasía Lusitana, documental de Joao Canijo, es haber conformado la narración de una país ficticio. La dictadura salazarista, a través de un eficiente uso de los medios de propaganda, se encargó de conformar una idea de Portugal que, como el título del documental revela, resulta pura ilusión. Bajo el argumento de la neutralidad y de que tal política de Salazar “salvó” al país de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se pretendió una idea colectiva de autocomplacencia y un mensaje de agradecimiento al dictador como salvador y líder de la nación.


Canijo ha creado un documento casi etnográfico de la vida portuguesa y sobre todo Lisboeta, durante un año crucial para el país y para Europa. En 1940 Lisboa fue el centro de estadía y tránsito de miles de judíos europeos cuyos países habían sido ocupados por la Alemania nazi. La sociedad del Estado Novo, tradicional y pacata como la que más, de repente se tornó cosmopolita. El país más occidental de Europa descubría, sin embargo, la falsedad de tal aseveración pues la otrora Lusitania, empobrecida y casi feudal, compartía con el Viejo Continente solamente la realidad geográfica de ser parte de él.

Para quienes llegaban desde otras naciones centroeuropeas, cunas de imperios y de nacionalismos modélicos, Portugal era una realidad contradictoria. A pesar del aún notable poderío colonial, la nación y hasta la propia capital resultaban sitios de una pobreza desconocida.

El relato de escritores llegados a la ciudad a orillas del Tejo constituye la mejor crónica de ese desencuentro y así lo muestra el cineasta portugués. Intercalados con una asombrosa colección de fotografías de la época, los textos de Alfred Döblin, Erika Mann y Antoine de Saint-Exupéry detallan, con la pericia de un observador foráneo, la no menos peculiar paz de una nación neutral en un continente que comenzaba a despedazarse.

 Dos estrellas del cine alemán, Rudiger Vogler y Hanna Schygulla prestan sus voces a las narraciones de Döblin y Mann. Ellas relatan lo caótico del encuentro, de las calles lisboetas repletas de transeúntes apurados, casi todos hombres, como era lógico en una nación tan machista. A primera vista parece un escenario idílico: hoteles y cafés llenos de visitantes que dejan a la ciudad en una cacofonía nunca antes vista. En 1940 los cafés de la rivera o de la costa de Estoril mostraban una vida cultural tan rica como las de Viena o Berlín durante décadas anteriores. Tras esa diversidad coyuntural se escondía un país de economía deficiente y pocos prospectos de desarrollo, pero “en paz” y de “buenas cuentas”, un país estable. De ello se encargaban la policía política y el impresionante catálogo de imágenes que la dictadura creó para reforzar esa idea de l Portugal perfecto en el mejor de los mundos posibles.

Para colmo de la representación mediática, 1940 es el año de la Exposición del Mundo Portugués, donde se exhibirán las conquistas del imperio. Para contrastar con una Europa que sufre los embates de los blitz (bombardeos aéreos), el desespero y la escasez, Lisboa se convierte en el pabellón expositivo por excelencia. En las márgenes del Tejo se montan, cual salas de un museo viviente, aldeas guineanas, casas timorenses, se traen elefantes asiáticos de las posiciones coloniales de Goa y se exhiben también sus habitantes exóticos, conscientes de la grandeza de la metrópolis, un país en el que “manda quien puede y obedece quien debe”.

La utilidad de este documental resulta inobjetable en un país en el que todavía no se ha hecho la reflexión colectiva sobre el régimen salazarista. Joao Canijo ha optado por exponer sus argumentos de la misma manera que en otro tiempo fueron usados con un fin muy diferente. A través de los filmes con los que la dictadura de Salazar intentó convencer, sobre todo a los portugueses que podían verlos, de la grandeza del país, pueden ser ahora re-apropiadas por un espectador más crítico. Fantasía Lusitana es también un testimonio contra lo que no se puede olvidar o suplantar por una versión editada de la historia nacional. Está claro que todos los regímenes autoritarios se obsesionan con el pasado, con modos de presentar los hechos ocurridos siempre en una luz favorable. En este sentido, la anécdota de Canijo sobre un profesor de historia de su hijo vale como referencia. Según el treintañero instructor, “de Salazar podía decirse lo que se quisiera, pero sus políticas salvaron a Portugal de la Segunda Guerra Mundial”.

Espero que Fantasía Lusitana abra una expectativa en torno a la historia reciente de la dictadura salazarista y sirva al menos para dinamizar espacios de debate en la sociedad portuguesa actual. A más de 40 años de la muerte del dictador, creo que todavía es preciso conversar sobre ese tiempo pasado cuando el país, para muchos, era una miniatura de nación estable y tranquila. Lo que sorprende y asusta un poco es que aún hoy los medios portugueses, sobre todo los estatales, no se diferencian mucho de la autocomplacencia con la que los propagandistas de Oliveira Salazar retrataban la difícil realidad lusitana.

viernes, julio 15, 2011

Cize, para los amigos.

Leí por primera vez sobre Cesária Évora en 1994, justo el año en que comenzó a ser famosa. Una amiga habanera me envió un paquete con “informaciones culturales” (algunos ejemplares de El País, de la desaparecida y excelente revista argentina La Maga y folletos sobre actividades y eventos que preparaba la Casa de las Américas. Al año siguiente me convertí en un oyente habitual de Radio Exterior de España y gracias a su Diario Hablado Cultural, pude seguir la naciente carrera internacional de la caboverdiana, al menos por un tiempo.

Otra amiga, a inicios del 2000, me envió su disco São Vicente di Longe, pero siempre me quedé con aquello de buscar el álbum que la lanzó y sobre el que había leído en 1994. Me lo regalaron en el 2002, doce años después que saliera. Para esa época estaba más familiarizado con la morna y el quehacer musical de La diva de los pies delcazos.

Pasaron ocho años para que asistiera por primera vez a uno de sus conciertos. En mayo de 2010, Cesária estuvo en el Barbican, mi teatro favorito para los conciertos londinenses. Confieso que a pesar de haber leído un poco más sobre la cantante, la experiencia de verla superó todas las expectativas. En lo que había consultado, siempre sobresalía su sencillez, pero imaginaba que se trataba de la explicación lógica de observadores occidentales acostumbrados a tratar con otro tipo de “divas”, que siempre se asombran al descubrir a alguien tan de carne y hueso.

El concierto del Barbican fue sencillo. Para Cesária Évora sería uno más, sin que el hecho de que ocurriera en Londres o Nueva York resultara particularmente importante. Ella se limitó a cantar, indiferente a la reacción de un público que la ovacionaba al término de cada canción. La fama, en su caso, se lleva tan a la ligera que resultaba inexplicable. Cesaria es una diva singular, campechana, segura de que su lugar en el escenario, por primordial que sea, se limita a dejarse escuchar. Y cuando supone que ha cumplido su función, basta decir ya y regalarle al público un gesto que confirma también el final.

Si la sobriedad de Cesaria en el concierto del teatro londinense me sorprendió, la otra sencillez, el modo en que lleva su vida, me dejó sin palabras. Lo comprobé tras ver el documental que la televisión estatal portuguesa RTP y Lusáfrica exhibieron el pasado 17 de septiembre. Los realizadores se trasladaron a São Vicente para descubrir la verdadera Cesaria, aunque aclaro que hay mucha diferencia entre la cantante famosa y la más conocida habitante de la isla caboverdiana.

Fuma incontrolablemente. Es rara la escena en que no aparece con un cigarro en los dedos. El documental se detiene en un momento de una actuación en Tel Aviv en el 2009, cuando ella se dirige al público, siempre en criolo, para anunciarles que los va a dejar con sus músicos para “un cigarrillo”. Lo fumó allí mismo, delante de los espectadores.

En São Vicente, Cize (como la llaman todos) gusta de pasear en auto por las noches. Su chofer y quién la acompaña, la llevan por las calles oscuras de una ciudad que apenas tiene vida nocturna, y donde los que le salen al paso le muestran la misma familiaridad de siempre.

Puede que en las grandes urbes europeas la traten como la superestrella que es, la cantante que desde 1994 se convirtió en una leyenda musical que llena los teatros más famosos. Sin embargo, en Sao Vicente, Cize parece una habitual señora de pueblo, conocida y reverenciada por los vecinos que la saludan al pasar como harían con alguien a quien han visto toda la vida, ocupada en simples tareas cotidianas.

Los recorridos nocturnos de Cesária sólo tienen una función placentera. Quizá se trata de la misma ruta que recorría a pie veinte o treinta años atrás. Y cualquier paseo puede tener un fin inesperado, como el de la escena en que la comitiva se detiene en casa de una conocida a comprar unos kilos de frijoles para la feijoada del día siguiente.

Fue en París donde comenzó la fama de Cize y es la ciudad en la que todavía tiene sus sitios preferidos, como la tienda donde compra sus trajes para las presentaciones o la peluquería en la que le trenzan y extienden el cabello. Son dos establecimientos poco glamorosos, si se piensa en los lugares hyperexclusivos que una artista de su talla debiera frecuentar. No obstante, son tan de ella como cualquiera de los sitios de Sao Vicente. Cesária es tan fiel a su vestuarista y peluquera como cualquiera de quienes la siguen en sus conciertos. Como ella misma dice, si tiene tantos fans, lo más lógico es tornarse fan de otros. Así de terrenal y espontánea es la vida de esta celebridad local y africana.

Tengo una teoría personal de que en la sencillez está la grandeza y Cize es un buen ejemplo.

sábado, julio 09, 2011

Vidas al norte del paralelo 38


De Pyongyang recuerdo pocas imágenes, (aunque esto es más generacional que otra cosa) casi todas relacionadas con las transmisiones del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. El verano del 89 fue la mejor oportunidad que los norcoreanos encontraron para mostrarle al mundo, al menos así lo creyeron durante unos días, el "milagro" del país comunista asiático. En las ceremonias de inauguración y clausura, miles de coreanos se agruparon en composiciones gimnásticas que han hecho famosa a la porción norte de la península coreana.

Puede que los norteños se esmeraron tanto en aras de contrarrestar el éxito comercial de las Olimpiadas de Seúl. Un año antes, los Juegos Olímpicos abrieron infinidad de puertas para el comercio, el intercambio cultural y sobre todo, para el despegue tecnológico que a la larga convirtió a la capital sudcoreana en la ciudad mejor conectada del mundo. De cualquier manera, los cubanos no fuimos espectadores de ese desarrollo, como tampoco de las competiciones de 1988, que privaron a muchos atletas de la isla de convertirse en campeones olímpicos por primera vez. Sin embargo, en la televisión nacional no cesaron de transmitir las imágenes de Pyongyang y los preparativos del Festival.

Para alguien habituado a imágenes caóticas de compatriotas apurados, Pyongyang parecía una ciudad perfecta. Los rascacielos socialistas sobresalían en inmensas avenidas sin tráfico. Según decían, los coreanos preferían el metro, aunque en realidad pocos podían darse el lujo de tener un automóvil. En las calles apenas se veían rastros de basura o escombros, tan diferentes a las escenas que un año antes había presenciado en Monte y Reina, y que seguirían caracterizando muchas estampas habaneras de los próximos cinco años.

De la capital norcoreana apenas supimos más en los años siguientes, a no ser por los relatos comedidos de nuestra colega Che-Jong Hee, hija del agregado militar en la embajada habanera, que cursaba estudios en nuestra facultad y era, de lejos, la extranjera con el mejor español posible. Me pregunto a veces qué habrá sido de ella al cabo de 20 años. Nunca escuché nada más de la RPDC. A pesar de los supuestos vínculos entrañables, las informaciones sobre la nación asiática era tan raras como los reportes que los noticieros nacionales escogían para referirse a los cambios en la Europa del Este.

Cuando gozaba de la “miel del poder”, el hoy casi olvidado Roberto Robaina, accedió a un encuentro con los estudiantes de la Facultad de Periodismo. Eran los tiempos de Súmate y Stoy contigo, resumidos por aquella frase tan incierta como lo que vendría: 31 y pa’lante. El futuro canciller-futuro defenestrado públicamente, llegó decidido a promocionar su tremenda campaña para dotar a la Unión de Jóvenes Comunistas de una nueva identidad visual.

En un momento de su larga intervención, le dio por teorizar sobre el carácter nacional. Puso énfasis en la innata desorganización de los cubanos, en cuán falso resultaba una común aspiración al orden. Para ejemplificar su comentario aludió a esos esfuerzos de maestros de primaria cuando sacaban a sus alumnos a la calle y esperaban que caminaran ordenaditos y sin chistar; “como si fueran coreanos”, bromeó el entonces Primer Secretario.

Con la muerte del “gran líder”, las novedades norcoreanas dejaron de ser escasas para volverse inexistentes. Nada se habló del período que siguió en el país, cuyos habitantes se enfrentaron a una terrible hambruna que según afirman algunos, provocó la muerte de al menos 1 millón de personas. Mientras tanto, tal vez inspirados en la idea Juche, el gobierno del “querido camarada” se ocupaba de estúpidas escaramuzas militares con los vecinos del sur.

Fuera de Cuba, como es lógico, cualquiera puede informarse de cómo funciona la RDPC y se vive al norte del paralelo 38. Aunque, a decir verdad, las noticias son limitadas, a no ser las que especulan sobre el posible destino de sus arsenales nucleares. Poco se sabe sobre cómo viven sus ciudadanos de a pie.

En el mes de junio de 2010, la periodista Sue Lloyd-Roberts de la BBC realizó una serie de reportajes sobre Corea del Norte en los que intentó precisamente eso: revelar, de algún modo, la vida cotidiana. Siempre vigilada por oficiales y por su traductor, Lloyd-Roberts trató de desviarse, sin mucho éxito, del guión que le impusieron. Así pudo filmar las tímidas aperturas a la propiedad privada en el país más cerrado del mundo y captar el evidente descontento de sus guías ante una realidad que no pudieron ocultarle.

La periodista británica también fue llevada a una granja a pocos kilómetros de la capital y visitó la casa de uno de sus trabajadores. Allí la recibieron con una mesa llena de manjares típicos y hasta con frutas exóticas: plátanos. Difícil creer que lo que se mostraba correspondía a las provisiones habituales de un simple hogar norcoreano, pero sus entrenados anfitriones respondieron que se trataba de una ocasión especial, el cabeza de familia cumplía 60 y se retiraba.

La escena me resultó demasiado familiar, no sólo por el sinfín de chistes que aludían al NTV como el único lugar donde se veían viandas y vegetales a inicios de los 90. Experiencias similares a las de Lloyd-Roberts fueron narradas por el escritor Félix José Hernández hace unos años. Sin embargo, los reportajes de la BBC se transmitieron con el testimonio de refugiados norcoreanos viviendo en Corea del Sur. La posibilidad de que existieran personas que hubieran escapado la mayor cárcel del mundo me asombró sobremanera.

Hace poco leí la historia de Rhee Kyong-mi y su accidentado escape de la dividida nación en la que nació en 1990. Rhee vive ahora en Sudcorea y asiste en Hanawon a un centro por el que pasan los recién salidos de la RPDC donde les enseñan a hacer compras y a usar un teléfono móvil. Además de las acciones del día a día, Rhee y el grupo de refugiados que el centro acoge, son observados por un equipo de psicólogos y sociólogos. Centros similares existen en Corea del Sur, con el objetivo de preparar a los recién llegados a enfrentarse al modo de vida sudcoreano, a las tiendas y supermercados abastecidos, a la efectividad del transporte público y a las tecnologías de la información.

Salir del Corea del Norte es casi tan difícil como los proyectos de viaje que mis compatriotas inventan y, así y todo, realizan. Para llegar al sur, Rhee tuvo que escapar a China, donde trabajó en un centro de llamadas eróticas destinado a clientes sudcoreanos. Sin embargo, al poco tiempo fue denunciada a las autoridades y deportada. Sobrevivió a un campo de trabajo para “contrarrevolucionarios” hasta que su hermana, que había huido años antes, consiguió el dinero suficiente para que un “protector” sobornara a los guardias y facilitara su escape a China. De ahí fue llevada en bote, y a veces a pie, hasta Tailandia y finalmente vía aérea a Seúl. El viaje costó unos diez mil dólares.

De todas estos recientes relatos sobre Corea del Norte, la existencia de estos centros me ha parecido lo mejor. Puede que estos hayan surgido de un razonamiento simple y terminante: la vida al norte del paralelo 38 dista mucho de ser eso, vida, y las maneras de convivencia anteriormente aprendidas por quienes logran escapar sirven poco en el lugar de acogida. Antes que ponerse a debatir las bondades del comunismo norcoreano, los organizadores de estos centros optaron por soluciones prácticas. Se trata de potenciar un proceso de aprendizaje que sea lo menos traumático posible.

Salvando las distancias, muchos compatriotas se beneficiarían de centros como este, aunque las experiencias migratorias difieren y en algunos países los recién llegados deben obligatoriamente pasar por instituciones similares a las sudcoreanas. Sin embargo, creo que sus proyectos personales y nivel de autoestima mejorarían mucho, sobre todo en los primeros años, si siguieran un proceso gradual de adaptación al nuevo país, si se dedicaran a comprender las instituciones y la sociedad, la cultura y las costumbres y los deberes cívicos. Y no es que los recién llegados desde la isla no posean nociones sobre todo esto, pero la vida cotidiana demuestra que el conocimiento anterior precisa de una revisión. No hay dudas de que algunos la harán más conscientes que otros, y esos, como Rhee, encontrarán su nueva vida más provechosa, aunque para la gran mayoría de habitantes del planeta su tierra de origen siga siendo una gran incógnita.

viernes, septiembre 11, 2009

¿Que veinte años no es nada?


La primera semana de septiembre de 1989 distó mucho de la imagen que tenía sobre lo que serían los estudios universitarios. El contraste no se estableció en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana donde –a pesar de las habitaciones señoriales y las escaleras de mármol- las aulas no se diferenciaban mucho de las del pre. Lo diferente y desesperanzador resultó el cuarto del piso catorce de la Residencia Estudiantil Mario Escalona donde nos ubicaron.


Meses antes, luego de los trámites de la matrícula, mi amigo Frank y yo habíamos admirado los edificios de la calle 12 esquina a Malecón, donde nos tocaría vivir parte de la experiencia habanera. Desde afuera nos habían parecido espectaculares. Las dos torres que se alzaban casi al final del Vedado representaban un radical cambio de estética si las comparábamos con los albergues del IPVCE.

Pero si la excitación y expectativa eran notables en aquel día de agosto, un mes más tarde se convirtieron en desilusión e incertidumbre. La mayor sorpresa no fue encontrarnos sin puertas la habitación que nos asignaron, sino las camas sin colchón. Imagino que en el año 89 la matrícula de la U.H. sobrepasó los límites de una residencia como 12 y Malecón y quizá por eso nos tocó vivir en un área que nunca antes había tenido literas y taquillas.

Los colegas la llamaban “la autopista”, porque todos pasaban por allí. Ellos arribaron temprano y se adueñaron de lo poco disponible. Cuando nos tocó el turno a Frank y a mí, sólo quedaban libres dos tablas de cartón de bagazo. En ellas dormimos aquella noche debido al cansancio de haber pasado la anterior viajando por la verdadera autopista, la nacional, y la mañana y la tarde en los ajetreos propios de la matrícula.

Apenas recuerdo las clases iniciales, por suerte introductorias o lo que es lo mismo, intrascendentes. Nuestra primera lección nos la había dado La Habana y quizás inconscientemente entendimos que debíamos organizarnos si al final deseábamos conquistar la ciudad o al menos volverla menos inhóspita. Mientras tanto hacía falta un respiro y todo el aire que soplaba en la capital, ya fuera bajando por 23 rumbo a La Rampa o a lo largo del Malecón, no era suficiente.

Antes que pasar la mañana familiarizándonos con la casona de G, preferimos entonces llegarnos hasta la Terminal de Trenes y garantizar el pasaje de regreso. Confieso que en algún momento pensé en abandonarlo todo. Siempre mis comienzos escolares han sido difíciles y en esos días preparatorios en los que la capacidad de resistir comprueba sus límites, el abandono es una idea recurrente. Luego de una noche sin colchón, con toda la ropa en los maletines, pues no teníamos dónde ponerlos, las perspectivas de pasar todo un curso en tales condiciones no eran muy halagüeñas que digamos.

Para más desgracia –sí, creo que era la palabra cierta -cuando volvimos por la tarde a la habitación descubrimos que nos habían robado las tablas. Y así, añadiéndole cuotas al desánimo, terminamos Frank y yo dispersos por La Habana ante la cruda realidad de tener que dormir en el piso. Él recaló en casa de un familiar en Marianao; yo, en la casa de mi tía del Vedado, en el apartamento de sólo un cuarto que me parecía enorme en las vacaciones de mi niñez y que en aquel 1989 debía acomodar a otras siete personas.

No recuerdo si los colegas de 1er año de Periodismo tendrían experiencias similares. Todavía en los días iniciales del curso las presentaciones no eran tan espontáneas como para que unos y otros nos relatáramos “intimidades”. Sin embargo, puede que no fuera sólo el azar, sino también el contexto lo que impidió mayores acercamientos. Supuse que quienes articulaban sus coherentes discursos sobre por qué habían decidido ser periodistas dormían en lechos confortables.

Con la certeza de que era jueves y el viernes en la noche viajaríamos de regreso al hogar, el tercer día de aquel comienzo parecía más llevadero. Un arranque de reivindicación nos hizo olvidar las clases programadas y nos aparecimos en la oficina del director de 12 y Malecón dispuestos a que este le encontrara una solución a nuestro calvario y sobre todo, que nos proporcionara sendas camas.

Tal vez la prontitud con que nos cambiaron el status de palestinos a habitantes oficiales de un cuarto no debió sorprendernos. Hasta esa fecha no conocíamos otra realidad que no fuera la cubana y estábamos acostumbrados a sus a veces desalentadores fallos. De modo que era muy posible, como en efecto ocurrió, que mientras algunos cuartos como la ya citada autopista estuvieran abarrotados de estudiantes, otros esperaban pacientemente por nuevos inquilinos.

Gracias a la gestión inmediata del director nos trasladamos del piso catorce de un edificio al diecinueve del otro. Las diferencias entre uno y otro eran abismales. El roce internacional lo aportarían tres becarios de la República del Congo con quienes compartiríamos la nueva habitación. Comparado con el hospedaje anterior, el 19 lucía esplendoroso, con huellas más o menos frescas del verdadero confort que el edificio debió exhibir en La Habana de los 50.

Sin embargo, para dormir en las nuevas literas debimos esperar una semana más. Aún sin la angustia de tener que procurar un techo, ya habíamos resuelto retornar a la provincia para quizás un último avituallamiento de protección y cariño.La primera estancia en la capital fue fatigosa, aunque en aquel septiembre era difícil pronosticar la cantidad de acontecimientos que todavía ocurrirían en nuestra islita y en el mundo en 1989 que se añadirían al cansancio.

Las dificultades abundaron en ese curso 89-90, con todos los golpes que la historia le propinó al llamado socialismo real. Complejos también resultaron los siguientes períodos que conformaron uno mayor llamado eufemísticamente especial. Cuando me gradué en el 94 mi amigo Frank ya no estaba para compartir las posibles tribulaciones que nos tenía reservada la vida laboral, un absurdo incidente acabó con su vida a inicios del también terrible 1993.

Mucho tiempo después, conversando con una amiga colombiana coincidimos en lo frecuente que mis compatriotas utilizaban la frase de “no e’ fácil” para referirse a las mil y una situaciones del día a día en la isla. Estábamos otra vez en la fase inicial de un tiempo, los albores del siglo XXI y en La Habana la vida seguía siendo difícil para una gran mayoría.

Por casualidad mi amiga se hospedaba en una recién restaurada edificación convertida en hotel para periodistas a pocos pasos de mi antigua facultad universitaria. Hacía casi una década que no pasaba tan cerca de la emblemática casona y el recuerdo de mi primer curso allí desplazó todos mis pensamientos de la noche. No fue fácil comenzar aquí, pensé. Por suerte los amigos que hice en aquellos semestres se ocuparon de hacer la estancia menos dura y algunos, los más entrañables, convirtieron la complicidad en un acto simple y cotidiano. De eso, entre otras cosas, se trataba la vida hace 20 años.

miércoles, mayo 13, 2009

Resumen de observación no participativa


Lugar: Parada cerca de la Estación de Swiss Cottage (Noroeste de Londres)

Hora: 2 p.m. (Una hora antes de que mataran a Lola, evento que viene a propósito con el tema que se discutirá)

Objeto de observación: Dos mujeres de raza negra que esperan por un ómnibus y conversan en un idioma que parece español de la isla (El observador duda, hay cierto regodeo en las vocales que lo confunden, lo halla más parecido al acento puertorriqueño).

La acción: Prosigue la espera, pasan dos rutas que no son las que escogen ni el observador ni las observadas, que también sostienen un coche en el que un mulatico de poco más de un año cabecea adormecido. La conversación continúa, hace un sol inusual en esta tarde londinense y la escena bien podría estar ocurriendo en algún lugar del Caribe.

El observador se mantiene alerta, no quiere interferir en la escena, ahora que las dos observadas han aumentado el ritmo y las palabras se suceden a intervalos más cortos. No obstante, el observador duda. Una de las observadas mira hacia la información impresa en la parada, hacia la calle que está llena de autos, pero no de los aguardados autobuses rojos de dos plantas y exclama:
¿Cuándo pinga va a venir la guagua esa?

Al observador no le quedan dudas, teoriza que la nacionalidad puede expresarse a veces sólo con una palabra.

¡Y en eso, su espera concluye!

jueves, enero 15, 2009

Lecciones de Historia: Curso 87-88


Recuerdo 1987 como el año de la Perestroika, aunque también se habló mucho en él de la Rectificación de Errores, el tímido equivalente cubano de la gran oleada reformista que envolvió a más de un país de Europa del Este y que, a la postre, acabaría con el socialismo como sistema. Es curioso, los nacidos en ese año, como mi sobrina Anna, no tienen memoria de la Unión Soviética, ni de cómo era la vida en la parte del Viejo Continente que siempre aparecía sombreada en rojo en los atlas impresos en Alemania (“¿democrática?”) que nos distribuían como material escolar.


El 87-88 aparentaba ser un curso de cambios, al menos una especie de llamada de alerta sobre lo que hasta ese tiempo había sido el país, y el mundo en el que habitaba tranquilamente mi generación. Y digo tranquilo, porque comparados con la década siguiente, cuando ambos lugares sí experimentaron transformaciones radicales, los finales de los 80, para un estudiante de undécimo grado, resultaban intrascendentes.

Visto desde la distancia y de un presente con más preocupaciones, aquel año se me antoja educativamente aburrido, aunque en lo personal estaría marcado por sucesos impactantes y dolorosos. En el mes de julio mi padre se despedía de la vida, dejándonos a mi hermano y a mí un tanto incapaces de valorar la magnitud de la tragedia. En el mismo verano, acostumbrándome a la ausencia de mi viejo, los Juegos Panamericanos de Indianápolis despertaron un desconocido espíritu competitivo y voluntarioso. Los amigos marcarían ese septiembre como el de mi interés por los récords de atletismo y las carreras de medio y largo fondo.

No tengo memoria del acontecer diario, del entusiasmo que las jornadas de discursos, eventos y congresos sobre la “rectificación” debieron causar en mis compatriotas. Supongo que vivíamos sin expectativas, creyendo en la súper publicitada frase relativa a la grandiosidad del año 2000. Nosotros éramos la generación del futuro y sólo a este debíamos rendirle cuentas; el presente transcurría como una larga y estupefaciente época en la que estábamos inmersos. Por cierto, el dos mil llegó más desapercibido de lo que se esperaba, como dirían los aseres del barrio: nos dejó tremenda raya.

Quizá la señal más evidente del cambio en el curso escolar 87-88 lo fueron nuestras asignaturas, sobre todo Historia. Hasta ese grado habíamos recibido instrucción según manuales voluminosos que abarcaban períodos anteriores al contemporáneo. Ahora estudiaríamos los acontecimientos del siglo XX e incluso nuestras propias décadas anteriores. Para mayor sorpresa, los volúmenes del programa no eran los acostumbrados textos encuadernados en tapa dura, sino unos cuadernos menos gruesos.

Por la tipografía, similar a la de las páginas salidas de un habitual mimeógrafo, era fácil adivinar que habían sido impresos a la carrera, tal vez en los mismos meses veraniegos en los que yo disfrutaba de los triunfos de los atletas en los Panamericanos. No sé si seguirían el estilo de Sputniks y Novedades de Moscú, pero los textos traían un poco más de información sobre los sucesos de Hungría en el 56 y las huelgas del sindicato Solidaridad en la Polonia del 80.

Aquel tema nos era desconocido por completo. Residíamos en una nación “emergente” y nos educaban según un modelo de conocimiento en el que, como ya dije, interesaba más el futuro que el presente, y el pasado aparecía tan fragmentado y lleno de zonas oscuras que a veces resultaba mejor no preocuparse demasiado por él, y darle más crédito la idea casi lógica de que era un tiempo “superado”, derrotado por la avasalladora presencia de nuestra actualidad.

Sin embargo, creo que los nuevos libros de Historia avivaron en algunos de nosotros un interés por mirar al pasado de otra manera. Sería muy pretencioso afirmar que contribuyeron a darnos cuenta de que estudiábamos una versión editada de los acontecimientos anteriores, pues nuestras fuentes de información eran tan selectas y similares que no había casi margen para comparar. Así y todo, tales clases y debates espontáneos que empezaban justo cuando terminaban las lecciones, dejaron un sentimiento de decepción y desconfianza.

Y hasta causa risa, pues ahí estábamos, en la Escuela de Nuevo Tipo, la institución donde se formaban quienes sacarían al país del subdesarrollo. Para ello recibíamos el doble de contenidos que nuestros colegas de otros pre-universitarios, nos esforzábamos por resolver complejos problemas de Matemáticas y Física, y pasábamos mañanas y tardes en laboratorios de Química y Biología. En aquellas sesiones, algunos profesores se entusiasmaban con nuestro aprendizaje y nos conminaban a dudar de todo, y a creer en las posibilidades infinitas de teorías y experimentos. De esa manera se nos preparaba, decían, para el futuro.

Quizá el optimismo de nuestros maestros de ciencias era circunstancial y hasta puede que subversivo. Lo cierto es que las lecciones de Historia, amén de las discusiones y lo “nuevo” del programa generalmente no propiciaban los mismos niveles de excitación. A lo mejor los propios profesores tuvieron parte de responsabilidad, pero no quiero culparlos. Fue justo en aquel curso 87-88 en el que nos enteramos de los “problemas” del socialismo europeo, cuando descubrimos además que el novedoso programa también tenía sus limitaciones.

Lo supimos de golpe cuando llegó la temporada de exámenes. Antes nos habían repetido hasta la saciedad, que el programa de la asignatura se debía a la política de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas que meses atrás había emprendido el gobierno y que, por si a alguno de nosotros se le había olvidad la cantaleta de la lucha ideológica, probaban una vez más que el socialismo era irreversible.

En la pregunta que incluyeron sobre el tema en el examen final cualquiera podía intuir que buscaban una respuesta así de lapidaria. Solo que nuestras pruebas, concebidas en las oficinas habaneras del MINED*, no sólo venían con incisos que debíamos contestar para obtener las codiciadas notas, sino también con repuestas. Ignoro de qué modo suponían que todos los estudiantes del país arribaríamos a las mismas conclusiones, pero por sí o por no, cada examen llegaba con su correspondiente “clave” que nuestros profesores luego usarían para revisar y calificar, es decir, una lista a veces bastante corta de lo que debíamos haber respondido para conseguir la máxima puntuación.

La clave de aquel curso trajo un polémico y, para nosotros escandaloso, acápite respecto a la pregunta sobre los sucesos en Europa Oriental. No importaba cuán exhaustivo hubiéramos hecho el recuento de lo ocurrido, o cuán perfecta hubiera sido nuestra redacción, si no aparecía textualmente que los eventos evidenciaban que “el socialismo era superior al capitalismo” perdíamos dos miserables, pero a la larga importantes, puntos.

De poco valieron protestas, reuniones y si se quiere explicaciones influenciadas por conocimientos de semiótica que no poseíamos. La frase tenía que mostrarse exacta en los exámenes, nada de “está implícita” o “se infiere”. Muchos terminamos con 98 en Historia y puede que con la certeza de que nuestra educación, tan avanzada y vasta en el apartado de las ciencias exactas, dejaba mucho que desear en las asignaturas que también debían ayudarnos a pensar y a formarnos una idea de quiénes éramos y de cómo era el país donde por azar, o por ley universal, residíamos.

Tal vez en aquellos años cualquiera podía imaginar que el futuro nos transformaría a todos en autómatas programables cuya única preocupación sería la conquista del porvenir, porque para eso se vivía en el presente y el pasado no importaba pues entonces la tecnología era atrasada e ineficiente. Y puede que en las noches nos asaltaran esas pesadillas futuristas aún cuando muchos todavía vivíamos en casas con paredes de madera, cocinábamos con queroseno y veíamos la televisión en blanco y negro.

De la superioridad del socialismo... en realidad no nos dimos cuenta. El curso siguiente no incluyó a Historia en la lista de asignaturas. En los años posteriores pasamos de estudiantes a protagonistas o espectadores de los acontecimientos que vendrían y para entonces las “claves” habían dejado de ser necesarias. La sucesión de eventos, las llamadas de atención, las lecturas, los turistas, la crisis y el copón divino se ocuparon de poner en su lugar a los funcionarios que a finales de los 80 habían intentado convencernos de que la ideología y los dogmas podían reformar la eternidad para beneficio propio, o que la Historia era sólo una versión retocada y selectiva de acontecimientos, o que el conocimiento, para que surtiera efecto, debía ser reducido y limitado.

*Ministerio de Educación en Cuba

martes, diciembre 23, 2008

Russel Banks, la violencia a cuentagotas


Aflicción, la novela del norteamericano Russel Banks tuvo una versión cinematográfica en 1997, con un elenco de lujo (James Coburn, Willen Dafoe, Nick Nolte, Sissy Spacek). El dato apareció luego una búsqueda que consideré necesaria, pues tras la lectura de la novela, suponía que una obra tan singular y que reflejara de un modo tan intenso las relaciones humanas, debía haber inspirado una película.

La anécdota pudiera parecer sencilla: en un pequeño pueblo de New Hampshire ocurre un accidente de caza y muere una persona. Aunque este es solo un acontecimiento en la lista de los sucesos que componen toda la trama, sobresale a la larga por la obsesión que desencadena en el protagonista de esta historia, a veces oscura y cínica, narrada en un tempo emparentado con el sosiego y la densidad propia de un análisis serio.

Wade Whitehouse sobrepasa los 40 años, tuvo una infancia marcada por los abusos físicos y sigue viviendo en Lawford, el pueblo donde nació. Si a ello se añade el hecho de que no puede tener una relación normal con su hija —que vive con la madre en otro pueblo—, y que para la gran mayoría de sus coterráneos es una persona de carácter violento, basta para incluirlo en lo que la cultura norteamericana define como un fracasado. No hay que avanzar mucho en la lectura para comprender que Russel Banks propone en Aflicción un acercamiento incisivo hacia la sociedad norteamericana, limitada a un contexto específico, pero con el acento suficiente para hacerlo extensivo a un ambiente mucho más abarcador. La razón se debe a los personajes y situaciones, todos mostrados con un perfil sicológico extremadamente desmenuzado, como si fuera una intención explícita del autor porque le era preciso explicar y hacer comprensible cuanto comportamiento humano fuese enunciado o relatado.

La lectura entonces transcurre en un espacio que se alarga, hay que mirar de lejos todas las situaciones, no tomar parte en ellas, pero observarlas con la prudencia de un lector avezado que ni siquiera se sorprende con el aparente matiz conclusivo que entraña la primera oración del libro: Esta es la historia de la extraña conducta criminal de mi hermano y de su desaparición.

Tampoco resulta una novela policíaca en el sentido clásico, si acaso se acerca a los preceptos más actuales de la novela negra, por su evidente impulso cuestionador. Lo cierto es que a medida que uno se conecta al ritmo trepidante, a pesar del tono mesurado, comprende que la verdadera historia no tendrá el final acorde con lo supuesto; es decir, la resolución detallada de un caso criminal anunciado o sugerido a inicios de la novela.

A ello contribuyen los que la cuentan: el narrador como tal, y el hermano del protagonista. El segundo más vinculado emotivamente con Wade que el primero, aunque evidencia una diferencia personal en cuanto a asumir posturas y reacciones que casi lo sitúan al mismo nivel que el autor, cuando se trata de describir o relatar. Sin embargo, el propio espacio de la novela, el crudo invierno del estado norteño, se añade a la consabida intriga que en gran parte de las casi 400 páginas aparece como leit motiv.

¿Por qué Aflicción debía tener una versión en cine? Simple, porque está narrada en un estilo cinematográfico, en el que cobran particular fuerza dramática los pasajes descriptivos de la naturaleza que rodea a Lawrod, las escenas cerca del río Minuit y de Parker Mountain. Y aunque muchos comportamientos y caracteres se sugieren derivados del discurso, ahí están los excelentes diálogos, algunos de los cuales, por su contención y exactitud, remedan fragmentos verdaderamente teatrales. Como una muy valorada pieza del llamado cine independiente norteamericano, aquí no abundan los cortes directos, los conflictos estándares, y por ende, su solución convencional. Se trata de una historia que precisa de un tiempo para contarse; no obstante, en esa progresión lenta se están dando claves muy sutiles para comprender el contenido. Quizá sea debido a esto la sorpresa de un final abierto, sorprendente, porque como toda obra verosímil deja en el lector no el persistente intento de poner en entredicho el matiz autobiográfico, sino la aparente y sempiterna duda de si lo leído es pura ficción o el pormenorizado relato de un hecho real.

viernes, agosto 08, 2008

Aceitunas desde el otro lado del océano


En 1985 el abuelo Juan viajó a las Islas Canarias tras casi 70 años de ausencia del lugar donde nació. Estuvo por varios sitios antaño conocidos y se reencontró con varios familiares de los que de vez en cuando tenía noticias. Cuando regresó al Caribe nosotros, de alguna manera, nos re-conectamos con el mundo. El primer encuentro había ocurrido en el 79, cuando varios familiares llegaron desde New Jersey, llenos de un aroma desconocido y contagioso.


Desde aquella vez, todos los paquetes y envíos que arribaban desde el territorio norteamericano se anunciaban con aquel olor. Más que descubrir objetos extraños, tejidos que a diferencia del laster que vendían por todos lados, no quemaban la epidermis, sino que se amoldaban con suavidad como una segunda piel, lo que más atraía era aquel perfume que impregnaba las maletas y luego todas las habitaciones.

Con el abuelo y su acompañante, un primo de esos que aparecen y luego vuelven a perderse en un recuerdo brumoso, también vinieron aparatos desconocidos y fragancias del otro lado del mundo. Recuerdo una polaroide que rápidamente adquirió poderes místicos, gracias a ese milagro de revelar las imágenes poco tiempo después de haber apretado el obturador.

Sin embargo, lo extraordinario fueron unos saquitos de aceitunas que el abuelo trajo en grandes cantidades, quizás deseoso de compartir un sabor tan ligado a su vida y tan difícil de replicar en la Cuba de los 80. Para los que en la familia habíamos nacido en la década anterior nos era totalmente desconocido.

La aceituna, pensaba, parecía la referencia perfecta para el archipiélago canario. La asociaba con el sabor de la tierra, aunque sabía que los olivares definían de cierto modo a la costa sur de Europa, y que las islas estaban más cerca de África que del Mediterráneo.

Así y todo, cada mordisco era una puerta que se abría a un mundo de sabores desconocidos, los que yo era incapaz de identificar a falta de referentes. Recuerdo que devoré un saquito entero, casi con la misma fascinación con que me comí muchos años antes el primer Peter de chocolate.

Me asombraba todo. Ignorante yo del marketing y la publicidad, el diseño de la marca me parecía renovador y la habilidad de los fabricantes sencillamente genial. Máxime si habían logrado concebir un paquete de nylon que, además de contener las aceitunas en salmuera, aparentaba estar a prueba de golpes y perforaciones.

Luego de aquel año 85 hubo más encuentros con las frutas del olivo. Mucho tiempo después eran la evidencia de que existía un mundo más allá de las fronteras de la isla. Estaba vedado para la gran mayoría, pero quien poseía dólares, podía ilusionarse con que lo tendría más cerca.

Sólo que en aquel tiempo había tanta necesidad de hacerse de productos también habituales en el resto del planeta, que un pomo de rellenas de pimiento a veces parecía imposible. Seguía allí, en el estante, burlándose de quienes entraban en las tiendas a toda velocidad, con la esperanza de acaparar todo el jabón y el aceite.

Semanas atrás, durante la compra semanal del supermercado, me tropecé con uno de aquellos saquitos reveladores de los 80. Uno de ellos fue a parar al carrito de la compra, aunque la expectativa no era muy grande. Entre verdes inmensas, negras, rellenas de queso feta, de ajo, picantes y un largo etcétera, la variedad de aceitunas que he comido me impiden quedarme con un sabor determinado.

Pero como uno no está vacunado contra las sorpresas, las del saquito increíblemente me trajeron a la memoria el recuerdo del descubrimiento y el sabor también indescriptible de una experiencia de adolescente.